Primero fue Túnez; luego vinieron Argelia, Egipto, Jordania, Yemen y otra vez Túnez que, en realidad, suma y sigue: como ocurrirá en los demás países y, faltaría más, en los nuevos que se vayan añadiendo a la causa, pues esto no ha hecho más que empezar. En fin, la calle árabe de nuevo está que arde, mas esta vez el incendio carece del aire festivo que tuvo cuando fueron derribadas las torres gemelas, o de la rabia divina que desató en la conciencia musulmana, sea la publicación de las caricaturas del Profeta en el diario danés Jyllands-Posten, sea el puntual dardo malévolo que suele lanzarle periódicamente el jefe de la competencia católica; ni proviene de cualquier otro hecho puntual suscitado por el maligno occidental, que nunca descansa.
Pero tampoco, y esto sí que es grave, de la -descontada- madre de todas las protestas, el único foco de gangrena permanente, un verdadero descuido de Alá, quien debió de andar distraído ese día porque si no, por muy británicos que sean los británicos, no se la habrían colado. O sea: del conflicto palestino-israelí.
Imagino al multiculturalista de turno -un nombre adecuado para calificar en occidente a un miembro reflejo de las élites árabes- yendo algo perplejo tras las causas del incendio. ¿Y con qué se topa? Pues, simplemente, con un sujeto inesperado: una multitud que crece y se renueva a sí misma conforme va cambiando su grito, que pasa de ser una dolorida consigna contra el hambre, la pobreza, el desempleo y la corrupción, a convertirse en un enardecido programa de reivindicación política en el que la marea crece desde la petición de dimisión de ciertas autoridades a la exigencia de un cambio de régimen. Multitud sin duda enloquecida, pensará nuestro tolerante multiculturalista, porque, a ver, ¿qué hace una mayoría de árabes islámicos reclamando reformas políticas que, de ponerse en práctica, llevarían incluso a confundirles con los sistemas políticos del enemigo? Y, por si fuera poco, todo eso como si nada. Total, llega uno, se quema a lo bonzo, ¡que mira que es poco musulmán eso!, además, y la chispa que ahí salta quema el palacio. ¡Ni que fuera ésta la primera vez en su historia que pasan hambre o están sometidos, ni que no fuera ésa su forma de ser! ¡Tate, aquí hay gato encerrado!, se dirá para sus adentros, mientras rumia ya cómo desmontar el complot.
Y es que, en efecto, una parte de lo que ha ocurrido, y otra cada vez mayor de lo que está ocurriendo, no estaba escrito en el guión de la historia local… como tampoco en las suras coránicas. Pase que una sociedad partida en dos por varios costados vea rebelarse a la parte mayoritaria demandando una cura para sus urgencias: mejores salarios contra el hambre, empleos que ilusionen con un horizonte a su futuro, incluso algo más de justicia que diluya un tanto la ignominia en las desigualdades creadas por los privilegios, etc.; pase asimismo que esa rebelión tome cuerpo tras un hecho tan irrespetuoso como es que a alguien le dé por inmolarse, en sí un ejercicio de vanidad que no tiene en cuenta la tradición religiosa de llevarse por medio a algún enemigo del Islam, pero que en esta ocasión ha llevado, en su soberbia, hasta a organizar, aunque sea algo informalmente, la rabia y sacarla a pasear en público, en contra de la tan probada tradición política; pase, faltaría más, que sobre los rebeldes las fuerzas del orden ejerzan su violencia habitual, pues por qué dejarles hacer lo que quieren, tan en contra de lo que deben.
Ahora bien, lo que no puede pasar es que una vez empiezan a disiparse las brumas de los primeros enfrentamientos entre ambos bandos -esto es, la estela de muerte, de sangre, de dolor, de miedo y de rabia renovada que el choque de la violencia contra los rebeldes produjo en sus filas, incitándoles a la respuesta-, el mayoritario, el de los enragés, comience asimismo a vislumbrar los rasgos del que, con mayor o menor razón, considera por ahora responsable último de la situación actual, que le ponga el nombre y el rostro de su presidente, y el de sus allegados, y a la petición de pan sume la exigencia de libertad. O sea: lo que no debe pasar, según las cuentas de todos aquéllos que retienen la reclamación de libertad una muestra más del imperialista ideario occidental, es que una multitud que salta a la calle con una determinada idea en la cabeza, por no decir en el estómago, mute mientras la recorre y llegue a la plaza convertida en dueña del palacio: en un nuevo sujeto político que, primero, reclama diversas libertades, para acto seguido atribuirse la soberanía y ejercerla de inmediato, forzando la deposición de los miembros afines al anterior autócrata presentes en el gobierno recién formado tras su huída. Pues sí, lo que les quedaba por ver: ¡una antigua masa árabe informe que ha embocado por el momento su transformación en pueblo soberano a la occidental!
Tal es a grandes trazos el cuadro de lo sucedido en Túnez, y que sirve de patrón a cuanto ha venido después. Pero ya se sabe que a los imitadores no les gusta la virginidad de la historia: como, recibido el empujón –éxito oblige-, suelen tener prisa por abandonar el Ancien Règime, mejor optan por quemar etapas antes que por seguir la pauta del modelo original en toda su pureza, y en lugar de imitar los pasos uno a uno les va más lo de empezar donde terminaron los pioneros: reclamando el cambio del gobernante a la par que el del régimen, y si se acuerdan hasta reclaman también pan y trabajo. Se trata pues de un acto que, como se ve, implica un juicio completo, condena incluida, al sistema anterior. Por eso, al dictadorsaurio yemení, que pensaba que por haber refundado el país éste sería suyo para siempre, ya no le bastará para retener lo suyo con regalar los alimentos o introducir la meritocracia en el país; y por eso, a Mubarak parece habérsele truncado su deseo de instaurar en Egipto la dinastía –una de las señales de la introducción de la tiranía en la ciudad, como nos enseñara Heródoto- antes de que le suceda su primer heredero.
Y Occidente, a todo esto, ¿cómo reacciona? Se le ve preocupado, sin duda ¿Y qué le preocupa a la princesita? Desde luego, todo no, porque estaría ya muerta de preocupación si le preocupara tanto. Le preocupa la inestabilidad que está invadiendo la zona, porque con los líos que se están montando, quién le garantiza ahora el suministro de petróleo, de gas, la seguridad frente al terrorismo, donde, por ejemplo, Al Qaeda tiene uno de sus centros sagrados. A Occidente le preocupa haberse quedado y estar a punto de quedarse sin algunos amigos en la zona –el hombre, quieras que no, su corazoncito también lo tiene-, y por ello amonesta contra el uso de la violencia (y hace bien en esto, porque su uso es su abuso, y el imperio su meta soñada), porque ésta “no permite la comunicación entre gobernantes y gobernados”, se dice en Washington, o por su capacidad de producir “víctimas inocentes”, al decir de Angela Merkel.
No decían lo mismo hace poco más de un mes y medio, cuando el orden no dejaba presagiar la anarquía actual, es decir, cuando ese orden, en el que el tirano y los súbditos no se comunicaban, era el de la violencia, y víctimas inocentes del mismo eran la inmensa mayoría de las personas en cada uno de los países donde hoy la calle quema. A la princesita nunca pareció importarle la falta de libertad, la falta de seguridad, la falta de futuro o la sobra de hambre de los que hoy pueblan las plazas árabes, y no piensan volver a casa sin haber dejado una huella permanente de su presencia en ella. Egoísta como es, vieja como está, tiene cansados los sueños y debilitados los principios, al encerrarlos como están en la caja fuerte normativa de la nación, por lo que la política parece haber huido de estas democracias de jubilados en las que vivimos, a las que el uso ha gastado en lugar de renovado. Si los derechos humanos tuvieran mínimamente que ver en la práctica con lo que son en la teoría quizá habríamos descubierto que los europeos seguiríamos recibiendo gas si los magrebíes gozaran de más bienestar y que nuestra libertad y nuestra vida estarían más seguras si otros pueblos hubieran hecho saltar por los aires la sumisión.
Y es que, no se olvide, las exigencias de las plazas árabes lo son de libertad. Ciertamente, en el estado de cosas actual, en absoluto cabe descartar que el antiguo régimen reaccione con éxito en busca de su termidor, sobre todo en Egipto, donde Mubarak sí reina sobre el ejército. Pero es mucho más fácil pensar que la mecha prendida inicialmente en Irán contra el robo en las urnas del triunfo de la oposición por parte del gobierno actual siga generando más incendios. Como también lo es que cuando lo que prende la mecha es la libertad, todo lo que la refrena, antes o después, correrá peligro si no rejuvenece. Y entre ese todo figura, y de manera solemne, el propio Islam. Ya en Egipto, los organizadores de las manifestaciones aceptaron la posterior incorporación de los Hermanos Musulmanes a condición de que renunciaran a su lema sacrosanto de que El Islam es la solución. Y en Túnez, aunque aquí la historia cuenta, las fuerzas laicas prevalecieron desde el principio.
Pero por otro lado, si algo han aprendido de inmediato los manifestantes es que la libertad de manifestación y expresión que ahora exigen está siendo un hecho con su protesta aun antes de que el cambio acabe por transformarla en derecho; que son ellos los que la están conquistando mientras la ejercen; y que el éxito del ejercicio exige la garantía de que podrá repetirse en el futuro cuando se juzgue oportuno. Con la misma celeridad han aprendido que en el nuevo régimen ellos deben ser el soberano. Y que ambas cosas van o pueden ir juntas…
A partir de ahí el camino es tan fácil de imaginar como difícil de recorrer, máxime cuando para la tradición cultural imperante representa una novedad casi absoluta. Pero las novedades no asustan a quienes exigen libertad mientras la ejercen, que pronto podrán aprender con Tocqueville que el precio de los males de la libertad es más libertad. Lo que es cierto es que si las revoluciones siguen prosperando todo será cuestionado, incluido el papel a jugar por la propia religión musulmana en el futuro. De ser así, estamos en los comienzos de un proceso extraordinariamente complejo y duradero del que en absoluto puede verse ni preverse el final; pero en la calle árabe hemos podido sentir ese calor que esparce “l’alta crémor / del foc de llibertat” (el mismo que un día ya muy lejano nos cantara Raimon a los españoles dejándonos para siempre la música de las palabras de Salvador Espríu en los labios del alma), y también por eso desde hoy ya sabemos que entre las posibilidades aquí abiertas por los pueblos árabes a ellos mismos se incluye la de que el mismísimo Islam empiece a experimentar en sus carnes su renacimiento y su ilustración, algo imprescindible si quiere convivir con la democracia en Occidente, entre otras razones. Mientras tanto, hasta el propio Alá -mera cuestión de prudencia-, mejor que vaya poniendo las barbas del profeta a remojar.