SON muchos los europeos que condenan las reacciones surgidas en el mundo árabe-islámico ante la publicación, en un periódico danés y luego en otros medios de prensa del continente, de unas viñetas satíricas en las que aparece el Profeta con una bomba escondida bajo el turbante. Dichas protestas están siendo interpretadas como una demostración de esa incompatibilidad entre islamismo y democracia en la que insisten de forma permanente no sólo los representantes de la ultraderecha europea, sino también buena parte de los intelectuales progresistas que se proclaman acérrimos defensores de los derechos democráticos (sólo de los individuales, porque niegan la existencia de derechos humanos colectivos). La situación puede empeorar gravemente, porque cuando se enciende una cerilla –en nombre de la libertad de encender fuego– en una gasolinera, lo esperable (o lo buscado) es que se produzca una explosión; como posiblemente se producirá una tragedia si dentro de una discoteca alguien grita fuego –haciendo uso de la sacrosanta libertad de divertirse.
La respuesta más contundente a las reacciones surgidas en los países de mayoría islámica ha venido desde los propios medios de comunicación europeos, que han hecho piña en defensa de la libertad de expresión. La inmensa mayoría de los líderes de la opinión publicada, con pocos matices, se han atrincherado tras la pancarta de la defensa del derecho a la crítica, que consideran amenazado e irrenunciable. La cuestión se está planteando, inadecuadamente, como una confrontación entre libertad de expresión y fanatismo religioso.
Por una parte, en nuestros países, ¿son los periodistas, literarios o gráficos, libres de expresar sus ideas y opiniones en los medios en los que trabajan? Delicada cuestión, respecto a la que me voy a permitir afirmar –porque no vivo de mis colaboraciones en la prensa– que desde luego que no. O, lo que es lo mismo aunque parezca contradictorio: que puede que sí… siempre que no toquen intereses cercanos a las empresas que les pagan (algunas de las cuales, afortunadamente, son más flexibles que otras) y no desborden los límites de la política editorial definida por dichas empresas. En cada país de Europa existen temas y cuestiones que son, de hecho, tabúes. Por ejemplo, Albert Boadella, tan celebrado por haberse atrevido a caricaturizar sin piedad al honorable Pujol cuando era presidente de la Generalitat, e incluso a la Virgen de Montserrat como símbolo de Cataluña, jamás ha satirizado al Rey Juan Carlos o a la Virgen del Pilar, patrona de la Hispanidad. Por su ideología, quizá nunca se le haya ocurrido hacerlo, pero ¿piensan ustedes que habría tenido las mismas facilidades para ejercer, entonces, su libertad de expresión?
Se me ocurren gran cantidad de cosas que son, entre nosotros, tabúes pese a lo sacrosanto de esta libertad. Aquí van algunas y que nadie piense que yo desearía verlas consumadas: una viñeta de la bandera vasca sobre los escombros del Hipercor de Barcelona; otra, con una catalana en el balcón del Banco de España (que, por cierto, tiene la española y a nadie escandaliza); una más, de un teniente general limpiándose las botas con la bandera constitucional; un collage del Papa con los cadáveres de miles de niños muertos por el sida; otro de la maja desnuda de Goya sobre el caballo del Señor Santiago… o varias más de la familia real, de militares de alta graduación o de miembros de la Conferencia Episcopal, cuyo contenido, para no romper el tabú, dejo a la libre creatividad de los lectores.
¿Por qué, quienes no reivindican todo lo anterior (cosa que yo no hago, porque lo consideraría un insulto a diversos colectivos, aunque hiciera disfrutar a otros) se consideran obligados a defender, por encima de cualquier otro valor, el derecho a acusar en una viñeta –una imagen sigue valiendo, a veces, más que mil palabras– a todos cuantos profesan la religión islámica, representada por Mohammed, de terroristas enmascarados? Parece evidente que la libertad de expresión sólo está garantizada cuando se usa contra los débiles y sus símbolos, nunca contra los de los poderosos.
La viñeta es todo menos inocente. Se trata de una provocación contra el mundo árabe-islámico, incluidos los millones de inmigrantes a Europa que pertenecen a él culturalmente, que ha estallado en el momento de la victoria electoral de Hamas en Palestina, cuando Irán es situado en el Eje del Mal por el delito de querer tener lo que ya poseen en Asia otros estados tan pacíficos y democráticos como Israel, Pakistán, India, China y Rusia, y cuando la islamofobia avanza en las legislaciones y en la práctica diaria de los países de la Unión Europea (observen, aquí mismo, la amplificación por gran parte de la prensa de las soflamas de la señora que encabeza la asociación contra la mezquita de los Bermejales). No seamos ingenuos: con esta campaña, que trata de contraponer, perversamente, el derecho de expresión y el derecho no ya al respeto a unas convicciones religiosas sino a la simple presunción de inocencia aun siendo musulmán, lo que se intenta, una vez más, es que una profecía se cumpla a sí misma. Y no me refiero a ninguna profecía de Mohammed, sino a esa profecía canalla de que es imposible la convivencia intercultural en el mundo y en nuestras propias sociedades porque los "otros", especialmente los árabe-islámicos, no respetan ni siquiera las libertades democráticas más básicas. Con lo que Occidente estaría legitimado para imponerse, por los medios que fuera necesario, a todos los "otros", en base a su supuesta superioridad moral. Fundamentalismo puro y duro, aunque no sea reconocido como tal.