Sería la autoestima y el orgullo de los ciudadanos turcos, la baza de la que se serviría Erdogan para ir disimulando el peligro: la preservación en el código penal de delitos de conciencia, que comportaban la deificación de Turquía.
Tres victorias electorales consecutivas dan para que uno pueda lanzarse al ruedo de la política nacional como un simple Erdogan y se transforme allí en un tirano más; en tal caso, repárese, no doy crédito a las voces enemigas que nos lo pintaron siempre como ahora, fiando a la llegada de la ocasión propicia su metamorfosis autocrática: ello supondría saber esperar y la virtud de la paciencia no la veo muy avenida al torrencial líder turco. Lo cierto es que los días de rosas y vino parecen querer irse de su lado para siempre, y quien aspiró un día a restaurar el añorado Imperio Otomano –o, al menos, la parte llamada Sultán– y convertirse en amo de Turquía primero (o incluso en zar turco, dada su similitud con Putin en su proverbial delicadeza en el trato con la oposición) y nuevo caudillo del mundo musulmán después, avalado por la imagen de una Turquía en galopante desarrollo económico y consolidado pedigrí musulmán-democrático, bastante tiene hoy con urdir nuevas tramas autoritarias con las que escapar de la red que la justicia está tejiendo sobre él, al precio de sacrificar definitivamente el matrimonio de su régimen con la democracia.
Las elecciones del próximo 30 de marzo revelarán si el cazador Erdogan ha sido cazado o si la democracia en Turquía empieza a ser su más preciado trofeo de caza.
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