«¿Qué pintaba un arzobispo en un acto de pedestre albañilería? ¿Y qué pintaba dicho séquito, formado por representantes públicos de una ciudadanía plural, religiosamente hablando, arropando la figura carnavalesca?», son preguntas que lanza el autor al referirse al acto de la colocación de la primera piedra del cuartel de la Guardia Civil en Fitero. Una presencia que considera coherente con el sentido institucional de su fe en el nacionalcatolicismo de UPN y PPN, que contrasta con la tibia posición mostrada por un PSN -cuyo representante Lizarbe llegó a besar la imagen de San Miguel de Aralar en el Parlamento- que no para de darse cabezazos en la «piedra de la aconfesionalidad».
En Navarra es bien sabido que el hisopo no es incompatible con ninguna realidad material existente, excluidos los profilácticos. Todavía no se ha visto a ningún sotanocretácico bendecir una fábrica o tienda de gomas. Y no se entiende. Si se bendicen armas, tanques, aviones de combate para matar mejor y de forma santa, y se hisopan camiones, trenes y autopistas para que los accidentes y muertes que ocasionan sean de los que ya estén contabilizados en el libro de la Providencia, no se comprende por qué razón cartesiana no son aspergeados los preservativos, artilugios que salvan al ser humano de tanta letal enfermedad. Si lo que toca el hisopo adquiere una naturaleza que le hace inmune a cantidad de maleficios, ¿por qué el condón sufre semejante discriminación por parte de la iglesia? Seguro que si los goteara cantidad de enfermedades, que tantos hombres venerean, se erradicarían.
Por el contrario, la iglesia no rechaza bendecir pedruscos aunque sean de la época oligocénica. Ha padecido desde san Pedro, roca teológica por excelencia, una morbosa inclinación hacia las piedras, especialmente si eran destinadas a una iglesia, a una catedral o a una humilde ermita. Siempre la piedra. Pero, ojo, piedras bendecidas y santificadas. Piénsese que, en la escala de la pétrea realidad, las piedras hisopadas son más que los cantos rodados y guijarros recogidos a orilla de un río aunque este sea el Jordán o el Éufrates.
Desde esta perspectiva pedrusca, es comprensible lo sucedido en el pueblo de Fitero, donde la primera piedra destinada para la construcción de un cuartel de la Guardia Civil fue bendecida por el hisopo de la máxima autoridad católica, el arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez. Como se sabe, el arzobispo, además de ser una autoridad en adoquines bendecidos, lo es en sociología, pues solo una mente como la suya puede advertir que «dar religión en las escuelas es signo de progreso». Si el concepto de progreso que anida en este cerebro hipotecado por lo clerical, es de la misma naturaleza que el que encuentra en hisopar un tosco pedrusco, apañados estamos. Cuesta, en verdad, entender el signo de progreso que contiene el acto de echar cuatro gotas de agua de grifo a un simple aerolito. Hablando de progreso, no habría estado mal para la salud de la sociedad que la Iglesia se hubiera limitado a practicar dicho progreso bendiciendo rocas, piedras y pedruscos. Miedo da el arzobispo cuando afirma que enseñar religión católica es un signo de progreso. ¿Hacia el precipicio?
Hacia el precipicio han empujado al pueblo de Fitero (Navarra) que necesitaba un consultorio médico y, en lugar de eso, le han endilgado la construcción de un cuartel. Menudo cambalache. Es un signo, qué duda cabe, de cómo entiende la autoridad del ramo el concepto de progreso. Tampoco habría que escandalizarse. España siempre prefirió la presencia de un militar a la de un médico, la de un cura a la de un científico.
Pues, bien, a esta frontera de Fitero, valga la redundancia, se dirigieron los poderes políticos y religiosos a bendecir la primera piedra sobre la que se erigirá un nuevo cuartel. Es curioso que el hecho de colocar una primera piedra de un edificio y bendecirla se considere en el argot político un acto institucional. Sería bueno saber cómo adquiere un acto cualquiera de la vida la categoría de institucional. Cuesta entender que poner una primera piedra en un agujero y bendecirla con agua del grifo sea tenido como acto institucional, y no un acto de sobresaliente estupidez supersticiosa. Y si son políticos institucionales los que otorgan dicho carácter, habría que preguntarse, entonces, qué hacían arropando a un hombre disfrazado de obispo arrojando un chorretón de agua a un ladrillo. Porque, si tal cosa recibe el carácter de institucional, significaría que lo institucional está en horas semánticas muy bajas.
En fin, aceptémoslo sin sobresalto alguno. Fue un acto institucional aunque no por el acto en sí mismo, sino por los trogloditas que asistieron al evento: el arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez y su hisopo, el ministro de la verja, Jorge Fernández, amigo íntimo de santa Teresa, la presidenta del Gobierno de Navarra, Yolanda Barcina y su bromatología andante, y varias autoridades más. Nunca hubiera pensando que se necesitara tanta gente institucional para colocar una primera piedra institucional de un cuartel de la Guardia Civil institucionalizado en diferido.
Digámoslo una vez más. ¿Qué pintaba un arzobispo en un acto de pedestre albañilería? Además de romper la estética de las vestimentas del resto de los oficiantes, ¿qué hacía una autoridad religiosa en un acto esencialmente civil, aconfesional y ajeno a cualquier planteamiento teológico? ¿Y qué pintaba dicho séquito, formado por representantes públicos de una ciudadanía plural, religiosamente hablando, arropando la figura carnavalesca de un arzobispo católico manejando un hisopo? ¿Acaso el arzobispo de Pamplona hisopa mejor que el mullah o ulema de la mezquita de Tudela?
Navarra está acostumbrada a que las autoridades políticas vulneren el principio de aconfesionalidad del Estado. Y en el caso de Fitero, como dijo el representante de I-E., José Miguel Nuin, «sólo faltó Berlanga para decir cámara, acción». Estimulante y acertada insinuación, desde luego. Nuin propuso a la mesa de portavoces parlamentarios que se aceptara una declaración institucional donde el Parlamento foral considerara necesario que «las autoridades y cargos públicos del Gobierno del España y del Gobierno de Navarra respetasen el carácter aconfesional del Estado (artículo 16.3 CE)» y «no participasen en actos públicos donde se viole este principio constitucional».
No me detendré en la respuesta negativa de UPN y PPN, siempre coherentes con el sentido institucional de su fe en el nacionalcatolicismo, en contra de lo que marca la Constitución, esa carta magna que consideran intangible, pero que vulneran confesionalmente una y otra vez.
Recalcaría más la postura de los tibios. Me refiero al PSN, y, en esta ocasión, a Lizarbe. No son de recibo sus palabras: «la Constitución es muy clara respecto a la confesionalidad». Tan clara que Lizarbe nunca la cumple. Y siempre encuentra idéntica excusa: «en muchos actos cívicos y no solo en fiestas de los pueblos es algo habitual la presencia de representantes de la Iglesia católica, como lo es la presencia de políticos en actos religiosos». En efecto. Recuerden con qué unción y piedad besó el propio Lizarbe la imagen de san Miguel de Aralar en el Parlamento navarro. ¡Ni que estuviera absorbiendo un chupito de mascaró!
Que Lizarbe dijera que «desde un punto de vista estricto y constitucional no se tendría que participar, pero suele haber una demanda de ciudadanos de que participen en determinados actos religiosos», es para preguntarle para qué están las leyes que ellos mismos legislan. ¿Para pasárselas por la piedra hisopada de su cinismo? Desde luego, si el hombre común tropieza dos veces en la misma piedra, los socialistas en la piedra de la aconfesionalidad no paran de darse cabezadas. Así les va.
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