A la Iglesia no paran de crecerle los enanos. Los sexuales, se entiende, y es que en ese campo está que se sale, por no decir salía sin más. Estados Unidos, Australia y, antes de pasar al Resto del Mundo, de nuevo Irlanda son testigos elocuentes, aunque sólo ocasionales, del compulsivo machote que lleva dentro, el cual le permite explorar la necesaria libertad educativa por otras vías y aun con otros órganos.
Irlanda, en materia de cinismo y oprobio eclesial, creía haberlo vivido todo hace seis meses, cuando un informe oficial la puso frente al horror de decenios de abusos sexuales ocurridos en los antros supuestamente consagrados a la enseñanza en los que los autodenominados pastores de almas seviciaban las de sus involuntarios e indefensos clientes. El actual la ha catapultado de nuevo a las cloacas hundiéndola un poco más, demostrándose a sí misma que en materia de moralidad la conciencia no se deja vacunar por la experiencia.
El informe publicado el 26 de noviembre da fe de los innumerables abusos sexuales cometidos sobre menores en la archidiócesis de Dublín entre 1975 y 2004 y no levanta ningún falso testimonio cuando acusa a la sucursal irlandesa de la Iglesia Católica de haber mirado para otro sitio cuando le llegaban las denuncias, o mejor, de haberse dedicado “a guardar el secreto, a evitar el escándalo, a proteger la reputación de la Iglesia y a preservar sus bienes”. Lo que la investigación ha sacado a la luz ha sido “una perversión sistemática y calculada del poder y de la confianza frente a niños inocentes e indefensos”, según la propia declaración gubernamental.
¿A qué se dedicaban los arzobispos de Dublín cuando les llegaban denuncias y más denuncias? ¿A pensar quizá en el sexo de los ángeles –o de las ángelas, que igual alguno era de los normales y sanos, según distinción del Vaticano en persona, y prefería las del otro bando- devanándose sus respectivos sesos sobre la escolástica distinción de Silvano Tomasi, entre pedofilia y efebofilia? Este Doctor sutilísimo, observador permanente de la citada entelequia en la ONU, fue el autor de la distinción citada, con la intención de purgar algo de culpa de sus correligionarios, al establecer que las preferencias de los mismos se decantaban por jóvenes de entre 11 y 17 años, y que por lo tanto técnicamente no había pedofilia (lástima que no hubieran leído la “Convención sobre los Derechos del Niño”, que ya en su artículo inicial reza: “[…] se entiende por niño todo ser humano menor de 18 años de edad […]”; igual es que como dicho texto no forma parte ni del Catecismo ni de la Biblia…).
¿O se dedicaban más bien a mascullar para sus adentros un placentero que nos quiten lo bailao? ¿O quizá estaban repasando admirativamente las proezas de algunos de sus subordinados, que todos hemos podido conocer después? Porque cuentan las crónicas que uno de los futuros héroes del santoral católico ha abusado, según confesión propia, de más de 100 niños, y que otro rivaliza con su gesta con su media de “una vez cada dos semanas durante los más de veinticinco años que duró su ministerio”. (Mi propuesta, que lanzo desde aquí al Vaticano, es que dada la extensión temporal y espacial del servicio, y dado que se les prohíbe ser papás, que al menos los nombren Papa, arbitrando que los criterios de elección sean la edad y la salud; también se podía cambiar la tradición y nombrar Papa a los dos juntos: ¿no tuvo Esparta dos reyes al tiempo y Roma dos cónsules? ¿Por qué entonces no puede tener el Vaticano dos papas a la vez, siendo como es un Estadillo de nada, sin espada ni cañones, como le reprocharía Napoleón, aunque, eso sí, titulado en venenos de todos los colores y con una lengua ducha como ninguna en el arte del silencio y de la mentira, a tenor de lo que toque?).
¿Y dónde estaban los demás militantes de la púrpura? ¿Ocupados quizá en una nueva cruzada contra la ciencia y el placer, lanzando acaso con su incontinencia habitual los dardos del anatema contra quien se meta contra embriones y fetos, que eso sí que son futuros hombres hechos y derechos y no niños de pacotilla, a los que uno y después de violarlos ni siquiera puede darse el regusto de propagarlo? ¿O simplemente releyendo el socorrido manual de cómo convertirse en avestruz en cinco minutos a fin de que la debilidad pueda pervertir sin culpa la inocencia?
¿Y en esa conspiración de complicidad dónde estaba el Santo Pontífice? ¿Mirándose al espejo una vez más, degustando ego mientras baraja las emociones y náuseas que su acolmillada sonrisa o su vozarrón de tenor producirán en el personal? ¡Tanta la prisa y la intransigencia cuando se trata de excomulgar a esos hijos del pecado que son las simples mujeres que abortan y los médicos que, cumpliendo con su deber, las ayudan, como que contrastan con esa paciencia y esa calma a la hora de reconocer la propia delincuencia, y venga perdones por acá, traslados de tapadillo por allá, y pelillos a la mar!
En fin, el caso es que se calculan en más de 25.000 el número de víctimas de la efebofilia, o pederastia en román paladino, en Irlanda, y de decir la verdad Tomasi de que sólo entre el 1.5 y el 5% del ganado religioso se dedica a tan animales prácticas y guardarse la proporción en ese oscuro rincón del catolicismo europeo, se habrá de convenir (caso de que dicho número se corresponda al periodo entre 1975 y 2004, algo que no me ha quedado claro) que esos pocos, dadas las condiciones, han trabajado casi a destajo.
Delitos sin cuento, pues, acompañados del delito de ocultamiento de los hechos, es decir, de burla de las víctimas, de burla de las doctrinas divulgadas, de burla de las propias creencias; todo en aras del propio interés en dominar a la población, de seguir presentándose como espejo ético y amos de las conciencias. Sólo que los hechos han desvelado la calaña moral de esa caterva de fantoches oculta tras la ristra de misterios y manipulaciones con la que han pretendido encubrir su perfidia y su degradación; y ha revelado que tras la acción de unos padrinos que se arrogan el patronazgo del bien y del mal terrenos, así como el juicio sobre las conductas ajenas, las prácticas de ocultamiento continuo del dolor infligido a la inocencia y su depuración dentro de la Familia delatan, en su intención de convertir el delito en pecado, el comportamiento típico de una vulgar organización mafiosa. No dar cuentas a la sociedad de los males cometidos sobre ella en aras de la conservación de su estatus de privilegio y de la farsa de su Verdad: toda una espectral lección de moral trascendente.
Todo ello, según se aludió, ha generado turbación y escándalo en la sociedad, que por medio del Gobierno ha pedido perdón a los damnificados y prometido que evitarán su reproducción. Pero lo escandaloso de este escándalo ha sido que una y otro hayan requerido su divulgación para aceptarlo. ¿No sabían lo que se cocía dentro de las instituciones educativas católicas? ¿No saben lo que se cuece allá donde la Iglesia haya alcanzado una cierta cota de poder social? ¿Qué denota ese encubrimiento de los ocultadores sino sentimiento de culpa, miedo, cobardía, ignorancia, hipocresía, abismos de superstición, odio a sí misma, renuencia ante un futuro emancipado de la tradición, etc. (¡y menos mal que, al menos, sí poseía el don de la hospitalidad!, según se nos recuerda en una de las obras que con mayor lucidez y valor retrata dicha sociedad, el Dublineses de Joyce), y hacia dónde apuntan con preferencia su dedo acusador tales lacras?
La catarsis liberada por el escándalo en el alma irlandesa, el mea culpa entonado por su representante político en nombre de la comunidad, muestran cuán profundamente los tentáculos de la Iglesia Católica habían corroído los cimientos morales de la misma, paralizando incluso sus deseos de cambio. Extendidos a lo largo del entero cuerpo social habían logrado cumplidamente su objetivo de debilitarlo, avejentarlo, incapacitarlo.
Leo que, ante lo que todavía está por venir, y ante lo ya sucedido, hasta el actual arzobispo de Dublín ha mostrado su consternación y presentado sus “excusas”, su “vergüenza” y su “pesar”. Cabe la posibilidad de que sea sincero, aunque igual sólo ha mostrado su contento por haberse librado personalmente. Pero si se trata de lo primero (y dada su pertenencia a una institución que cínicamente se rasga las vestiduras porque no se la reconoce en la actual Constitución Europea, cuando las libertades que allí se proclaman les han sido arrebatadas a la voluntad de reyes y papas, tan proclive a la tiranía y al oscurantismo, y cuando es hoy día la única monarquía absoluta en pie sobre el continente europeo), mi menda dará más crédito a sus palabras cuando dé pruebas materiales de su arrepentimiento: abandonándola, por ejemplo, o, mejor aún, exigiendo la disolución de la misma, un modo bastante chic de evitar que esos aguerridos prosélitos de su Buen Dios sigan aterrorizando con su fantasma la tierra.