El relator de Naciones Unidas para seguimiento de la conferencia de Durban sobre racismo, xenofobia y formas conexas de intolerancia, el senegalés Doudou Diène, ha preparado un informe, que se empezará a discutir mañana, día 20, en Ginebra, en el que llama la atención sobre el fenómeno de "difamación de las religiones" y se alarma ante la expansión de una cultura contraria a la religión, que considera una de las principales fuentes de discriminación contra los creyentes y practicantes.
"La lucha contra la discriminación religiosa requiere un enfoque categórico centrado en la prevención de la difamación de las religiones", afirma. Se comprende que Naciones Unidas quiera acabar con el trato desigual entre creyentes y no creyentes, que exija igualdad de derechos y de obligaciones legales para unos y otros, que pida respeto a la libertad de expresión, de creencias y de culto religioso, pero no que considere su obligación proteger a las religiones de cualquier pérdida de estimación pública. ¿Por qué?
Difamar significa desacreditar a una persona, de palabra o por escrito, publicando algo contra su buena fama. En principio, debería ser aplicable sólo a personas y no a teorías políticas, religiones u otro tipo de creencias, porque ¿qué razón puede haber para que se considere incorrecto o peligroso el intento de desprestigiar ideas o creencias? ¿No se puede desacreditar la superstición, no se debe pelear por la pérdida de estimación pública de determinadas creencias, de toda índole, política, religiosa o económica? La historia contiene magníficos, y muy saludables, ejemplos de ese tipo de luchas y de los innegables beneficios que reportaron al conjunto de la humanidad.
Lo importante, lo que debería exigir Naciones Unidas, siempre y en toda circunstancia, es el respeto a la libertad de expresión individual, el derecho a la expresión de las personas que se consideran religiosas, practicantes o creyentes de cualquier religión, de manera que estén en condiciones de defender sus ideas en el mismo plano legal que quienes defienden cualesquiera otras (siempre dentro del respeto a la Declaración Universal de Derechos Humanos, por supuesto). Pero la libertad de expresión, como la libertad de creencias, debería amparar también la "difamación de las religiones", caso de que exista semejante concepto.
El documento de Diène contiene una denuncia expresa del fenómeno creciente de la islamofobia, es decir, de la discriminación, prejuicios y trato desigual de que son víctimas, en Occidente, los musulmanes, tanto a título individual como colectivo. La llamada de atención de Diène está plenamente justificada, porque es evidente que, a raíz del 11-S, se somete a los musulmanes a una sospecha generalizada y que se tiende a percibirlos, en bloque y de manera irracional, como enemigos de los valores de la democracia y los derechos humanos.
Pero una cosa es defender el escrupuloso respeto de los derechos individuales de los musulmanes, su derecho a tener mezquitas y a profesar su fe, y otra, impedir que se critiquen sus creencias o, incluso, que se las pueda someter a burla. Los musulmanes tienen todo el derecho del mundo a criticar al catolicismo o al judaísmo, y desde luego, al islamismo, si les da la gana, al igual que los católicos tienen derecho a desacreditar al Vaticano o a Mahoma. Y los humoristas, de cualquier procedencia o creencia, deberían tener derecho a reírse y a ridiculizar las creencias de unos y otros y combatirlas con la sátira y la burla.
Desde ese punto de vista, es francamente peligroso que el relator de Naciones Unidas defienda que el descrédito de las religiones "ofrece la justificación intelectual y la legitimación que sirve de sustento a toda forma de discriminación", porque es más bien él mismo quien está ofreciendo apoyo y sustento a viejas formas de censura. "La renuencia a aceptar la legitimidad de una ética religiosa en las decisiones y debates fundamentales de una sociedad democrática es una muestra de secularismo dogmático que conlleva no sólo el surgimiento de una cultura antirreligiosa, sino también la intolerancia hacia cualquier práctica, expresión o signo religioso", mantiene Diène. Da la impresión de que el experto de Naciones Unidas considera que existe una única ética religiosa, cuando en realidad existen muchas religiones diferentes, con preceptos éticos distintos (y en algunos casos, intolerables). En su afán por denunciar el peligro de un enfrentamiento entre religiones (que siempre han sido sanguinarios e inmisericordes), Naciones Unidas puede estar cayendo en algo igualmente indefendible: proponer que las autoridades públicas participen en la promoción o fomento de las religiones. Una piedra más en el camino de vuelta.