Lo que pagamos por disfrutar de dicha primacía de la Iglesia Católica en España no es cuantificable. Ese impuesto intangible se traduce en leyes que le otorgan mucho más poder, como la LOMCE o la reforma de la Ley del Aborto
Libertad, cada vez menos. Igualdad, poca. Y de fraternidad, mejor no hablamos. En España, cualquier hijo de vecino tiene que pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles pero la Iglesia Católica no. Tampoco tienen que hacerlo otros templos, al amparo de la Ley de Mecenazgo de 2002 y de otras exenciones que amparan a aquellas organizaciones inscritas en el Registro de Entidades Religiosas. Sólo que la penetración inmobiliaria del resto de las confesiones religiosas en España no es tan formidable.
A vista de pájaro, la Iglesia Católica cuenta con más de cien mil bienes inmuebles en España: su centenar de catedrales, sus siete universidades, más de cuarenta centros teológicos, una docena de colegios universitarios, más de cincuenta escuelas superiores, más de setenta instituciones superiores y un millar de monasterios, todo ello sin contar las iglesias propiamente dichas, los palacios arzobispales, los trescientos museos, las casas de ejercicios espirituales o los comedores y albergues que suele atender Caritas y otras organizaciones solidarias afines a dicha fe, que no siempre mantienen buenas relaciones con la jerarquía, tal y como ocurre con las hermandades y cofradías, ya sean de gloria o de Semana Santa, que también cuentan con su propia burbuja del ladrillo. Por no hablar de las propiedades aparentemente sin dueño que la Iglesia pone a su nombre de manera irregular y que incluyen casas de párrocos o de maestros, escuelas, ayuntamientos o incluso cementerios. Y es que hay que tener en cuenta que una reforma de la ley Hipotecaria en 1998, bajo el Gobierno de José María Aznar tan amable para con el Opus o los Legionarios de Cristo, permitió a la Iglesia que inscribiera alrededor de 4.500 propiedades, siempre y cuando no estuviesen previamente registradas. Con la simple firma de un Obispo, que adquirió por dicha vía la misma calidad que un notario. Todo un pelotazo digno del gilismo que nadie se preocupó en recurrir en su día. Como tampoco fue derogada dicha norma durante los ocho años de José Luis Rodríguez Zapatero en la Moncloa.
Súmense a todo ello sus más de cien mil hectáreas de terreno rústico, con explotaciones agropecuarias y latifundios que a veces superan cuatro mil hectáreas y que estarían pidiendo a gritos que resucitase Mendizabal. O un riquísimo patrimonio histórico-artístico, que también suele restaurar el Estado, a través del gobierno central o de los autonómicos. ¿A quién pertenece la catedral de Burgos? ¿Al Patrimonio Nacional? El obispado de Córdoba registro a su nombre la mezquita en 2006 por tan sólo treinta euros de tasas. Y sigue impidiendo, por ejemplo, que se puedan practicar rituales islámicos en su interior.
Nada que ver, desde luego, dicha opulencia con el voto de pobreza que, eccehomos aparte, cumplen a rajatabla numerosos religiosos, o con el compromiso a pie de calle de seglares católicos que combaten la crisis desde las trincheras más humildes. Entre los alamares de algunos altares y la modestia espartana de ciertos conventos hay el mismo abismo que entre las trapacerías de la Banca Vaticana y las florecillas de San Francisco de Asís.
En cierta medida, España constituye una suerte de paraíso fiscal para la Iglesia. Hace unos días, el pleno del Tribunal Constitucional declaró por unanimidad que era inconstitucional un precepto de la Ley Foral de Navarra que seguía los pasos del gobierno italiano en la imposición del pago del IBI a las propiedades del Estado Vaticano en su territorio. Así, el parlamento navarro aprobó en febrero una modificación de la Ley de Haciendas Locales, que exigía el pago de dicho impuestos a las diferentes religiones presentes en dicha comunidad. En julio, llegó Mariano y mandó parar; el consejo de ministros acordó la interposición del recurso de inconstitucional al amparo del concordato con la Santa Sede y con la Ley Orgánica de Libertad Religiosa que ampara a los evangelistas, a los judíos y a los musulmanes.
Seguimos, hoy por hoy, en las viejas coordenadas del anticlericalismo, que se reía a mandíbula batiente con algunas coplas populares: “Por la cierra de Lares,/ vienen bajando/ veinticuatro mil frailes/ tras un pan blanco”. O asentía ante las reflexiones del viejo arcipreste de Hita que conocía a su gremio: “Si tuvieres dinero tendrás consolación,/ placeres y alegrías y del Papa ración,/ ganarás Paraíso, ganarás salvación:/ donde hay mucho dinero, hay mucha bendición”.
El primer concordato entre el franquismo y Roma, que sacó a la dictadura de su aislamiento internacional en 1953, ya reconocía en su artículo vigésimo la exención de impuestos y contribuciones de orden estatal y local a muchos de sus inmuebles, aunque no aparecieran en aquella relación los macro-hoteles como el de los maristas en la localidad madrileña de Los Mollinos. Aquel acuerdo, que consagraba al catolicismo como la única religión española fue sustituido por otro concordato, firmado a 3 de enero de 1979, apenas seis días después de la entrada en vigor de la actual Constitución Española. ¿Cómo logró cerrarse tan rápidamente un acuerdo? Porque, después de la muerte de Franco, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, que tenía una clara penetración en numerosos políticos de la UCD y de Alianza Popular, e incluso de algunos partidos nacionalistas periféricos, se había puesto manos a la obra al poco de morir el dictador Francisco Franco, en aquel reformista año de 1976.
Y aunque la Constitución apostó por el Estado aconfesional, con la libertad ideológica, religiosa y de culto a bordo de su artículo 16, en el que se afirma que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, no se fundamentó un laicismo claro, sino que establecía una supuesta neutralidad religiosa del Estado con “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. ¿Por qué se menciona sólo a la Santa Madre y no a los evangelistas, a los musulmanes, a los judíos, a los ortodoxos o a los sintoístas? Se trataba de una clara cesión al poder vaticano, lo que algunos autores consideran como una declaración de “confesionalidad sociológica” por parte de los padres de la Constitución. Aviso a navegantes: son muchos quienes entienden que el Concordato sólo puede ser revocado con un nuevo acuerdo entre España y la Santa Sede, ya que no se encuentra legalmente prevista la renuncia unilateral al mismo: por mucho que Alfredo Pérez Rubalcaba se empeñe, la ruptura del Concordato supondría prácticamente la ruptura de relaciones con San Pedro, algo que probablemente no se entendería en la tierra de María Santísima.
Ese Concordato todavía en vigor no sólo impide cobrar el IBI a la Iglesia –lo que supondría ingresos aproximados a tres mil millones de euros al año para las arcas del Estado–, sino que excluye a la misma de otros impuestos como el de la renta (IRPF, que pasó del 0,52%, al 0,7% en 2007, casi al finalizar el primer periodo de gobierno de ZP) o los que afecten al consumo, como es el caso del IVA, que los obispos sólo empezaron a cotizar cuando terminó exigiéndolo la Unión Europea y que aún así han llegado a distraer en el precio de las entradas de algunos templos restaurados, por cierto, por entidades públicas como la Junta de Andalucía, que puso naturalmente el grito en el cielo por tal circunstancia.
En cualquier caso, el Concordato excluye el cobro de impuestos reales sobre renta y patrimonio, donaciones y sucesiones. Aún más: en 1982, se incorporó la célebre casilla en la declaración del IRPF que diferencia entre las aportaciones a las ONGs no confesionales –aunque muchas de ellas también sean católicas—o a la Iglesia, propiamente dicha. ¿Por qué sigue apareciendo entonces en los Presupuestos Generales del Estado un epígrafe relativo a pagos a cuenta de dicha partida? Nadie parece preocuparse en comprobar si el Estado destina más a la Santa Madre de lo que realmente recauda entre los declarantes que ponen la equis en dicho casillero. Diez mil millones suelen viajar cada año desde las arcas públicas a los tesoros de la curia española, cuyos cepillos parroquiales tampoco tributan.
A pesar de todo ello, el mayor impuesto lo paga España y sus habitantes a la Santa Madre. Lo que pagamos por disfrutar de dicha primacía de la Iglesia Católica en España no es cuantificable. Ese impuesto intangible se traduce en leyes que le otorgan mucho más poder, como la LOMCE, recientemente aprobada y que ha vuelto a catequizar nuestra enseñanza. O como la reforma de la Ley del Aborto, que nos llevará previsiblemente en breve hasta un tiempo anterior al que legalizó alguna de dichas prácticas en 1985. Cualquier español es libre de acudir a la eucaristía cada domingo o en fiestas de guardar, pero también tendríamos que librarnos el resto de comulgar necesariamente, durante todo el año, con sus ruedas de molino.