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La trascendencia

La aspiración a la inmortalidad no ha sido monopolio de las religiones. Hemos sustituido la aspiración a la gloria por la consecución del éxito

Hace unas semanas los medios de comunicación daban cuenta de dos noticias aparentemente inconexas pero que, como se verá, tenían vínculos entre sí. A través de la primera se nos informaba del fallecimiento de dos personas en Chicago. Al tratar de recuperar los smartphone que se les habían caído en el río helado dejaron la vida en el intento. Era un acto absurdo, desde un cierto ángulo, aunque, desde otro, estuviese lleno de significado y fuese simbólicamente representativo de las pulsiones de nuestra época.

También la segunda noticia nos trasladaba a un escenario absurdo y representativo al unísono. Un club de fútbol —el Barcelona—, siguiendo el ejemplo de otros clubes europeos, había presentado públicamente el Espacio Memorial, un recinto funerario que albergaría las cenizas de todos aquellos difuntos que decidiesen escoger el estadio azulgrana como lugar de reposo para la eternidad. Los cálculos eran más bien optimistas y los dirigentes del club habían previsto, de entrada, 30.000 urnas individuales. El coste del columbario oscilaba entre los 3.000 euros para una concesión de 50 años y los 6.000 euros para las de 90 años. No se especificaba que sucedería con el contenido de las urnas más allá de este límite. Además de poder expresar, de este modo, un amor perenne al club resultaba sorprendente otro argumento utilizado: el Espacio Memorial evitaría una práctica frecuente de algunos aficionados que aprovechan las excursiones turísticas al estadio para esparcir las cenizas de familiares en el césped.

De creer estas cifras —y son creíbles— este recinto fúnebre tendrá, en los próximos tiempos, más demanda que los otros cementerios de la ciudad. Supongo que, a estas alturas, nadie se escandaliza de este hecho. Más interesante es prestar atención a la estética funeraria que acompañará el sueño eterno de los fallecidos. Las urnas estarán decoradas con fotocerámicas que recogerán algunos grandes momentos de la historia del club. No sé si los propios difuntos, previamente, con un testamento, elegirán su gol favorito, o será el propio club, a través de algo parecido a médiums, el que atribuirá a cada huésped un determinado momento áureo desde el punto de vista futbolístico. El caso es que la gloria eterna quedará identificada con la gloria deportiva.

Y esa es, desde luego, la cuestión importante, pues no pienso que la iniciativa de este u otro club de fútbol sea un hecho excepcional sino, por el contrario, algo que encaja perfectamente con la sensibilidad de nuestra época, propensa a confundir la gloria con el éxito y la trascendencia con la inmediatez. De hecho, si hemos aplicado criterios propios de fast-food a los diversos ámbitos de nuestra existencia, desde los sentimientos a la sensualidad, ¿por qué no deberíamos aplicar criterios semejantes a la esfera de lo espiritual? Habitantes de nuestro propio vértigo, apenas tenemos tiempo para concebir una forma de trascendencia que no sea una suerte de fast-food para la conciencia. La ventaja de ofrecer el icono de un gol como imagen ejemplar del nexo entre la vida y la muerte es que nos evita cualquier complejidad espiritual mientras nos ofrece un consuelo idolátrico, tosco pero eficaz.

El tratamiento humano de la muerte y la pregunta —o falta de pregunta— sobre la trascendencia nos informa de la condición del hombre en cada momento. Durante miles de años, mediante el arte, la religión y la filosofía, nuestros antepasados se han interrogado sobre los límites de la existencia y sobre el enigma de la muerte. Al deseo de perdurar le acompañaba el temor a una extinción definitiva. Prácticamente todas las religiones se basan en el hecho de ofrecer una perdurabilidad que va más allá de la vida terrenal. Cuanto más sofisticado es un sistema religioso mayor es también la riqueza simbólica de la gloria o de la condenación ofrendadas. El arte y la filosofía no aseguran el más allá pero, como contrapartida, se confrontan con el misterio de la propia vida, tratando de dar respuestas en forma de nuevos interrogantes que den algo de compensación a nuestra fragilidad existencial. La entera historia del arte, desde las pirámides egipcias hasta el abstraccionismo moderno, podría ser contemplada como un despliegue del duelo sutil y pavoroso, expectante y desesperado, entre la vida y la muerte.

Este duelo no tiene solución, pero es una fuente inagotable de creatividad cuando transcurre por los cauces de la memoria. El arte y la literatura se fundamentan en la memoria. Los ritos fúnebres, también. Por eso la aspiración a la inmortalidad no ha sido un monopolio exclusivo de las religiones sino que también ha estado poderosamente presente en los pensamientos que se han fascinado por el enigma de la condición humana. Si lo inmortal no se dirigía hacia el cielo podía ser dirigido hacia la tierra, como lo atestiguan tantas expresiones elegíacas, desde los himnos épicos hasta los sencillos epitafios colocados sobre las humildes tumbas de un cementerio.

Sin embargo, la trascendencia aprisionada en la corriente de la banalidad es lo que desemboca en formas más o menos lastimosas de idolatría. Al parecer nosotros nos hemos acostumbrado a vivir sin lo divino pero tenemos una acuciante necesidad de lo idolátrico. Hemos sustituido la aspiración a la gloria por la consecución del éxito. Desechamos preguntar por lo trascendente porque queremos responder con lo inmediato. Enfrentarnos al enigma es difícil, complejo, exige que nuestra conciencia se ponga en tensión. Tenemos miedo a esta tensión aunque esto pueda llegar a ser enormemente satisfactorio moral y estéticamente. Rendirnos a los ídolos no requiere apenas esfuerzo y, a pesar de ser espiritualmente tan pobre, parece cómodo y accesible. Los ídolos son fáciles de construir y fáciles de derruir, olvidándolos. De ahí que sea coherente con nuestra época la proposición de espacios memoriales en los que se rinda culto a futbolistas. O a estrellas de cine, o a cantantes populares. Son templos para una espiritualidad fast-food en los que el deslumbramiento por lo trivial no es sino un peligroso desarme de la conciencia.

No obstante, para que la banalidad idolátrica se propague es necesario asimismo que los fetiches adquieran rango sagrado, y esa necesidad me hace retornar a la noticia de los dos ahogados en el río de Chicago cuando trataban de recuperar su smartphone. Para algunos este acontecimiento macabro es ridículo; pero quizá no faltarán los que verán a esos hombres dispuestos a sacrificar sus vidas por la salvación de sus móviles como a dos mártires de esa nueva liturgia fetichista que acompaña a la idolatría contemporánea. Esta vertiente sacrificial no es arbitraria si tenemos en cuenta que el smartphone no es solo un talismán y un apéndice anatómico sino que ha acabado adquiriendo, para el hombre del presente, atributos que nuestros antepasados hubiesen atribuido al alma, palabra que, justamente a causa de esto, se ha hecho innecesaria.

Como la muerte va siempre relacionada con eros, y antes me he referido al memorial tanático-futbolístico, no quiero acabar sin relatarles una minuciosa observación, compartida con un amigo, en un céntrico café de Barcelona. Se trataba de comparar cuántos transeúntes, mientras paseaban, tocaban (o rozaban) a sus parejas y cuántos tocaban (o sobaban) a sus móviles. La proporción fue de 10 a uno, a favor, naturalmente, como ustedes pueden suponer, de los móviles. Si las cosas son así —y ustedes pueden hacer cualquier día el mismo trabajo de campo que nosotros— no hay duda de que los mártires de Chicago deberían de tener, en nuestros actuales altares de la trascendencia, al menos, un sitial parecido al de los santos del balón.

Nietzsche creyó en algún momento que Dios había muerto y que esto abría un futuro esplendoroso a la humanidad. Tal vez tenía razón. O, tal vez, ahora gritaría, despavorido: ¡Dios, resucita y perdóname porque no sabía que aún podía ser peor!

Rafael Argullol es escritor.

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