La Iglesia empieza y termina en sí misma. El círculo, por definición, encierra sólo una oquedad en su interior. Nada existe más allá de sus límites ni dentro de ellos. El derecho, el dogma, los mandamientos, la confusión entre tradición y hábitos de autoprotección, el orgullo de la infalibilidad como postura definitiva e inmovilista, la tergiversación de servicio y mando en plaza, de fraternidad y jerarquía de mando, de disponibilidad con absolutismo, hacen que la Iglesia gire sobre sí misma, ejerciendo una fuerza centrípeta hacia todo aquello que no pertenece a su autosuficiencia, despreciando la búsqueda humana como camino hacia la plenitud.
L'Osservatore Romano se dedica a insultar a José Saramago en un artículo publicado con ocasión de su muerte. "Un populista extremista como él, que se había hecho cargo del por qué del mal en el mundo, debería haber abordado en primer lugar el problema de todas las erróneas estructuras humanas, desde las histórico-políticas a las socio-económicas, en vez de saltar a por el plano metafísico", escribe Claudio Toscani .
Esta Iglesia circular es incapaz de admitir el compromiso asumido por el Premio Nobel con el momento histórico que le tocó vivir. Su defensa de los más pobres, su enfrentamiento con las guerras y con los que hacen de ellas un negocio mercantil a cambio de sangre, con los que las declaran para disfrutar de un monolito en la historia. Su beligerancia contra un capitalismo alimentado y sobrealimentado con la pobreza de la humanidad. Su palabra alzada contra la injusticia, su denuncia permanente y vigorosa contra los que pisotean por sistema los derechos humanos. Nada de esto merece el reconocimiento agradecido de una Iglesia que afirma estar vocacionalmente volcada hacia los pobres y desheredados del mundo.
Es triste. Pero no resulta extraña esta visión circular, endogámica y ciega de la Iglesia. Se cumple por estas fechas el aniversario de la muerte de otro auténtico profeta del mundo actual: Vicente Ferrer. Diversas organizaciones civiles trabajan para que se le otorgue el Nobel de la Paz. Ni cuando murió ni ahora se ha oído una voz episcopal alegrándose de la existencia de Vicente. Estorban los auténticos testigos del evangelio. Siempre fueron molestos los profetas. Presencias incómodas que gritan desde su escondida humildad contra una Iglesia cuadriculada en cánones indiscutibles que condenan la teología de la liberación, que silencian a pensadores injertados en la circunstancialidad del hombre, que se implican en el devenir de una esperanza creadora sin remitir a los pobres a un cielo anestesiante y alienante.
“Con Saramago ha desaparecido uno de esos típicos extranjeros radicales, de izquierdas por supuesto, que se sienten en la obligación de venir a España para explicarnos qué es eso de la libertad y cómo debemos aplicarla a base de fusilamientos si hace falta”.
“En España hemos sufrido ’saramagos’ desde siempre. Saramago era una especie de retaguardia de aquellas Brigadas Internacionales que durante la Guerra Civil se sintieron en la obligación de cepillarse a cuantos españoles no entendieran la ‘libertad soviética”. “Saramago paseaba su indecencia moral por el mundo, escondido detrás de su arte prostituido a favor de la política, ante los boquiabiertos incautos que estaban dispuestos a escuchar las obscenas opiniones políticas de un Nobel, por el mero hecho de ser Nobel. Nos hemos quitado un peso de encima.”
Corresponden los últimos entrecomillados a un artículo publicado por la periodista Yolanda Couceiro Morín. Algunos han hecho de su existencia un vómito continuado. Se nos mancha la vida con tanta COPE, tanto Federico, tanta Intereconomía, tanta Yolanda. También la palabra se pudre cuando se engendra en una matriz de fango.
La vida es bella porque da a luz saramagos, vicentes y teresas de Calcuta. Aunque a algunos les duela, la luz es un derecho, el amor un compañero y la libertad una creación humanizante.
Rafael Fernando Navarro es filósofo