Vienen del norte, vienen del sur, hacia Madrid, el rompeolas de todos los abortos, alli donde mueren prematuramente los derechos adquiridos durante siglos o décadas para convertirnos a todos en nasciturus de un nuevo orden que suena a viejo: el de la precariedad y el de la mordaza, el de la beatería y el clasismo, donde el liberalismo queda reducido a billetes de curso legal y la religión no sólo entra en los colegios públicos sino en las camas ajenas.
Le llaman el tren de la libertad y recorre España rumbo a la estación término del próximo 1 de febrero en Madrid. Se trata de una movilización nacida en Asturias pero que se ha extendido al resto del Estado para intentar paralizar la reforma de la Ley del Aborto que no sólo criminalizará en gran medida su práctica sino que nos devuelve a debates que ya pensábamos zanjados treinta años atrás: como el de cuándo se le puede llamar ser humano a un ser humano, sin que la respuesta esté definitivamente en el viento como hubiera querido Bob Dylan.
Es un tren que pretende que no descarrile la actual ley Aido, aprobada en 2010 y generalmente aceptada por la ciudadanía salvo para la clerecía del Partido Popular, la de quienes interpusieron un recurso de inconstitucionalidad contra dicha norma y ni siquiera parecen dispuestos a esperar que el Tribunal Constitucional se pronuncie al respecto. Lo llevábamos en el programa, proclamaba esta semana Mariano Rajoy, sin duda el presidente español que más incumplimentos programáticos acumula desde Adolfo Suárez.
La locomotora de este tren está hecha de convicciones meditadas y combatidas por las mujeres desde antaño y no desde la perspectiva de la ginocracia que denunciaba esta semana el obispo de Alcalá de Henares, ese barbián que está a punto de excomulgar a Clara Campoamor por haber logrado el sufragio universal y la participación femenina en los comicios electorales. El chucuchú de ese expreso atraviesa un país supuestamente aconfesional pero integrista cuyos ministros se encomiendan a Santa Teresa o a la Virgen del Rocío como las vituperadas teocracias musulmanas apelan a Allah o a Mahoma, que es su profeta.
Ellas sólo pretenden acudir al Congreso de los Diputados para entregar copias del manifiesto “Yo decido” al presidente del Gobierno, al ministro de Justicia a la titular de Salud, al presidente de dicha Cámara y a los diferentes grupos parlamentarios. Ese quizá sea el meollo de esta terrible encrucijada política: el temor del poder a que no sólo decidan las mujeres, hurtándoles y hurtándonos el derecho a gobernar su cuerpo, su maternidad, su presentey su futuro. Se han instalado en el dogma y de ahí, esta semana, las terribles palabras de Alberto Ruiz Gallardón: “Si sus derechos los ejerce frente a un concebido y no nacido,¿quien me dice que después, en otra legislación, no va a intentar ejercer sus derechos frente a una persona que efectivamente haya nacido?”. El ex alcalde progre emulando a Blas Piñar, nuestro Le Pen más cutre, al sugerir que la izquierda es asesina. Salvadas las distancias, ese derecho a matar a los adultos lo ejerció el franquismo, una dictadura de cuyo ala reformista nació el partido al que ahora representa y que quizá por ello se niegue a investigar sus crímenes.
Llegará presumiblemente a buen puerto ese tren. Pero hará falta nuevos vagones. Para que en esa movilización, por ejemplo, no sólo se sumen las mujeres sino aquellos hombres que creen que las políticas de igualdad no van en su contra sino en contra del machismo, esa galera turquesa que nos esclaviza a todos y a todas. Creíamos que las conquistas sociales eran irreversibles pero ahora empezamos a darnos cuenta de que avanzamos en un tren cremallera, a paso de cangreso y que no sólo, en esa cuestión tan sensible que es la del aborto, retrocedemos hasta mucho más atrás de 1985. Viajamos en el tiempo rumbo al nacional-catolicismo, esa anacrónica y feroz concepción del mundo, que provoca que un flamante cardenal andaluz del Papa Francisco pueda permitirse decir que la homosexualidad es una enfermedad y puede curarse, que un profesor pueda perder su plaza por ser gay o por haberse divorciado, o que un abogado de cuyo nombre prefiero olvidarme inicie desde su bufete una campaña dando por sentado que la mayor parte de las denuncias por malos tratos constituyen un embuste, en el país donde el feminicidio no se ha visto afectado por la crisis.
En los apeaderos de estos trenes, presentes y futuros, que buscan recobrar el kilométrico del progreso, deberíamos hacernos preguntas. Como, por ejemplo, ¿por qué al Partido Popular le está resultando tan fácil liquidar en dos años a buena parte de la España democrática? Quizá sea porque el PSOE y la izquierda en general olvidaron movilizar a sus feligreses, misa a misa, domingo a domingo. Sería deseable que cuando recobremos las vías de alta velocidad de las utopías a corto, medio y largo plazo, no dejemos que se humedezca demasiado la leña de los sueños; ese carbón imprescindible y en desuso al que alguna vez llamamos ideología. Nuestros adversarios la mantienen. Quizá por ello nos estén llevando a una vía muerta y hacia un túnel sin luz. Lo mismo tendríamos que cambiar, con cierta urgencia, de guardagujas.
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