Los excusadores de la barbarie islámica suelen invertir las culpas y apuntar al imperialismo estadounidense, a la agresión israelí o la globalización como culpables de la miseria de los países islámicos y la violencia que éstos desatan contra los no musulmanes, tanto en sus países como en otros. He aquí lo que el embajador de un país musulmán respondió cuando un embajador estadounidense le preguntó con qué derecho atacaban a los occidentales.
“El embajador nos respondió que [su derecho] estaba basado en las Leyes del Profeta, que estaba escrito en su Corán, que todas las naciones que no hubiesen respondido a su autoridad eran pecadoras, que era su derecho y su deber hacerles la guerra donde se encontrasen y esclavizar a todos los que pudieran tomar prisioneros, y que cada musulmán que fuera muerto en batalla iría directo al Paraíso.”
La referencia a la esclavitud quizá delate algo (más allá de que la esclavitud en tierras musulmanas existe y es defendida con argumentos coránicos por más de un académico musulmán), pero la respuesta citada arriba no es esencialmente diferente a lo que promueven los movimientos islamistas de varios países musulmanes y a lo que se predica en incontables madrasas (“escuelas” islámicas) y mezquitas. Quizá ese desprecio por la libertad y la vida de los no musulmanes provenga de las agresiones —brutales, innecesarias, con motivos mezquinos o causas fabricadas— de los países occidentales. Pero quien pronunció la frase no sabía nada de eso. Era el embajador de Libia ante Gran Bretaña, Sidi Haji Abdul Rahman Adja, y se lo dijo en 1786 al entonces embajador estadounidense en Francia, y luego presidente de su país, Thomas Jefferson.
En 1786 los Estados Unidos apenas existían como tales; eran una colonia apenas liberada del imperialismo británico y no habían atacado a ningún país musulmán con fines de conquista o de “cambio de régimen”. El estado de Israel, por supuesto, tampoco existía. La ciudad costera de Trípoli, en la actual Libia (parte del Imperio Otomano), era el centro de un próspero negocio de venta de esclavos, capturados a base de ataques y saqueos sobre los barcos estadounidenses y europeos que navegaban cerca de la costa de Berbería (noroeste de África).
Lo que he explicado arriba es un resumen de un artículo aparecido en el Huffington Post, titulado “An Atheist Muslim's Perspective on the 'Root Causes' of Islamist Jihadism and the Politics of Islamophobia” (“La perspectiva de un musulmán ateo sobre las ‘raíces’ del jihadismo islamista y la política de la islamofobia”), escrito por Ali A. Rizvi, un pakistaní que abandonó el islam. A quienes saben inglés les recomiendo leer el resto.
Yo sólo quiero decir que estoy cansado de escuchar justificativos para la violencia que brota del islam. El discurso del jihad, esa pretensión intolerante de que el mundo fue hecho por Dios para ser conquistado y sometido por los musulmanes, no ha variado en —al menos— tres siglos. Tampoco ha variado el desprecio del islam por las mujeres, su repulsión por casi todas las formas del sexo, su intolerancia hacia las otras religiones, su rechazo de la libertad de expresión y de pensamiento, el atraso de culturas que viven bajo el yugo de un libro único que sólo puede interpretarse literalmente. Occidente acarrea con muchas culpas, pero no son éstas.