Recuerda Eugenio García Gascón en una de las entradas de La cárcel identitaria. Dietario de Jerusalén (Libros del K.O.) que el ex presidente norteamericano Jimmy Carter, que comparó en un libro la actitud israelí hacia los palestinos con el apartheid surafricano, es víctima por ello de una implacable persecución personal y familiar. Es un ejemplo de lo que se conoce como shjita yehudit (matanza judía), que persigue acabar con una persona o su reputación “sin derramar una gota de sangre”. En otros apartados, señala que quien escriba de forma crítica sobre el judaísmo “se arriesga a ser tildado de antisemita”, que “el tabú de lo judío y, por extensión, de Israel constituye uno de los mayores peligros que enfrenta la libertad de expresión de Occidente”, y que los ministerios de Exteriores y de Absorción “han reclutado a centenares de voluntarios para contrarrestar las críticas que recibe Israel en los diarios digitales de todo el mundo”.
El autor sabe muy bien de qué habla. No le conozco personalmente, pero sigo su blog Balagán en publico.es porque ofrece una original visión de la sociedad israelí y del conflicto con los palestinos que aporta elementos ausentes de la mayoría de los medios, algo que se explica porque ha dedicado más de 20 años a intentar entender esa compleja realidad desde el estudio, el compromiso y la experiencia personal. Decidió vivir en Jerusalén en 1991, cuando la Conferencia de Madrid abrió una esperanza de paz, un acontecimiento histórico (luego frustrado) que no quería perderse. Había entonces 50.000 colonos judíos en Cisjordania y Gaza. Hoy superan los 500.000, incluidos los de Jerusalén Oriental, ocupado desde 1967 y anexionado con posterioridad. Una evolución catastrófica que hace prácticamente imposible una solución justa y negociada, y que justifica el escepticismo sobre conversaciones como las que ahora mismo auspicia Estados Unidos.
El rechazo imprudente de la autocontención, la hipocresía y lo políticamente correcto, y la obsesión por presentar hechos incontrovertibles antes que palabras que solo sirvan para camuflar mentiras, han convertido a García Gascón en objetivo de una de esas venganzas judías o, cuando menos, en víctima de la fijación de un puñado de observadores que, de manera automática, le califican de antisemita apenas vuelca una entrada en su blog. Es probable que, en la medida en que este nuevo trabajo suyo –ambicioso y abierto a múltiples lecturas- tenga la difusión que se merece, ese hostigamiento se haga aún más persistente.
Como no tiene madera de mártir, el autor recurre a veces al arma defensiva de apoyar muchas de sus tesis en las voces críticas de intelectuales judíos, a los que, por el solo hecho de serlo, sería ridículo tachar de antisemitas. Como Ilan Pappé, cuyo libro La limpieza étnica en Palestina, desmonta la verdad oficial israelí sobre la guerra de 1948 y la consiguiente expulsión de centenares de miles de palestinos. O como Tony Judt, que piensa que se fabrican cínicos cuando se grita “¡antisemitismo!” cada vez que alguien ataca la política israelí o se defiende a los palestinos. O como Norman Finkelstein, hijo de supervivientes de Auschwitz y Majdanek, quien sostiene que, a partir de la guerra de conquista de los Seis Días (1967), se utiliza el Holocausto, malversando su memoria, para justificar los injustificables abusos israelíes.
García Gascón no es ni antisemita ni antiisraelí. Nadie que le lea sin prejuicios, aunque sea judío, podría creer tal disparate. En todo el libro no hay ni una sola mención que permita suponer que está en contra de la existencia del Estado judío. Tan solo denuncia -e ilustra con infinitos ejemplos- la injusticia con la que desde Israel se trata a la población palestina, el expansionismo de los colonos judíos en los territorios ocupados, la complicidad de los jueces en esa política de hechos consumados, el bíblico ciento por uno en el balance de víctimas de los enfrentamientos entre ambos bandos, el estrangulamiento económico que se extiende al suministro de medicinas y alimentos básicos a Cisjordania y Gaza, y la hipocresía de EE UU que, también con Obama, pretende ejercer de mediador neutral pese al apoyo incondicional a su gran aliado estratégico. ¿Es un antisemita quien diga estas verdades del barquero?
García Gascón desmonta el mito tan extendido en Occidente de que Israel es una democracia, o de que lo sea para todos sus habitantes. No basta con que haya elecciones libres o con que sea posible juzgar y condenar a un presidente por un delito común como la violación. El Estado se define como “democrático y judío, y eso es un oxímoron, una contradicción”, recuerda. Una cuarta parte de los habitantes no son judíos y son tratados como ciudadanos de segunda categoría, discriminados en aspectos esenciales, como en el transporte público: el número de líneas y la frecuencia de paso de los autobuses de dos localidades contiguas y de similar población, una árabe y otra judía, suelen estar descompensados de forma escandalosa a favor de esta última. Por no hablar de que el comportamiento de Israel en Cisjordania y Gaza, el trato dado a los habitantes de las zonas ocupadas, rompe todas las normas internacionales, viola múltiples declaraciones de la ONU y perpetua el expolio imparable y sistemático de tierras sobre las que no puede alegar otro derecho que el de la conquista militar. ¿Podría una democracia auténtica comportarse así?
Este Dietario de Jerusalén es un alegato contra la intolerancia y sus manifestaciones en forma de fundamentalismo musulmán y nacionalismo integrista judío. Contrapone dos modelos de sociedad que identifica con dos ciudades-símbolo: Atenas y Jerusalén. En la primera, el centro es el hombre; en la segunda, Dios. El cristianismo procede de esta Jerusalén prototípica, afirma, pero la influencia de Atenas suprimió en parte su elemento totalitario original. Cuando éste prevaleció, Europa se sumió en el oscurantismo, un periodo no del todo superado, como demuestra por ejemplo el creciente extremismo religioso en EE UU, heredera intelectual del Viejo Continente, o la colusión entre Iglesia y Estado que persiste en países como España.
Por desgracia, entre judíos y musulmanes pervive, y cobra cada día más fuerza, el espíritu de Jerusalén, es decir, “la idea semítica de un Dios terrible y excluyente”. García Gascón concluye que la democracia solo es posible en “una sociedad no sometida al Dios del Antiguo Testamento”. En una entrada de su dietario de septiembre de 2008 que hoy refuerza su significación, García Gascón, muy crítico con la llamada Primavera Árabe, pronosticaba ya que, “si las urnas se abriesen en Egipto, los Hermanos Musulmanes lograrían una apabullante victoria y el resultado sería catastrófico para los demócratas”.
El libro dedica también mucha atención al nacimiento del Islam en la Península Arábiga, a su consolidación con Mahoma y sus sucesores, a la concepción -excluyente del nacionalismo localista- de una comunidad musulmana global y a las señas de identidad judías. Estas últimas se ilustran con afirmaciones tan inusuales como que no hubo una diáspora, que los judíos que luego se conocieron como sefardíes (en realidad conversos no originarios de Palestina) entraron en España con los invasores beréberes del siglo VIII, que los ashkenazis del centro de Europa tampoco son judíos étnicos sino que proceden de la tribu centroasiática de los jázaros, y que David Ben Gurion, padre del Israel moderno, escribió en 1918 un libro –junto al futuro presidente Isaac Ben-Zvi- en el que sostenía que los palestinos son los auténticos descendientes de los judíos.
García Gascón, preocupado por el auge del extremismo islamista, dedica numerosas entradas de su dietario al pensador egipcio Sayyid Qutb, ahorcado en 1966, y cuyo libro Jalones en el camino considera que ha ejercido una enorme influencia sobre el pensamiento radical islámico contemporáneo, hasta el punto de convertirse en guía de algunos dirigentes de Al Qaeda. Qutb abomina de la yahiliya, es decir, de la “ignorancia de la sharía revelada por Dios en el Corán” que rige incluso en numerosos países árabes e impide un gobierno islámico en el espacio musulmán que luego se extienda por todo el mundo. “Es necesario”, añadía, “que la comunidad musulmana sea restaurada en su forma original y se prescinda de las falsas leyes y costumbres que han penetrado en el mundo musulmán desde Occidente”.
Qutb no propugnaba de manera explícita la lucha armada, pero la idea se desprende con claridad de sus textos. La yihad se justifica, según él, “por la necesidad de ordenar los asuntos humanos conforme a la guía divina, de abolir todas las fuerzas y los sistemas de vida satánicos, de derogar el gobierno de un hombre sobre otros”. En definitiva, “el Islam solo utiliza la fuerza para destruir los obstáculos que dificultan el gobierno de Dios en la tierra”, de tal forma que es su obligación “aniquilar los demás sistemas, puesto que constituyen un obstáculo para la libertad universal”.
La cárcel identitaria [compra el libro aquí] tiene muchas aristas y permite lecturas diversas, porque aborda sin prejuicios y con valentía los elementos esenciales del conflicto que, en Palestina y en los ámbitos musulmán y judío, configuran el principal desafío a la paz y estabilidad en el mundo. Puede que eso le gane a su autor algunos enemigos más, que le acusen aún más de antisemita e incluso anteislámico, pero ése es un riesgo que asumió hace tiempo y que, espero, no le hará cambiar de rumbo.