Nos acaba de alumbrar Alberto Ruiz Gallardón en el Senado que no se le puede expropiar la mezquita de Córdoba a la Iglesia porque el capricho le saldría a los españoles en un pastizal. “¿Calculan ustedes lo que puede valer la mezquita de Córdoba? ¿Por qué propone usted que le demos a la Iglesia católica ese dinero cuando, con ocho euros [el precio de la entrada] podemos disfrutar de la mezquita?”, soltó nuestro afamado ministro en el Senado al ser preguntado sobre el tema por un señor muy de Izquierda Unida. Recordemos la historia, que es reciente. En 2006 la Iglesia inscribió el templo como propiedad pagando 30 euros –treinta monedas, siempre treinta monedas–, no la millonada que dice Gallardón que tendríamos que apoquinar nosotros. Así que le actualizamos a la Iglesia esos 30 euritos con el IPC y regresamos la propiedad a todos los españoles. No sería mal negocio para las arcas públicas. Manteniendo el precio de la entrada, a ocho euros por 1,2 millones de visitantes anuales, nuestro atribuilado país ingresaría dineros suficientes para sufragarle las multas de tráfico a Esperanza Aguirre y la ITV a Cristina Cifuentes.
A mí me da la impresión de que Gallardón es un poco manipuladorcito. Ya la semana pasada se soltó la melena asegurando, en un artículo en El País, que el mismísimo Gabriel García Márquez le había telefoneado hace seis años para que no abandonara la política, tal y como nos había amenazado. Está claro que, dada su ideología socialista, el pobre Gabo no podría descansar en paz sabiendo que deja a España huérfana de la sabiduría política de nuestro repeinado prócer. Uno imagina sin esfuerzo al colombiano dando vueltas alrededor del teléfono, mesándose el bigote, y buscando la palabra exacta para evitar que Gallardón no abandonase nuestro bajel en su incierta deriva hacia el abismo abisal.
–No lo hagas, Alberto. Todos somos contingentes, pero tú eres necesario –debió de decirle Gabo.
De hecho, a mí me llamó minutos después que a Gallardón para augurarme terribles cataclismos en nuestro país si la renuncia se consumase, y lloré amargamente por España, en plan Machado. Aquel día de hace seis años Gabriel García Márquez se gastó en teléfono bastante más pasta de la que le costó a la Iglesia inscribir como propiedad la mezquita cordobesa.
El lector se preguntará cómo es posible que Gabo telefoneara a Gallardón, a quien apenas conocía, y cómo la Iglesia puede poner a su nombre toda una mezquita por 30 pavos. Al primer arcano no le hallo respuesta, en mi ignorancia. Al segundo se la encuentro en un privilegio franquista que data de 1946, y que permitía –y permite– a los obispos inscribir templos, cementerios, bosques públicos y jardines, conventos, y prácticamente lo que les dé la gana, porque así lo quiso quizá Dios, aunque yo más bien maliciaría que fue el mismísimo Diablo. Ahora parece que la nueva ley hipotecaria va a corregir aquel divino designio, pero me da la impresión de que ya es un pelín tarde, pues los obispos se han adueñado ya de todo lo que se querían adueñar, salvo el parque del Retiro y el Santiago Bernabéu.
De la llamada de Gabo y de los millones que nos costaría rescatar la mezquita se infiere que quizá Gallardón sea un poco mentirosillo y que nos toma por gilipollas, cosa esta segunda que no me parece tan mal, ya que le llevamos votando desde que era un imberbe. Y con esto yo creo que ya queda dicho todo.
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