Que El Vaticano tenía claras sus prioridades se refleja por ejemplo en la bula de Clemente VII que «dio por muy bueno todo lo que Cortés había hecho en la Nueva España [México]».
“Yo pregunto a España”, dijo el pasado 12 de octubre Nicolás Maduro, “qué le parece que fueran asesinados casi 100 millones de indígenas entre 1492 y 1592. ¿Es para celebrarlo? (…) [Hoy] no es el Día de la Hispanidad, de la raza o el descubrimiento (…), sino el de la resistencia al colonialismo y al holocausto. A nosotros no nos descubrió nadie. ¡Existíamos!”. Por eso, en Venezuela, lo que en España se conoce como Día de la Hispanidad se llama, desde que Chávez así lo decidió en 2002, Día de la Resistencia Indígena.
Más allá de la exageración en las cifras y del tono demagógico, las palabras del presidente venezolano reflejaban que aún supura la herida abierta por las atrocidades que perpetraron los conquistadores españoles. La leyenda negra levantada por imperios rivales no menos sanguinarios que el español se alimentó de intenciones perversas y muchas falsedades, pero habría sido imposible sin una sólida base real oculta durante siglos por un negacionismo absurdo.
En las escuelas franquistas se presentaba la conquista como el triunfo de verdadera fe frente a la idolatría, la civilización frente a la barbarie, la prosperidad frente a la economía de subsistencia, y como un regalo al nuevo continente de la lengua que le dio una identidad cultural en comunión con la madre patria. La llegada de la democracia mantuvo aspectos esenciales de ese relato. Todavía hoy, referirse a las atrocidades de los Cortés, Pizarro, Valdivia, Alvarado o Núñez de Balboa —elevados a los altares de la gloria eterna— es considerado con frecuencia una falta de patriotismo.
Algo parecido ocurrió al otro lado del Atlántico, donde el discurso mayoritario se resumía en la propuesta del escritor argentino Ernesto Sábato de superar el “falso dilema” entre leyenda negra y leyenda blanca, de forma que se impusiera un enfoque que, “sin negar y dejar de lamentar las atrocidades”, permita asumir la cultura, la lengua y el mestizaje.
En su libro La conquista de América. Una revisión crítica (RBA), Antonio Espino López, catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona, se acerca a esa etapa histórica, desde el acceso a infinidad de documentos de la época, para demostrar que el terror basado en la crueldad extrema fue consustancial al éxito de la conquista. No da cifras de las víctimas de las atrocidades perpetradas por los españoles, pero tampoco deja lugar a dudas de que fueron millones y que, si no fueron más, fue por la necesidad de contar con mano de obra esclavizada para explotar los recursos del continente.
El profesor Espino López apenas opina; solo recoge datos, los analiza y presenta resultados. Cuanto afirma se basa en fuentes documentales que, tomadas en su conjunto, llevan a conclusiones difícilmente rebatibles. Como que fue el imperativo militar más que la crueldad, el cálculo antes que el descontrol homicida, la necesidad de compensar una apabullante inferioridad que no se superaba ni con la ventaja tecnológica, lo que propició excesos que, desde un punto de vista moral, privan de toda justificación a la conquista.
Ni siquiera sirve de coartada la violencia ocasional de los indígenas, porque había una diferencia sustancial con los españoles: que estos “actuaron como una tropa invasora”, lo que lleva a “contemplar como legítimas” las reacciones, “del tipo que fuesen”, ya que ejercían su inalienable derecho a la autodefensa.
Esos métodos brutales, convertidos en eficaz arma de guerra, no eran nuevos. Los había utilizado Alejandro Magno, primero en Tebas para dominar toda Grecia, y luego en Tiro, para lanzar una advertencia a quien se atreviese a desafiarle en el futuro. Alcanzaron una escala industrial durante la república y el imperio romanos. Fueron habituales en las guerras grandes y pequeñas de la Edad Media. Se emplearon en las conquistas de Granada y de las Islas Canarias, un caso este último que merecería ser estudiado en profundidad y sin complejos. Y alcanzaron cotas inimaginables en el siglo XX, desde el genocidio en el Congo que fue propiedad privada de Leopoldo de Bélgica (ocho millones de muertos), al holocausto de judíos y gitanos por los nazis, las matanzas de la independencia de la India británica o las más recientes de Ruanda, Camboya, Vietnam, Yugoslavia y nuevamente el Congo.
En la práctica, el poder real y luego imperial, desde Isabel la Católica a Felipe II pasando por Carlos V, sin olvidar a unos cuantos papas, toleraron y respaldaron una forma de hacer la guerra horrenda, pero que redujo hasta límites razonables el costo económico y humano en la conquista, una de las inversiones bélicas más rentables de la historia, aunque sus beneficios se derrochasen luego en absurdas guerras de religión por sus majestades católicas y sus sucesores Austrias.
Que El Vaticano tenía claras sus prioridades se refleja por ejemplo en la bula de Clemente VII que “dio por muy bueno todo lo que Cortés había hecho en la Nueva España [México]”. De esta forma, los conquistadores podían, sin que eso les costase la condenación eterna, emplearse a fondo en actividades tan cristianas como cortar manos, pies, narices y orejas de prisioneros en combate o de caciques a cuyos pueblos sometían; destripar, empalar, ahorcar, quemar y soltar jaurías de perros que despedazaran a enemigos potenciales o reales; y perpetrar matanzas ejemplarizantes y preventivas de centenares o miles de indígenas.
Lo hacían, no ya por crueldad —o no únicamente por eso—, sino porque solo así era factible que un puñado de aventureros pudiese destruir civilizaciones enteras defendidas por decenas de miles de guerreros. Solo con la ventaja de sus armas y sus caballos habría sido imposible salvar una inferioridad tan manifiesta, ni siquiera contando con que, además de por el terror, los conquistadores lograron muchas de sus victorias clave convirtiendo en aliados a pueblos indígenas inmersos en ancestrales conflictos con sus vecinos.
El grueso de los combatientes españoles, señala el profesor Espino, no eran soldados al servicio de su rey, sino bandas de mercenarios reclutadas y financiados por inversores privados que alcanzaban con la Corona acuerdos para repartirse los frutos de la conquista. En esas circunstancias, la norma número uno era obtener el máximo beneficio con el mínimo coste, y el terror solía ser el mejor método para lograrlo.
La justificación militar de los excesos se explica con todo detalle en el capítulo dedicado a armas, tácticas y combates, pero es en el que trata de las “prácticas aterrorizantes” donde se entra en el detalle de una galería de los horrores ocurridos en la práctica totalidad de los escenarios de la conquista, una realidad que repugna incluso en estos tiempos en los que el ser humano ha alcanzado cotas de abyección inimaginables.
Cabría discutir sobre si, cinco siglos más tarde, merece la pena escarbar en esta herida, que el tiempo ha contribuido a cauterizar, aunque no del todo, como se ve por la utilización que hacen de ella dirigentes como Maduro. Sin embargo, ninguna reconciliación debería sustentarse sobre el olvido, la negación y la mentira, sino sobre el conocimiento cabal de la verdad, por horrenda que sea.
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