El profesor Francisco López Casimiro presenta una experiencia de educación laica que se produce en Granada paralea a la Institución Libre de Enseñanza en Madrid
Al despuntar el siglo XX, el día 10 de enero de 1901, precisamente durante este año se habría podido conmemorar el centenario, murió en Granada José Aguilera López, francmasón granadino, apóstol laico de la enseñanza de los trabajadores, que gozó de gran prestigio personal y profesional, reconocido hasta en la prensa nacional. Con ocasión de su muerte, los periódicos de la ciudad manifestaron sentimientos de dolor, y alabaron las cualidades personales y profesionales así como la obra de José Aguilera “cuya ilustración, alma grande y generosa, y amor al estudio, corrían parejas con su modestia”, decía El Heraldo GranadinoMás extenso y no menos elogioso era el artículo de Francisco Villa-Real publicado en El Defensor, del que extractamos algunos párrafos: “Espíritu nacido para el bien; trabajador incansable; liberal sin exageraciones de secta; católico sin fanatismos; maestro el más entusiasta por la enseñanza, muere hoy dejando en los que tuvimos la dicha de ser sus discípulos un vacío inmenso en la vida, pero endulzado por el grato recuerdo de sus virtudes, y de sus condiciones personales, así como de los días hermosos de nuestra niñez, cuando en su casa aprendimos a vivir, a rezar y a ser españoles. […] Maestro de todos, ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y adultos; que en su ferviente sed por la educación, no reparó nunca en sus clases ni en condiciones, sexo ni edad, y su palabra, su voluntad y su hermoso corazón, estuvieron en toda ocasión dispuestos, y al servicio de la enseñanza, que constituyó siempre el predilecto ideal de su trabajada existencia”
En los locales de la sociedad obrera “La Obra”, constituida un año antes por un grupo de masones, republicanos y socialistas, se celebró una reunión para honrar su memoria. El Ayuntamiento, por unanimidad, acordó consignar en acta el profundo sentimiento de pesar de la Corporación por la muerte del “veterano y celoso maestro”; costearle una fosa permanente para que en ella descansasen sus restos, y levantar sobre ella un sencillo monumento que perpetuase la memoria de “aquel hombre modesto que consumió su vida en la ímproba labor de instruir y educar a tres generaciones”. Añadía El Ferrocarril que “el venerable anciano merecía mucho más por su constancia en hacer el bien y su laboriosidad enseñando a los pobres, en las clases nocturnas de la simpática sociedad que presidía”
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