Prohibido vivir. Las dictaduras son así. Prohíben la libertad de expresión, de conducta, de reunión, de pensamiento. Prohíben vivir. Durante las dictaduras se dura porque el tiempo se hace costumbre. La muerte llega como un sobresalto que no arrastra vivencias porque nadie tiene vivencias bajo una bota brillante con hebillas de acero.
Durante la dictadura militar de cuarenta años, España sufrió un dictadura superpuesta, adherida a los riñones de tricornios y fajines, la de la Iglesia. Se clavaban las mitras imponiendo conductas morales, dictando mandamientos, encarnando normas salvaguardadas por el poder civil. La Jerarquía prostituida levantaba el brazo fascista e inspiraba los principios del movimiento, la valía pisoteada de la mujer, el sexo como norma definitoria de la vida y la unívoca verdad poseída, administrada y obligada como camino hacia una salvación que pasaba por la idolatría hacia un general sanguinario, albergando sus crímenes bajo palio para mayor gloria del sagrado corazón en vos confío.
Fue por el setenta y ocho. La Constitución se apoyaba sobre el frío de un seis de diciembre. Nacimos como Estado aconfesional. Independientemente de estadísticas de bautizados, de casados canónicamente, de primeras comuniones-de-novias-almirantes, de macarenas y trianas, de rocío y gran poder. Eramos, somos, un estado aconfesional. La Jerarquía católica anda envuelta en la añoranza. Treinta y tanto años llorando la viudedad. Jerarquía plañidera de privilegios, de dinero, de dominio dictatorial como el ejercido entonces, proclamando con Aznar que España es cristiana o no es España, que el hombre es portador de valores eternos, que el valle de lágrimas, que la justicia es de ultratumba, que la felicidad sólo está más allá, que la masturbación, que la mujer engendra la maldad, que el sexo, que Dios ama a los pobres aunque prefiere más a los ricos…
Y de repente, el toro. Ese animal con músculos de monte, con fuerza de mar vertical, con elegancia de giralda bragada. El toro embistiendo, derrotando, empitonando caballos, despreciando verónicas. Ahí está Wert. Crecido ante el castigo. Soportando el griterío. Girando sobre sí mismo porque Rajoy lo encerró en la plaza y la plaza es redonda. Saltando al tendido. Intimidando al catalán, a las universidades, a los interinos, corneando educación para la ciudadanía para que los niños no sepan que la homosexualidad es amor, que los pobres son el resultado de los ijares del dinero, para que no sientan la atracción de unos pechos bajo la blusa blanca de uniforme, para convertir las faldas colegialas en burkas que ocultan muslos quinceañeros.
Y este gobierno que va talando derechos ciudadanos, ha creado el derecho a estudiar religión. Y Wert-toro-apóstol dominador de verdades absolutas está ahí. Los Obispos llevan en los genes la recaudación de dinero y el monopolio de la verdad. La vida no existe fuera de la Iglesia. También la Iglesia es redonda y Wert no puede salir de ella. Sólo puede crecerse con el rejoneador Rajoy y llevarse por delante todo lo que se mueva, porque se ha convertido lo estático en valor. Los Obispos aplauden desde el graderío, mientras se lidia un estado aconfesional criado por diciembre del setenta y ocho.
Estamos como entonces. Sin chiqueros donde resguardar la libertad conseguida, embestidos por mitras con bordados militares en las ínfulas. Camino de un desolladero infame, con la piel arrancada, troceados los derechos, mitras en la femoral, ungiendo la alegría con extremaunción. Embestidos, empitonados por un ministro que lleva nuestra cabeza en bandeja, regalo para una Salomé encaprichada.