Dos años después del comienzo de la llamada “primavera árabe”, los medios occidentales vuelven a centrar la mirada en la “irresistible” amenaza del islam para los frágiles procesos “democratizadores” abiertos en Túnez o Egipto. Para algunos, ésa es la prueba de que nada ha cambiado en lo esencial; para otros, el retorno más bien de una islamofobia instrumentalizada, desde dentro y desde fuera, para impedir precisamente que esos cambios se produzcan.
A los que sostienen que nada ha cambiado podríamos señalarles de entrada un cambio en la terminología periodística. ¿De dónde han salido todos estos salafistas de los que nadie había oído hablar antes? ¿Son una “fuerza nueva” en el mundo islámico sunní? Nada de eso. Los “seguidores de los ancestros” (salaf) constituyen desde hace décadas una vaga nebulosa de organizaciones bastante dispares, pero coincidentes en el rechazo puritano de toda “innovación”, la defensa a ultranza del “tauhid” (la unicidad divina) y la “imitación” cotidiana de las costumbres del profeta y sus compañeros. Aunque muchos de estos grupos descartan la intervención política para ceñirse al ámbito de la “dawa” (predicación), su intolerancia al mismo tiempo frente al ateísmo y el chiismo los sitúa en un horizonte doctrinal muy próximo al del wahabismo radical, cuya expresión más violenta ha sido siempre la franquicia Al-Qaeda. En todo caso, que un término reservado hasta ahora a los “especialistas” se haya generalizado y casi banalizado revela dos novedades subordinadas entre sí: (1) se reconoce por primera vez la pluralidad del espectro político islamista, hasta ahora englobado y condenado en la etiqueta “integrismo”, y (2) ello se hace para legitimar y rehabilitar su versión “moderada”, esos Hermanos Musulmanes que, con un nombre u otro, gobiernan o están a punto de gobernar en gran parte del mundo árabe y con los que las mismas potencias occidentales que los rechazaban tienen ahora que negociar.
Pero a los que tratan de reducir el salafismo a un mero fantasma al servicio de la islamofobia interesada, hay que recordarles a su vez que, mientras escribo estas líneas, un centenar de detenidos vinculados al partido Ansar-a-Charia se mantiene en huelga de hambre en Túnez tras la muerte hace unos días de Mohamed Bakhti y Bechir Gholli, dos jóvenes presuntamente implicados en el asalto a la embajada de EEUU y que llevaron su protesta hasta las últimas consecuencias. Ansar-a-Charia, “los partidarios de la ley islámica”, nació en la primavera de 2011, tras el derrocamiento de Ben Alí, cuando Abu Iyadh, su máximo dirigente, formado en los medios talibanes de Afganistán, salió de la cárcel junto a otros presos políticos. Desde entonces su ascendiente entre los jóvenes tunecinos no ha dejado de aumentar en la misma medida en que el partido Nahda en el poder se vuelve políticamente más pragmático e ideológicamente menos radical. Sin duda utilizado en el marco de una estrategia de la tensión bien estudiada, sin duda minoritario, lo que no puede negarse es la existencia del salafismo ni su rampante influencia social.
¿Por qué esta “islamización” al calor de unas revoluciones que se hicieron al margen de todas las ideologías en nombre de la justicia y la dignidad? A veces conviene no tratar de ser originales. Digamos que las razones son tan banales como irresistibles. La primera tiene que ver con la propia libertad conquistada que permite hoy la expresión -indumentaria y en general identitaria- de convicciones hasta ahora prohibidas o perseguidas; si aceptamos la profundidad antropológica de estos impulsos “superficiales”, muchos jóvenes utilizan su fe religiosa como pretexto para cambiar su “look” y afirmar públicamente su rebeldía. La segunda razón tiene que ver con la pobreza y, en general, la exclusión social, inalteradas o agravadas tras la caída de la dictadura, combustible poderosísimo de un malestar que, a falta de otros referentes, busca soluciones en la propia tradición y en la propia historia. La tercera razón está relacionada, en cambio, con la riqueza: con el hecho -es decir- de que las organizaciones salafistas cuentan con recursos económicos superiores a los de otros grupos y ofrecen a estos jóvenes inconformistas y sin futuro algo más que orientación espiritual y disciplina vital.
En cuanto a la cuarta y última de estas razones, recuerdo sin el menor ánimo provocativo que los salafistas son mayoritariamente hombres, jóvenes, desempleados, marginados y… solteros. Siempre he dicho que el mundo árabe tiene dos revoluciones pendientes: la lingüística -reconocimiento de las lenguas minoritarias, dignificación de los “dialectos” nacionales- y la sexual. Asociada a la dificultad para acceder a bienes de consumo y autoestima social, la dificultad para acceder a una vida sexual libre y satisfactoria alimenta sin duda las versiones más patriarcales, puritanas, represivas y violentas de la religión. Es difícil creer en un Dios macho, celoso, proscriptivo, imperativo, punitivo, allí donde los cuerpos -el propio y los ajenos- se yerguen como amigos y no como adversarios. La libertad sexual es la condición mínima, aunque no suficiente, de todas las liberaciones sociales. Para estos jóvenes provistos de un cuerpo social y económicamente excedentario, el Dios salafista es un obstáculo sexual, pero es también una racionalización y un refugio de su sexualidad mutilada.
(*) Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es escritor y filósofo. Entre sus obras cabe destacar Dejar de pensar (Akal, 1986), Volver a pensar (Akal, 1989), ambas en colaboración con Carlos Fernández Liria, o Las reglas del caos (finalista del Premio Anagrama de Ensayo en 1995). Recientemente ha publicado Noticias (Caballo de Troya, 2010), Túnez, la revolución (Hiru, 2011) y la obra de teatro B-52 (Hiru, 2012).
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