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Laicidad escolar: una exigencia de emancipación

La libertad de conciencia no puede ser reducida a lo que impropiamente llamamos «libertad religiosa».Desde un punto de vista laico, la libertad de conciencia debe ser igual para todos.

Han pasado diez años desde la aprobación de la ley, resultado de los trabajos de la Comisión Stasi. Esta ley, destinada a proteger a los colegios de los conflictos de afiliación religiosa prohibiendo los símbolos religiosos ostensibles, ha sido beneficiosa. De un modo eficaz la ley ha disuadido a los diversos proselitismos de tomar el colegio como rehén. Hoy, sobre el terreno, las reivindicaciones comunitaristas son muy raras, casi inexistentes. Algunos colegas de la enseñanza han publicado recientemente un artículo en el que solicitan la derogación de esta ley. Ellos apelan a la justicia social, y en este punto no puedo estar de acuerdo. Pero se agarran a la ley de 2004 de una manera, a mis ojos, infundada. Habiendo sido antiguo miembro de la comisión Stasi, tengo la intención de responderles. No puedo dejar que todo se mezcle ni alegar cosas falsas relativas al sentido de esta ley laica y sus efectos reales. No hay que elegir entre la emancipación social y la emancipación laica. Jaurès ha mostrado que ambas son solidarias.

¿Cuál es la cuestión principal del debate? La función emancipatoria de la escuela laica. Una función esencial para las mujeres, las víctimas de la homofobia, el racismo o la xenofobia, de la discriminación entre ateos y creyentes. La ley del 2004 fue haciéndose eco de una circular del Ministro del Frente Popular Jean Zay, asesinado más tarde por la milicia pro-nazi, quien en 1937 prohibía los símbolos religiosos dentro de la escuela después de haber prohibido los símbolos políticos. La época era terrible. Las ligas fascistas golpeaban el pavimento con sus eslóganes antisemitas, y ciertas ideologías hostiles a las conquistas sociales osaban proclamar “antes Hitler que el Frente Popular”. Un ejemplo histórico como este muestra que la laicidad fue aplicada entonces para sustraer a las escuelas de los conflictos que podían surgir de los proselitismos religiosos tradicionales de Francia, principalmente el de un catolicismo poco depurado de antijudaísmo, convertido en antisemitismo y manifestado a ocasión del asunto Dreyfus.  Proteger a la Escuela de los proselitismos religiosos sean cuales sean, tanto hoy como ayer, consiste en permitirle cumplir su función emancipadora, no por una contra- propaganda, sino por un trabajo de fondo que promueve el saber y la autonomía del juicio en cada estudiante, permitiéndole de este modo el resistir a las imposturas monstruosas del racismo, del machismo, del otro en tanto que otro.

Hace falta evidentemente combatir hoy a aquellos que sólo admiten la laicidad que se vuelve contra los ciudadanos de confesión musulmana, como hace la extrema derecha. Pero también hace falta refutar a aquellos que fingen creer que la laicidad se da de un modo efectivo, como una izquierda compasiva cegada por la idea de que toda exigencia de discreción y neutralidad en la celebración, en el seno del colegio, es draconiana.

También hace falta recordar que la libertad de conciencia no puede ser reducida a lo que impropiamente llamamos “libertad religiosa”, no más de lo que podría ser la “libertad atea”. Estas dos raras nociones manchan un principio general privilegiando una versión particular. La igualdad de derechos de los diversos creyentes y de los ateos excluye todo privilegio de reconocimiento institucional de la religión. Esta no debería gozar de un estatuto público mientras el ateísmo esté mantenido en la esfera privada. Excepto para promover una discriminación, tal y como desean los lobbys religiosos de la comunidad europea. Desde un punto de vista laico, la libertad de conciencia debe ser igual para todos, y sólo la igualdad en el trato de las opciones espirituales garantiza una exigencia tal.

Después de esta retirada de principios, una actualización concerniente a la ley de 2004. Esta no tiene una “ley sobre el velo”. Hay que acabar con esa falsa apelación que quiere acreditar su dimensión discriminatoria. No es porque la extrema derecha quisiera reducirla a eso que hay que creerla. Está exenta de juicios de intenciones. Basta con ir al texto de la ley para saber que se refiere a todos los tipos de signos religiosos ostensibles. Un joven que quisiera llevar dentro del espacio escolar un kippa o la cruz grande de las Jornadas Mundiales de las Juventudes Cristianas se encontraría con la misma prohibición que una joven con velo. Por ello, no llevemos a cabo el debate por falta de rigor, o por un proceso con intenciones insultantes para los miembros de la comisión Stasi, los cuales no buscaban una laicidad de geometría variable. Hago recordar que la misma comisión deploró la ausencia de colegios laicos en muchas ciudades francesas, y propuso suprimir la obligación hecha a las familias de Alsacia-Mosela que no quieren clases de religión para sus hijos de tener que solicitar una derogación. Esta llamada a la laicidad, en la ocurrencia, no visionaba el islam, sino los privilegios de la religión cristiana, tal que permanecen del hecho del concordato napoleónico, supervivencia injusta que obliga a los contribuyentes ateos o agnósticos de toda la República a financiar los salarios de los curas, los pastores y los rabinos. Un pico en tiempo de vacas flacas para los servicios públicos. ¿Cuál es la razón de ser de la ley 2004? No la de obstaculizar la libertad la expresión de fe, sino de regularla de acuerdo con la finalidad de la Escuela pública y del hecho de que está abierta a todos. Esta finalidad es el intercambio del conocimiento y la autonomía del juicio, con la vista puesta en la emancipación. Ello requiere serenidad, algo incompatible con el posible conflicto derivado de la exhibición de pertenencia a un credo. Se trata de organizar mejor la coexistencia armoniosa de estudiantes de múltiples tradiciones y ello no puede hacerse si la escuela pública se transforma en un lugar de manifestación. De donde se deriva una exigencia de neutralidad confesional tanto para estudiantes como para profesores, inseparables en el acto de enseñanza.

La escuela no es la sociedad civil. Debe emanciparse en la medida máxima posible, para hacer que los alumnos vivan juntos sustrayéndolos de los condicionamientos que se producen en nombre de identidades colectivas más o menos exacerbadas por las distintos comunitaristas. La escuela debe asimismo marcar distancia a todo marcaje que pretenda consagrar un sexo. ¿Cómo puede la Escuela cumplir su rol emancipatorio si está sometida a manos de grupos de presión religiosos y tradiciones retrógradas que se ejercen incluso más fácilmente en esa temprana edad que no permite a los estudiantes resistir? Por extensión, podríamos hacer el mismo inciso en relación a los condicionantes publicitarios que intentan introducirse en el espacio escolar para someter las conciencias mientras que la instrucción pública trata precisamente de emanciparlas.

Ningún lugar de vida común puede sostenerse sin reglas. ¿Por qué la escuela sería la única institución que debe hacerlo? En los países anglosajones, el uniforme es obligatorio en la mayoría de colegios. ¿Acaso los juzgamos de draconianos por ello? En la Francia laica, la inquietud de preservar a los colegios públicos de los conflictos de pertenencia se subordina a la voluntad de promover aquello que puede unir a todos los estudiantes bajo una perspectiva emancipatoria. La escuela no puede gastar lo que divide o provoca la confrontación. Jean Zay lo recordaba: los conflictos religiosos y políticos de los adultos no deberían invadir el lugar de la escuela y tomar a los estudiantes como rehenes marcándolos con signos ostensibles casi pasionales.

La escuela laica no está ni a favor ni en contra de la religión o el ateísmo. Por el contrario, se abstiene de tomar partido, lo que no le impide llevar al conocimiento de los alumnos, bajo al interés de la simple instrucción, el contenido de la religión y el humanismo ateo. Sin proselitismo, y con una distancia reflexiva. Imaginemos simplemente a un joven que manifiesta su fe por un signo religioso ostensivo, y se encuentra con           un joven ateo que lleva una camiseta en la que se puede leer en letras grandes: “Dios no existe”. En este caso no estamos situados en la expresión del diálogo de las diferencias, sino en la confrontación provocante de las militancias, a menudo reglada por mimetismos identitarios. ¿Podemos olvidar que en ciertos casos la retención y discreción forman parte de la civilización, y también del aprendizaje de la capacidad de distanciarse uno mismo? Esta forma de libertad interior es un factor de tolerancia mucho más seguro que la apología de la manifestación desenfrenada independiente del contexto. Montaigne decía: hay que distinguir la piel y la camisa. No exigir ninguna toma de conciencia de sí corre el riesgo de desembocar en el fascismo. Seamos claros. No se trata de desinfectar el espacio de la escuela y de prohibir toda reflexión acerca de las religiones y el humanismo ateo. Pero el papel de la escuela es el de promover de modo constante el enfoque reflexivo y distanciado, el diálogo racional. Esto no equivale a promover el choque de opiniones y posturas intransigentes entre sí. La escuela debe en su propio seno rechazar cualquier lógica que responda al «choque de civilizaciones».

Por otra parte, cabe señalar que los estudiantes, seres en construcción, aún no son ciudadanos, y que sus afiliaciones, incluso asumidas con vigor, son más a menudo una herencia de familia que una elección personal reflexionada y completamente controlada. La ostentación es entonces una expresión por poder, a menos que sea una provocación más o menos reactiva. En ninguno de estos casos, tiene que ser promovida bajo el pretexto de la libertad de expresión. ¿Por qué? Porque el papel de la escuela es el de promover un proceso de construcción de un ciudadano informado. Por tanto, no puede atribuir a los estudiantes el mismo grado de la libertad que el de adultos mayores. En lugar de encerrarlos de este modo en su sometimiento a posturas de identidad y manifestaciones religiosas ostensibles, es importante hacerles practicar, a través del estudio y la reflexión, de un distanciamiento que no tiene nada que ver con la negación, sino que tiene relación con un llamamiento a ser más libres para vivir cualquier afiliación (religiosa o no). Del mismo modo que es importante darles acceso a la biología y la historia, la filosofía y la educación física y el deporte, a contrapelo de todo oscurantismo practicado en nombre de la religión.

Siendo profesor de filosofía, se me ocurrió pedirle a un joven cristiano que no llevara la gran y carismática cruz que portaba en su pecho a ocasión de las JMJ. También me ocurrió algo similar con un estudiante que decía ser nietzscheano y que quería ir a la escuela con una camiseta donde ponía «Dios ha muerto». Es esencial hacer ver a unos y a otros que la libertad de expresión no reside en de ningún modo en la exhibición espontánea de aquello que creemos ser. La dimensión virtualmente conflictiva de este modo introducida en la escuela debería ser suficiente para refutar la legitimidad de este tipo de eventos. Y la preocupación de lo que contribuye la emancipación debe oponerse al “espontaneirismo” que exalta la diferencia permaneciendo ciego a los riesgos del confinamiento comunitarista. No es en absoluto cierto que la Ley de 2004 haya tenido efectos negativos. Todo lo contrario. Cierto apaciguamiento ha sido resultado de la claridad de una ley nacional no negociable, que libera a las escuelas de las presiones comunitarias locales.

Con demasiada frecuencia las posturas compasivas conducen a socavar la laicidad, a provocar la duda sobre ella, o a abandonar la defensa de una impostura grave. Lo vemos con la caricatura que da el Frente Nacional pretendiéndola alistar contra una parte de la población. Es fácil no ser engañado por esta falsa manifestación. A pesar de su nuevo discurso, el Frente Nacional no es para nada un partido laico. El Parlamento Europeo se opuso recientemente con todas sus fuerzas a un proyecto de ley de una eurodiputada portuguesa que quería extender a todas las mujeres de Europa el derecho a la anticoncepción y el aborto. De este modo, se ha visto reforzada la hostilidad retrógrada de los tres monoteísmos hacia la separación entre el derecho civil y norma religiosa. ¡Extraña modo de defender el laicismo aquel que consiste en suscribir a los prejuicios patriarcales como algo sagrado! No se oye al Frente Nacional indignarse por el Concordato de Alsacia-Mosela, o  por las subvenciones públicas para mantener signos religiosos católicos. No dice nada sobre la financiación pública de las escuelas religiosas privadas, o de la violación de la neutralidad laica de los funcionarios que asisten a ceremonias religiosas en el ejercicio de su función. Sin embargo sí que, se rebela contra la abundancia de oraciones musulmanas en algunas calles. Decirse laico únicamente en este último caso no debe engañar a nadie.

Una cosa está clara, la cual prohíbe confundir el laicismo con su caricatura: todo uso discriminatorio de la laicidad contradice lo que funda y define su alcance universal, a saber, la igualdad y la libertad para todos. Así que no podemos confiar en esta actitud de invalidar la laicidad ella mima.

Por Henri Peña Ruiz (traducción al español: Daniel Peres Díaz)

Autor del “Diccionario amoroso de la laicidad” (Plon, Paris 2014), antiguo miembro de la Comisión Stasi sobre laicidad en la República.

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