Hace unos días se hizo gran alharaca del gesto de generosidad del papa Francisco al donar cincuenta mil dólares a los afectados por la inundación en la ciudad de La Plata. Sin negar el valor del gesto en sí —hay unos cuantos argentinos bien conocidos que pueden tratar 50 mil dólares como cambio chico y sin embargo no han aportado ni una moneda— vale la pena indagar un poquito en el asunto de la procedencia de ese dinero. Para eso vamos a tener que hacer algunos números.
Lo que sigue es, entiéndase, grosso modo, burdo, aproximado, pero espero que riguroso en sus principios.
La Constitución Nacional argentina incluye un artículo (el 2°) que dictamina que “el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”. A ese artículo suelen apuntar algunos, no muchos, de los detractores del estado laico. Argentina no es un estado laico, pero desde su organización como nación estable ha habido una tendencia hacia esa visión. Algunos de nuestros primeros gobiernos tuvieron una actitud considerablemente hostil a la Iglesia Católica como institución, algo bastante entendible como rivalidad de un poder político naciente contra otro (la Iglesia) ya establecido, de dudosa lealtad a la causa de la independencia de España y, más tarde, ferozmente opuesto a las ideas liberales del estado en boga.
El artículo 2° es hoy un resabio de tiempos pasados y virtualmente nadie con conocimiento de causa lo interpreta como algo más que una obligación de dar dinero estatal a la Iglesia en compensación por pasados maltratos y en reconocimiento del valor de ciertas labores pastorales.
Hoy en día el sostenimiento se hace efectivo por medio de asignaciones monetarias a los arzobispos, obispos y obispos auxiliares (Ley 21.950), obispos (etc.) eméritos (Ley 21.540), a los seminarios, a los párrocos de áreas de frontera y otras. Todas estas asignaciones fueron reglamentadas a partir de leyes de la última dictadura militar. Ningún gobierno democrático de los que vinieron después ha tocado estas leyes, a pesar de tener sobrados argumentos para hacerlo si lo desease; tampoco lo solicitaron jamás los líderes de la Iglesia argentina reunidos en la Conferencia Episcopal, presidida durante seis años seguidos por el abanderado de la pobreza evangélica Jorge Mario Bergoglio.
Las asignaciones se vinculan al sueldo de un juez nacional de primera instancia. Un obispo titular en actividad recibe el 80% de este sueldo; un auxiliar, el 70%. Jorge Mario Bergoglio fue obispo auxiliar desde 1992 hasta 1997, luego arzobispo hasta noviembre de 2011. Olvidaremos el año extra como arzobispo emérito. Redondeando, fueron cinco años con una asignación del 70% y catorce con el 80% del susodicho sueldo de juez, que a principios de 2012 (al final de la carrera de Bergoglio) estaba en 17.426 pesos argentinos. El dólar oficial cotizaba entonces a 4,35 pesos. Redondeemos a cinco pesos, valor más cercano al real, y bajemos el sueldo citado a la cifra redonda más cercana (hago notar que ambos redondeos perjudican el argumento que quiero desarrollar).
Hemos de suponer (y es una gran suposición dados los vaivenes de la historia económica argentina, pero concédamelo el amable lector) que el salario de un juez no ha variado sustancialmente en poder adquisitivo de 1992 a la fecha, más allá de probables tropezones en épocas críticas. Es decir, supongamos que en valores corrientes el sueldo de un juez de primera instancia siempre correspondió aproximadamente al valor de esos diecisiete mil y pico de pesos de principios de 2012, dos o tres meses después de la renuncia de Bergoglio.
¿Cuánto dinero, entonces, recibió en valores de febrero de 2012 Jorge Mario Bergoglio desde 1992 hasta fines de 2011 como asignación del Estado? Cinco años como auxiliar y catorce como titular, a doce meses por año, a diecisiete mil pesos por mes modificados por los porcentajes correspondientes, dan
es decir, redondeando, tres millones de pesos (repito, en valores equivalentes de principios de 2012).
El lector avisado objetará que estoy acumulando valores como si Bergoglio se hubiera guardado todo ese dinero y lo hubiera preservado de la inflación a lo largo de casi veinte años. Tal cosa habría sido imposible en Argentina, aunque no con las inversiones adecuadas (por ejemplo, en inmuebles). A pesar de que mi argumento no descansa sobre esta idea, concedo el punto. Si tomamos sólo lo que Bergoglio recibió desde la primera asunción de Cristina Fernández de Kirchner hasta la renuncia de Bergoglio, dan cuatro años casi justos, unos seiscientos cincuenta mil pesos.
Los cincuenta mil dólares que donó el papa Francisco, al precio de ese momento que hemos elegido como base, equivalen a unos doscientos cincuenta mil pesos. (Debemos suponer que no adquirió esos dólares durante 2012 o lo que va de 2013, porque comenzando a fines de 2011 el gobierno fue recortando todas las vías de acceso legal a la compra de dólares.) Esto representa poco más de dieciocho asignaciones mensuales, es decir, apenas un año y medio del dinero que Jorge Mario Bergoglio recibió del Estado sólo por ser arzobispo católico (nótese que al tratarse de un período tan corto la inflación, aunque importante en Argentina, no afecta significativamente los importes).
Ningún funcionario religioso de otra religión recibe tales estipendios. Ningún funcionario elegido a dedo por un jefe de estado extranjero recibe de manera automática tales cantidades de dinero por parte del Estado argentino.
A fines comparativos podemos mencionar que a principios de 2012, mientras Bergoglio cobraba su asignación de casi catorce mil pesos, el denominado “salario mínimo, vital y móvil” era de 2.300 pesos, y el salario promedio, de 3.091 pesos: un obispo ganaba —sólo por ser obispo, cargo para el cual no se requiere otra cosa que ser elegido por el papa— cuatro y media veces lo que el promedio de los trabajadores.
Es muy posible que, al igual que otros jerarcas católicos, Bergoglio haya donado gran parte de su asignación a su diócesis. Por otro lado, es difícil que haya necesitado el dinero. El Estado paga los gastos de viaje de los jerarcas católicos; la arquidiócesis de Buenos Aires no es pobre; Bergoglio siempre tuvo buenos contactos. En todo caso, lo que Bergoglio hiciese con “su” dinero es irrelevante frente al hecho de que “su” dinero provenía del Estado por una mera cuestión de privilegio.
No son muchos los argentinos que tienen cincuenta mil dólares disponibles en una cuenta bancaria. Son bastantes, pero no millones; el trabajador argentino promedio no ve en su vida tanto dinero junto. De los muchos ahorristas que, fruto de la previsión de épocas más razonables, tienen algunos miles o decenas de miles de dólares atesorados en el banco, no son muchos los que los donarían así, y no por apego materialista sino por simple necesidad de conservar ese colchón contra las periódicas caídas catastróficas de nuestro país. Pero imagino que ser designado papa habrá influido en Bergoglio: ¿quién va a preocuparse de su futuro económico una vez ganado ese premio mayor?
El papa sólo podría sufrir alguna estrechez, de aquí hasta su muerte, si la Iglesia hiciera verdaderamente lo que Francisco con tanta pasión declama, que es volverse pobre y de los pobres, siguiendo el ejemplo de vida del santo de Asís. Creo que todos podemos estar seguros de que eso no ocurrirá jamás. Francisco tiene asegurado todos los años de vejez que le quedan en medio de los oros, la seda y los mármoles del Vaticano, atendido en sus menores necesidades por manos solícitas y trémulamente respetuosas de su sagrada investidura. Cincuenta mil dólares, para quien se ha ganado esa módica aproximación al imaginario cielo que predica el cristianismo, son poco y nada.
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