Cómo, si no, puede entenderse que aconseje a los demás que compartan sus riquezas porque ello les hará santos y él no haga lo propio
Me ha venido a la memoria esta película al escuchar las palabras, que durante el rezo del Ángelus, han sido pronunciadas por Benedicto XVI este pasado domingo. El Papa ha recordado a los miles de fieles congregados en la Plaza de San Pedro la parábola de “El hombre rico” y ha animado a los pudientes a compartir sus riquezas con los más necesitados. La historia de la Iglesia “está llena de ejemplos de personas ricas, que han usado los propios bienes en modo evangélico, alcanzando también ellos la santidad”, ha evocado el Vicario de Cristo citando como ejemplo a san Francisco, santa Isabel de Hungría y a san Carlos Borromeo.
¿Y qué tienen que ver estas manifestaciones del Papa con El show de Truman? –se preguntarán-. Pues, bastante, porque sus afirmaciones evidencian a un personaje –Benedicto XVI- que es justamente la antítesis del otro –Truman-. Si éste último vive una realidad imaginada por unos guionistas sin que sea consciente de ello, el Papa, por el contrario, de lo que no es consciente es de que su vida es auténtica y piensa que todo lo que le acontece y rodea es irreal e imaginario.
¿Cómo, si no, puede entenderse que aconseje a los demás que compartan sus riquezas porque ello les hará santos y él no haga lo propio cuando se hace llamar a sí mismo “Su Santidad” y se supone que uno de sus mayores anhelos sería conseguir este reconocimiento? Sólo se me ocurre pensar que porque está convencido de que el poder que tiene es irreal y de que toda la magnificencia de la que goza es igualmente producto de su imaginación.
¿Cómo se podrían compartir, siendo de esta forma, las propiedades de la Iglesia de las que tiene el mayor poder de disposición si él cree firmemente que el Vaticano es de cartón piedra, su interior es puro atrezo y el dinero y las participaciones en multitud de entidades financieras y empresariales son réplicas de Monopoly?
A ustedes les parecerá algo surrealista esta argumentación que justificaría el inexplicable comportamiento del Santo Padre, pero yo quiero estar convencido de que no hay otra. De haberla me vería obligado a vituperarle por su incoherencia, hipocresía y desfachatez y tratándose del Vicario de Cristo sería blasfemar… lo que tengo prohibido desde mi más tierna infancia.
Gerardo Rivas Rico es licenciado en Ciencias Económicas