Vivimos tiempos de incertidumbre en los que todo puede cambiar, todo, menos el Papa
Vivimos en una época de sedes vacantes, un paréntesis de incertidumbre en el que la sucesión del poder acapara más interés que el poder mismo. Desde el Vaticano hasta el gobierno de Venezuela, pasando por las sedes de los dos grandes partidos españoles y hasta por la Casa Real, se extiende la sensación de que avanzamos a través de un tiempo gelatinoso del que nacerá un futuro distinto, el fruto más o menos lejano de un cambio irremediable.
En esta situación, una vez más, la Iglesia Católica hace valer la admirable, tradicional astucia de la diplomacia vaticana, de la que Cospedal tendría tanto que aprender. Día tras día, los cardenales estiran la hebra de la decepción para convertir su silencio en una mina de oro, mientras reúnen a los medios para anunciar que la novedad es que no hay novedad. Poco a poco, van cambiando los perfiles de los candidatos, y el próximo Papa ya no será negro, sino brasileño, y luego ya tampoco, porque será italiano, y luego… Mientras proliferan las encuestas, el único detalle relevante es el extraordinario poder de convocatoria del Vaticano, la mansedumbre de unos periodistas que nunca se atreverán a dejar plantada a la curia que los convoca para decir que no tiene nada que decir.
La expectación provocada por la sede vacante de San Pedro es tanto más extraordinaria en comparación con los previsibles resultados de la elección que se avecina. Porque, con independencia de su lengua materna, el continente donde haya nacido, sus simpatías ideológicas y hasta la talla de su sotana, el próximo Papa no será ni más ni menos que eso, un Papa. Si es negro, ya se aclarará, si es latinoamericano, ya se romanizará, si es progresista, ya se hará conservador. Vivimos tiempos de incertidumbre en los que todo puede cambiar, todo, menos el Papa. Para este viaje, la verdad, no necesitábamos tantas alforjas.