Al amparo de las sonrisas y las loas a la misericordia de Jorge Mario Bergoglio, la Iglesia Católica Apostólica Romana ha intensificado su cruzada contra las libertades de los ciudadanos en todos aquellos lugares en que ha visto la posibilidad de ha
Jorge Mario Bergoglio gusta a muchos. A demasiados, a casi todos. Les gusta sobre todo a los laicos, paradójicamente. La poca hostilidad que suscita el papa Francisco proviene del lado de los católicos. Es explícita en entornos tradicionalistas, sorda y mucho más eficaz dentro de la curia, en los episcopados conservadores, en la infinita galaxia del catolicismo del establishment y el privilegio.
El entusiasmo de los laicos por Francisco es índice de la situación de indigencia y de la contradictoriedad en que se encuentra el «pensamiento laico». Francisco quiere acabar con los aspectos más descaradamente simoníacos de la Iglesia y con el culto a Mammón por parte dedemasiados cardenales y obispos. Perfecto, peroeso le importará solamente al rebaño de los fieles. Francisco clama contra la pedofilia del clero, pero mientras que no se les obligue a las diócesis a proporcionar a los jueces y a la policía toda la información que esté en su poder, para las víctimas, el cambio no será más que mínimo o nulo. Francisco se dispone a autorizar el acceso a la eucaristía a los divorciados, y esa será una excelente noticia para esos corderillos descarriados, pero ¿por qué motivo se supone que eso debería suscitar el entusiasmo de los infieles, los agnósticos y los ateos?
Ciertamente, Francisco emplea un tono que ya no es el de los lúgubres anatemas de Wojtyla y Ratzinger cuando, a propósito de la homosexualidad, ha dicho: «Quién soy yo para juzgar»; pero, al fin y al cabo, ¿en qué se ha traducido, en el plano mundano, el de las relaciones entre «Dios y el César», ese cambio estilístico?
Porque, desde un punto de vista laico y democrático, ese debería ser el único tema verdaderamente relevante, el banco de pruebas, el papel de tornasol: ¿acepta el nuevo papa la libertad de todos los ciudadanos, esa libertad que toda democracia merecedora de tal nombre está obligada a garantizar? ¿O, al revés, tiene intención la Iglesia de seguir imponiendo por medio de la ley, y hasta donde le alcancen las fuerzas, su propia moral, con el pretexto, filosóficamente ridículo, de que esa es la moral que coincide con la «ley natural»?
En una democracia, en efecto, existen valores que no son realmente negociables. El derecho inalienable de cada uno a disponer de su propia vida, que queda amputado cuando a uno no se le reconoce el derecho a la propia muerte, el derecho de un enfermo terminal a escoger la eutanasia, el suicidio asistido, en el final de una «vida» que ya no se vive más que como tortura. La igualdad respecto del sexo y la orientación sexual, que seguirá siendo una farsa mientras el matrimonio homosexual no llegue a ser lo normal. Por el contrario, la Iglesia católica está hoy más comprometida que nunca en impedir el reconocimiento de estos derechos, aunque que no afecten al derecho de los demás, de aquellos creyentes que prefieran no utilizarlos.
Es más, al amparo de las sonrisas y las loas a la misericordia de Jorge Mario Bergoglio, la Iglesia Católica Apostólica Romana ha intensificado su cruzada contra las libertades de los ciudadanos en todos aquellos lugares en que ha visto la posibilidad de hacerlo. En España se ha llegado a poner en discusión el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio embarazo. La cruzada contra la legislación sobre el aborto alcanza también a Polonia o a Irlanda. En Italia, hay regiones enteras en las que, en la práctica, ha triunfado ya, con el recurso masivo a la objeción de conciencia de los médicos. En Francia, la que en tiempos era la laicísima Francia, participa en las manifestaciones multitudinarias contra el matrimonio homosexual.
En suma, la Iglesia de Francisco no parece estar en absoluto dispuesta a renunciar a «dar a Dios lo que es de Dios» también en la vida pública, es decir, a dejar de imponer mediante la legislación civil su propia doctrina. Y, al revés, está consiguiendo atraer a la causa de la presencia de la religión en la esfera política a pensadores «laicos» del calibre de Habermas y de Ferry (Jean-Marc). Cuando la condición (necesaria pero, obviamente, no suficiente) para la democracia sería el ostracismo de Dios del debate público y del ethos cívico.
Paolo Flores d’Arcais es autor de Por una democracia sin Dios publicado por Editorial Trotta.