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El ejército liquida la primavera egipcia

Una población a tal punto polarizada que ha reducido la posibilidad de una tercera vía a los restos del naufragio; unos restos del naufragiotan fragmentados que no sólo les está prohibido convertirse en punto de encuentro de los dos extremos irreconciliables, al modo de la clase media aristotélica, sino que boquean incluso para sobrevivir, pues ni tan siquiera la existencia de dos poderosos enemigos comunes ha conseguido su unificación. Mientras tanto, la violencia, el primer vínculo político común entre tales extremos, refuerza sin tregua las particulares murallas que aíslan a cada uno de ellos y lo enfrentan a su rival.

En esa lucha sórdida y sin cuartel, empero, lo más ruidoso de todo es el gran velo de silencio tendido sobre ella: salvo las llamadas de rigor al diálogo entre las partes -que el aire viciado de la atmósfera diplomática asfixia en su alcance como, también, en sus intenciones- exhaladas por determinadas potencias forzadas por su estatus, ni la Liga Árabe, ni los aliados específicos dentro de la misma, ni el Imperio actual, ni el Imperio que viene, ni el Imperio que putinea por volver, ni etc., hacen realmente nada por mediar y poner unas gotas de entendimiento en la situación: entendimiento a partir del cual la paz civil se sintiera lo bastante cortejada como para atreverse a entrar, aun de puntillas, en la escena. Un silencio ése que parece haber privado de historia al conflicto y de significación política a Egipto, y lo representa ante la mirada de la comunidad internacional como un infantil juego macabro librado entre púgiles autómatas sin más espectador que la muerte. Si alguien ignorase en qué consiste el silencio cómplice, el silencio que avala la violencia y su ley en una situación determinada, aquí tiene donde empaparse de la fórmula.
 
¿Y cuál es esa situación? Desde que el golpe de Estado del 3 de julio depusiera al único presidente legítimamente elegido en Egipto, el islamista Mohamed Morsi, la parábola de los acontecimientos, teledirigida ya autoritariamente por el ejército, no ha hecho sino precipitarse hasta completar el círculo iniciado con la libertaria revolución de Tahrir hace ahora casi tres años. Al principio fue el dictador Mubarak, firmemente apoyado por el ejército. Después la sociedad civil, mediante su revolución primaveral, trasladó la cuestión de la democracia al centro de la agenda política; la revolución cogió vuelo cuando se sumó a ella el movimiento religioso de los Hermanos Musulmanes y pareció asegurarse cuando, derrocado el tirano, unas elecciones democráticas trasladaron el poder hacia el eterno perdedor: el movimiento citado. El poder, entonces, puso fin al innatural idilio de la musulmanía con la democracia y en pocos meses demostró que la tiranía podía contar en Egipto con varios candidatos para imponerse aunque cambiara de personas y de forma. El poder hizo creer a Morsi y a sus acólitos ser dios, hasta que el genuino faraón del Egipto moderno, el ejército, aprovechando las nuevas protestas de los revolucionarios de la primera y democrática hora, y excusándose en la violencia que rompía la sociedad, se deshizo de la falsa divinidad con un simple golpe de fuerza, granjeándose la adhesión de los enemigos de la hermandad, incluida la de su sempiterna competencia religiosa: la de los salafistas.
 
Luego, el guión tan repetido: protestas ahora por parte de los partidarios del presidente derrocado, que acaban fortaleciendo al faraón; renovación de las mismas, cada vez más hostiles y violentas: y mayor fortalecimiento del extremo en el poder frente al extremo opositor. Y aquél abusa de su privilegiado lugar para arrinconar en la periferia social a los representantes de la mayoría de la población egipcia, respondiendo con vejaciones, tortura, encarcelamientos, muerte y otras formas de violencia a la practicada por la oposición, viciada ya hasta el punto de no diferenciar en sus atentados al régimen de la población civil; y al tiempo que deshumaniza a los detenidos degrada la ley a fuerza, golpeando con ella la justicia con brío creciente, por lo que el movimiento antaño en el poder se ve primero discriminado, después ilegalizado y ahora, en el golpe más terrible que se le ha infligido, asimilado a una organización terrorista.
 
Cuando se alcanza tan dudoso privilegio poco importa ya que el látigo de la ley proceda a asestar su último golpe ilegalizando el movimiento religioso y dictando su disolución. Declarar terroristas a los Hermanos Musulmanes es simultáneamente emancipar la política de la legalidad y convertir el arbitrio en norma. Y cuando el arbitrio deviene norma no es sólo el del Jefe el que lo deviene: no será entonces sólo Al Sisi el que haga “lo que quiera” (como reza el titular de un artículo de Die Zeit del 7 de diciembre referido al conjunto del ejército), sino que también el último peón del tablero, el policía de a pie educado por la ignorancia y civilizado por la violencia, se mimetizará al instante en jefe y, legitimado con el título de su uniforme y su porra, ejercerá de faraón pedestre, es decir, dispondrá a su antojo del destino de cualquier ciudadano cual si se tratara de una divinidad. Hay ya diversos relatos que narran hechos así.
 
¿Y qué sucede cuando se conculcan los derechos de los representantes de una parte mayoritaria de la población? En efecto: que se conculcan los de toda la población. A fecha de hoy, los derechos humanos han sido declarados persona jurídicanon grata y la democracia persona política non grata. Y sus partidarios han sido declarados personas inexistentes: o se alinean con quienes hacen la ley violando la justicia o con sus ajusticiados, con el riesgo de correr idéntica suerte. El círculo ha vuelto así al punto de partida, con los militares amos de Egipto, si bien aún sin su Mubarak definitivo que los oculte tras las bambalinas; los Hermanos Musulmanes en la oposición –y quizá pronto ni allí-, y los demócratas deambulando desorientados tras el tesoro robado y ansiando recuperarlo.
 
Por lo demás, no hacía falta alguna consultar a la pitonisa para saber que el camino se convertiría en círculo con la ocupación del poder por los militares y desalojando del mismo por la fuerza a su injusto titular legítimo. La democracia, por naturaleza, es inclusiva y se basa en procedimientos legales. Cuando por la fuerza se expulsa de su ámbito a un sector de la sociedad ya, automáticamente, se la ha expulsado a ella de la arena pública. Que la intención del ejército fuera acabar con la revolución de febrero acabando con Morsi y sus seguidores era patente desde el acto originario, fundante del renovado antiguo régimen, de su deposición.
 
¿Cuál puede ser el destino de Egipto? Los hay optimistas, cierto, pero no parecen contarse entre quienes veneran ya la futura Constitución previendo sus efectos, dado que sanciona el statu quo al refrendar el papel faraónico del ejército. Sí son visibles, en cambio, entre los antiguos inquilinos del poder, como Mustafá Shawki, uno de los líderes del partido político de Justicia y Libertad, quien afirma: “la estupidez del gobierno será lo que acabe reconciliándonos [con los partidarios de la democracia]. Cuanto más se intensifique la tiranía, tanto más fuerte será nuestra unión”.
 
Supongamos que tenga razón: eso implicaría olvidar la estupidez de su gobierno, que fue lo que reconcilió antaño al ejército con los demócratas, fustigados por Morsi, y al revés durante los primeros momentos del golpe. Pero, aun así, supongamos que tenga razón: ¿cuánto tiempo durarán juntos los antiguos enemigos una vez desaparecido el enemigo común? ¿En torno a qué programa pueden acordarse dos sujetos unidos por un enemigo irreconciliable con ambos, y que de no ser por él serían ellos los enemigos irreconciliables? ¿Y qué podrían hacer juntos dos enemigos irreconciliables aparte de intentar derrotar al tercero común? Los esfuerzos comunes desplegados en el curso de esa lucha, ¿darían lugar a nuevas fórmulas de entendimiento que les permitieran seguir juntos?
 
Eso sería olvidar a su vez que la “estupidez” del primer olvido era totalmente lógica, esto es, que el gobierno musulmán, actuando como actuó, no hizo sino poner en práctica sus principios, o lo que es igual, que la fe musulmana no necesita corromperse para ser en esencia una fe antidemocrática, y que al ser tan desiguales en fuerza los demócratas no podrían sino sucumbir –física, política e ideológicamente- frente a los cofrades de Mahoma and Company. En unos pocos meses el gobierno Morsi mostró con naturalidad su esencia totalitaria, o lo que es igual, la urgencia de una transformación radical del Islam si quiere sobrevivir en una sociedad democrática, o mejor, para dejarla sobrevivir.
 
De otra parte, la actuación del faraón militar confirma paso a paso que en las sociedades autoritarias la soberanía es la mayor celada preparada por la historia a los derechos del hombre: el foso que traza en derredor del Estado a fin de garantizar su autonomía internacional sirve en el mejor de los casos para mendigar con dignidad en el exterior un papel de peón en las afueras del Imperio, tal y como la aristocracia rusa mendigara al zar en el siglo XIX el reconocimiento del derecho a la “servidumbre hereditaria” para su exclusivo uso; se trata, pues, de un foso útil sólo para separar el palacio de sus siervos en el interior, y para ahondar la brecha entre legalidad y justicia, entre poder y libertad. Sin una intervención de la comunidad internacional, amparada en un nuevo marco jurídico reconocido por la misma, y hasta que un cataclismo no modifique su rumbo, el destino de Egipto se halla abocado a continuar escenificando ese cementerio de los muertos vivientes que una vez más define la arena pública egipcia y que parece girar sin apenas tregua en el carrusel de su historia.

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