Desde hace un tiempo se viene leyendo estos palabros en numerosos artículos: laico, laicismo, laicidad, laicado.
Vocabulario que está muy frecuentemente en boca de todo tipo de organizaciones sociales, culturales, enseñanza y como no podía ser menos en el de las eclesiásticas; y por ende en boca de aquellas personas que las representan, o defienden sus postulados .
Lo que ya de por sí representa todo un considerable totun revolutun difícil de descifrar, desde hace tiempo se suma un cierto secuestro de los términos citados, que ya dan, de por si, lugar a la confusión y máxime cuando la propia Iglesia lo utiliza con harta frecuencia, tergiversando a mi forma de entender su significado.
Porque en cuanto al término laico, si bien el diccionario de Real Academia nos dice que representa a aquellos que no tienen las órdenes eclesiásticas, también rápidamente nos expresa que se aplica generalmente a la enseñanza que prescinde de la instrucción religiosa.
Tal vez la Iglesia debiera utilizar más una locución que sí tiene mejor asimilada como es el de: seglar en cuanto que son las personas que ejercen el apostolado sin ser eclesiásticas, aunque luego estaría la dificultar de definir su acción.
Evidentemente no soy un lingüista ni un filósofo, y por tanto me es difícil moverme en el campo semántico de estos vocablos, pero lo que si tengo asimilado es que el tan traído y llevado término de laicismo que tanto vemos en los labios de algunos eclesiásticos está vinculado a la Revolución Francesa y su Declaración de 1789, y evidentemente al desarrollo del siglo XIX, no dejando por ello de ser válido hoy ya metidos en pleno siglo XXI.
Ese laicismo tuvo, como fruto valiosos, el liberar la conciencia humana de ataduras y de hacer patente una moral autónoma alejada de las posturas teológicas que desde antaño nos tenían doblegados, permitiendo la posibilidad de optar por la libertad de conciencia, de pensamiento y expresión, y cuya base de desarrollo no hay otra mejor que la educación, a través de una escuela basada en la educación científica y en una formación cívica, que evidentemente está última componente va desapareciendo de nuestras escuelas.
Pero esa formación en la escuela no puede estar secuestrada desde la opción religiosa, porque ha de ser entendida desde la universalización cultural y neutra en cuanto a los campos religiosos, y como no, entendida como un servicio público.
Por tanto los valores que representa la laicidad han de ser la autonomía de conciencia individual, libertad y soberanía del poder civil, la propagación del modelo de la Escuela Neutra , con el amplio concepto de hacer extensibles y asequibles tales valores a todos los hombres, lo cual en un principio no debiera estar reñido con la creencia religiosa, pero ésta debe quedar en todo caso en el ámbito personal..
Ha habido, y aún se está produciendo una desideologización generalizada que desde lo institucional ha calado en la sociedad, la cual ha ido tirando por la borda las señas de identidad que en su momento tuvieron presencia en ésta, y cuyos rescoldos ya son difíciles de encontrar, pues fue fruto, como explicaba Gómez LLorente “el lenguaje utilizado para hablar de lo público se hizo más homogéneo, prescindiendo de las terminologías más significativas de los sistemas ideológicos que entraban en fase de olvido, y un lenguaje más aséptico tomado preferentemente del vocabulario técnico o mercantil que serviría como plataforma compartida de una comunicación centrada casi exclusivamente en el acontecer empírico inmediato. A todo esto se le llamó modernización.”
Y así estamos hoy los partidarios de la laicidad, desgajados de la Constitución, y en un permanente intento cotidiano de ser arrinconados por el poder eclesial, y aunque se debiera poder ser creyente y no ser hostil a la laicidad, como ser agnóstico sin rechazar por ello la idea de lo sagrado, pero hoy por hoy, no parece posible dada la batalla que está librando la Iglesia, y máxime la asturiana al menos desde su cúpula, que opta por ir apropiándose de términos que no le son consubstanciales.
Además su propia aplicación la incapacitan para su integración en la vida democrática en tanto que extrapolada su concepción última de detentadora y administradora de la Verdad, que es la VERDAD DE DIOS, y por tanto censura posiciones y da cartas patentes en función de sus necesidades o postulados, llegando a limitar derechos fundamentales que afectan a la intimidad de las personas.
Sino échese un vistazo a la prensa diaria, lo cual la deja invalidada para esa integración que parece pretender desde la aconfesionalidad del Estado, que a la sazón anda en el mismo juego.
Como bien explicaba Gregorio Peces-Barba, hablando de Pluralismo y laicidad en la democracia : “Así se pretende que una concepción del bien sea el núcleo definidor de la ética pública. La ética privada invade y sustituye a la ética pública, lo que es incompatible con lo que se llama una sociedad bien ordenada, es decir una sociedad democrática”