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Aborto: Gallardón ve la luz en el camino de Damasco

Como Saulo de Tarso (luego San Pablo), Alberto Ruiz-Gallardón iba a caballo camino de Damasco, para perseguir a los fieles de la nueva religión cristiana, cuando “una luz celeste relampagueó en torno a él”, cayó a tierra y oyó una voz que le decía: “Alberto, Alberto, ¿por qué me persigues?”

A partir de ese momento, todo fue diferente para él. El mismo político que, como alcalde de Madrid, facilitaba gratis la píldora poscoital incluso a menores de edad para impedir embarazos indeseados, que dio la bienvenida a los matrimonios entre personas del mismo sexo, que se desmarcó de la estética y la ideología ultraconservadoras predominantes en el PP, que fue mimado desde EL PAIS como alternativa para liderar una derecha civilizada, esa misma esperanza de renovación abrazó la verdadera fe: la que encarna la Santa Madre Iglesia y salvaguardan el cardenal Rouco  y la Conferencia Episcopal, la del alma eterna del partido. El verso suelto se convirtió en reserva espiritual y se impuso una misión transcendental: acabar con la criminal ley de plazos del aborto.

No hay ningún libro sagrado que haya registrado en el caso de Gallardón una revelación milagrosa como la que Saulo recibió de Dios hijo: “Soy a quien tú persigues. Levántate, entra en la ciudad y allí te dirán lo que tienes que hacer”. Tampoco consta que, llegado a Damasco –es decir, a su despacho en la alcaldía o en el Ministerio de Justicia-, ciego tras su milagrosa caída, un hombre santo como aquel Ananías le impusiera las manos y le dijese: “El Señor me ha enviado (…) para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo”. Tras lo cual dedicó su vida entera a propagar la Buena Nueva hasta los confines del imperio romano.

A falta de fuentes documentales fiables, hay que entrar en el terreno de la especulación. Y una muy verosímil es que la iluminación le llegase inicialmente a Gallardón de la mano de Ana Botella, fervorosa creyente, cercana a la jerarquía católica, al Opus Dei y a los Legionarios de Cristo, a la que llevó al Ayuntamiento y a la que promovió como alcaldesa. Y tal vez ella aprovechó esa confluencia para sacarse una espina clavada muy hondo por su propio marido, José María Aznar, quien, político al fin, consciente de que no existía demanda social, dejó intacta durante sus ocho años en el poder la ley, herencia del socialista González, que permitía el aborto en tres supuestos. Para más inri, Zapatero sacó adelante la sacrílega ley de plazos de 2010, que permitía sin más restricciones que la temporal el asesinato en el seno materno, en contra de la inmutable ley de Dios, ya que no de los hombres.

Quien defiende la verdad divina debe prepararse para afrontar los ataques de los impíos, y eso no debilitar su propósito, sino fortalecerlo. Servir a Dios nunca sale gratis. Incluso puede conducir al martirio, pero el verdadero creyente, y menos el que aspire a la santidad, no cejará por ello en el empeño, sino que se verá fortalecido en él. Gallardón parece ya un San Sebastián de tantas flechas envenenadas como le llueven desde todos los frentes, y esto no ha hecho más que empezar.

Las invectivas le llegan de analistas que presumen de ser objetivos y denuncian la incongruencia de abrir un frente tan polémico cuando la ley actual no provoca alarma social ni ha aumentado el número de abortos. Desde una oposición que defiende su legado y remarca que el sistema de plazos se aplica sin traumas en la gran mayoría de los países de nuestro entorno (también en éste) y que promete cambiar la ley en cuanto recupere el poder. Desde los médicos que se oponen ir contra la corriente predominante en el mundo, señalan complicaciones para la aplicación en la práctica y rechazan que se les ponga en primera línea de fuego, al ser ellos los principales sujetos penales de las infracciones a la futura ley que, en prueba de inconsistencia jurídica, no perseguirá a las mujeres. De colectivos femeninos que defienden la libertad para decidir de las mujeres, rechazan que se convierta en pública una cuestión de moral privada, consideran tan legítimo el derecho a ser madre como a no serlo, tachan de aberración que se les obligue a llevar a término embarazos de fetos con graves malformaciones y pronostican el retorno al turismo de aborto (para las que se lo puedan permitir) y a las prácticas clandestinas y peligrosas de una época que hoy se antoja prehistórica (para quienes no tengan medios).

Pero lo que más debe dolerle a Gallardón es la contestación que le llega desde su propio partido, incluyendo la de un par de barones regionales y otro de alcaldes, que defienden el valor del consenso en temas de Estado y que –aunque todavía sin eco expreso en Rajoy y sus ministros- apunta a la existencia de diferentes sensibilidades y a la percepción de los riesgos electorales que se corren. Eso hace verosímil  que se corrija o se maquille ley durante el largo trámite que tiene por delante hasta su aprobación y entrada en vigor, ya que por ahora es solo un anteproyecto.

Si Gallardón fuese aún el político ambicioso y con cintura de otros tiempos, siempre al acecho de la ocasión oportuna para convertirse en alternativa al liderazgo del PP, habría buscado la forma de nadar y guardar la ropa. Por ejemplo, mediante una treta como la utilizada en el caso de la tarifa eléctrica: primero se amenazó con una subida brutal y al final se aplicó otra inferior –aunque todavía excesiva-, para que la ciudadanía la recibiese con alivio.

De esta forma, podría vender como fruto de la moderación, como una especie de empate técnico, que se volviese a algo parecido a la ley socialista de los tres supuestos de 1985, mientras conseguía el objetivo principal, derogar la de plazos, lo que aplacaría, más allá del griterío de costumbre, incluso al nacionalcatolicismo instalado en la Conferencia Episcopal. Parece que esa opción se barajó durante un tiempo, según filtraciones llegadas desde el propio Ministerio de Justicia, pero fue finalmente desechada.

Tras su espectacular y milagrosa caída del caballo, imbuido de su misión divina, Gallardón se ha comprometido hasta tal punto con su proyecto que incluso un retroceso de casi 30 años sería percibido como un fracaso personal. Si quiere ser coherente –y su conversión le obliga a serlo- deberá mostrarse inflexible. Si le traicionan el dubitativo Rajoy y un PP que está lejos de ser monolítico, si buscan un compromiso o liman las aristas más polémicas para frenar la contestación social, el ministro iluminado quedará estigmatizado. Tanto al menos que su correligionario Wert, otro mártir de la coherencia ideológica, pero con una diferencia: que los suyos no le han dejado en la estacada.

Gallardón dice que ya no quiere ser califa en lugar del califa, que su actual cargo marcará el fin de su carrera, que esta ley, que consagra el sagrado derecho a la vida y que no se alterará en sus líneas esenciales, quedará para la historia como la decisión “más avanzada y progresista” de sus 30 años de dedicación a la cosa pública. Tal vez cause un dolor innecesario, pero salvará muchas almas de la condenación eterna, empezando por la suya, redimida en el camino a Damasco, o al ministerio de Justicia.

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