Después de inflamar el ánimo patrio con Gibraltar, algún que otro popular con mando en plaza ya larga por la boca chica que entre las decenas de inmigrantes clandestinos que están llegando a la Península por vía marítima, tal vez figuren islamistas radicales. La bancada de la derecha seguramente batió las palmas, hasta que los aplausos acallasen las declaraciones de los dirigentes de su partido ante el juez del caso Bárcenas.
Puede que si, que vengan integristas, fundamentalistas o como quiera que se les diga o se les maldiga en román paladino. Sin embargo, yo no descartaría de antemano que, entre ellos, también lleguen mahometanos sin ira, cristianos extremos o animistas moderados. Es más, si hemos de hacer caso a la estadística, lo más probable sea que, entre esa horda de peligrosísimos muertos de hambre que gritan viva España cuando llegan las patrulleras de la Benemérita, abunden fugitivos de los enfrentamientos tribales o religiosos de Nigeria y de Mali o fugitivos de Somalia. Y si entiende que hay que estar ojo avizor con los supuestos apóstoles de Al Qaeda, salvo cuando son nuestros aliados a la hora de derrocar a Gadaffi, tampoco sería mala cosa conceder el asilo político y el estatuto de refugiado político a quienes vengan huyendo de su yihad o de los democráticos golpes de Estado que auspicia esta orilla del mundo cuando no nos gusta la decisión de las urnas en el norte de Africa, ya fuere en Argelia, ya fuese en Egipto.
La gente que viene a buscarse la vida siempre tuvo formidables problemas para cruzar nuestras fronteras. En cualquier caso, mucho mayores que aquellos que vinieron a buscar la muerte en el amanecer de Madrid o bajo la bruma londinense. Los muyaidines no suelen grabar un video antes de coger una zodiac fueraborda para jugarse el pellejo con un sinfín de mujeres y niños. Suelen venir, en cambio, en vuelo regular y amables funcionarios les dan la bienvenida antes de comprar en los grandes almacenes la mochila en las que llevar las cargas del infierno rumbo a sus objetivos finales. Son asesinos mortales y no muertos vivientes como los otros, como los tiesos, como los almamías, como los que sólo tienen el empuje suficiente para cruzar Africa, saltar los nuevos muros de la vergüenza de Ceuta o de Melilla o el foso de los muertos invisibles que va desde el Estrecho de Gibraltar al Estrecho de Messina.
En plena época de las vacas gordas, solía decirse que no convenía regularizar a los sin papeles porque tales campañas podrían suponer un perverso efecto llamada para que todos los proletarios del mundo, habitualmente desunidos, les diera por iniciar la larga marcha hacia la Unión Europea. Los autores de semejante aserto debían pensar que los usuarios de los cayucos aguardaban bajo los baobabs senegaleses la puntual llegada del Boletín Oficial del Estado para informarles de los requisitos con los que poder ser explotados en un invernadero con todos los documentos más o menos en regla. Si estuvieran tan bien informados, ¿seguirían llegando a mansalva a la España de la deuda pública disparada y el paro exponencial, a los paraderos de Italia o Francia donde persiguen a modo a los gitanos, esos eternos y falsos eternos inmigrantes que llevan con nosotros quinientos años recibiendo a menudo el mismo mal trato que esos recién llegados?
Y ahí están, en breves balsas de juguete o almadías de goma en alta mar, ganando a nado la playa nuestra de cada día, con su brújula señalando hacia empresarios que habrán de explotarles sin derecho alguno y hacia Estados que probablemente no percibirán nunca el fruto de sus deberes o de sus impuestos: Ahí, como carne de cañón, los más afortunados, camino de un infame centro de internamiento de extranjeros, tal vez los menos hacia la expulsión y los más hacia el lado oscuro de nuestros suburbios, por no hablar de aquellos otros que, esclavizados por la mafia de una o de otra orilla, prostituirán sus manos o su sexo por un puñado de migajas.
En este loco y no tan cálido verano, los predicadores del alarmismo, aquellos que tapan con los débiles las fechorías de los fuertes, empezarán a hablar de invasión. Existe, es cierto. Nos han ido invadiendo, desde hace mucho, los ladrones de almas; los que hurtaron hace mucho los valores de la solidaridad, los que renunciaron a la ética a favor de la religión del miedo y han logrado acabar de una sola tacada con las becas para los hijos de los españoles y la cooperación para los hijos del viejo colonialismo. Ahora, siguen gobernando bajo una mayoría absolutista en la que ni siquiera la Defensora del Pueblo le defiende de los desahucios y en donde los herederos ideológicos de aquellos a los que pretendió juzgar Baltasar Garzón antes de que lo condenasen a él, alzan el brazo en público sin que nadie dimita, legislan con la vara de medir de crucifijos oxidados, desprecian a los gays o amenazan bajo svásticas a Shangai Lily, pongo por caso. Ellos han ido saltando voto a voto y casa por casa las líneas rojas de nuestras libertades, o desembarcado en supremos y constitucionales para que todo siga estando atado y bien atado. No son islamistas, pero son radicales. Sus dioses aguardan en las guaridas montañosas del FMI, en las oscuras medersas de la Comisión Europea y predican el libro sagrado del austericidio. En sentido estricto, no incitan al terror, pero dan miedo. Y no hay demasiadas voces que nos alerten sobre semejante peligro.