El Papa Juan XXIII deslegitimó la alianza entre la dictadura franquista y la jerarquía eclesiástica
El 11 de octubre de 1962 el carismático Papa Juan XXIII inauguraba en la Basílica de San Pedro de Roma el Concilio Vaticano II con un discurso que anunciaba un cambio de paradigma en la Iglesia católica. En él declaraba el final de la cristiandad -considerada durante quince siglos la única forma de encarnación del cristianismo en la historia y consustancial a él-, del absolutismo eclesiástico -materializado en instituciones como el Santo Oficio y el Índice de libros Prohibidos- y de las multiseculares alianzas selladas entre el trono y el altar. Y lo hacía con toda rotundidad: “Los príncipes de este mundo se proponían a veces con toda sinceridad a la Iglesia. Pero esto sucedía muchas veces con daños y perjuicios espirituales, pues a menudo se dejaban llevar por motivos políticos y buscaban en exceso sus propios intereses”.
Implícitamente Juan XXIII estaba deslegitimando el nacionalcatolicismo y el Concordato de 1953 entre la Santa Sede y el Estado Español y la alianza entre la dictadura franquista y la jerarquía eclesiástica, que contó con el beneplácito de Pío XII, pero no con el suyo ni con el de Pablo VI, críticos severos del franquismo tanto antes de ser elegidos papas como durante sus respectivos pontificados. Ambos se opusieron a las beatificaciones y canonizaciones de los llamados “mártires de la Cruzada”, que luego apoyaron sus sucesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. Pablo VI llamó a Franco tres veces sin éxito la noche anterior a la ejecución de Julián Grimau, militante del Partido Comunista, para que no le aplicara la pena de muerte a la que había sido condenado en un juicio sin garantías.
Los obispos españoles, la mayoría elegidos con el beneplácito de Franco y defensores de una teología política legitimadora del franquismo, escucharon atónitos el discurso de apertura del Concilio Vaticano II que les obligaba a romper con la dictadura, pero no se dieron por enterados, ya que siguieron vinculados al régimen casi hasta la muerte del dictador.
En su discurso, Juan XXIII expresaba su total desacuerdo y distanciamiento con los que llamó sin ambages “profetas de calamidades que siempre están anunciando lo peor, como si estuviéramos ante el fin del mundo”, en clara referencia a la Curia romana, que puso todos los obstáculos a su alcance -sin éxito, todo hay que decirlo, dada la habilidad del Papa- para impedir primero la celebración del Concilio y frenar después las reformas conciliares.
Importancia especial por su carácter innovador tuvo la clara distinción que estableció Juan XXIII entre las verdades de la fe y su forma de presentarla, que, a su juicio, debía hacerse “a la luz de los métodos de investigación y las formulaciones literarias del pensamiento moderno”. Se distanciaba así de los sectores fundamentalistas, que confunden el contenido del mensaje con su formulación considerando ambos inmutables, hacen una lectura literal de los textos sagrados, sin recurrir a la interpretación ni atender al contexto cultural en el que fueron escritos, ni al momento histórico en el que se leen, y los imponen como normativos y de obligado cumplimiento en todo tiempo, lugar y circunstancia. Juan XXIII abandonaba la senda del dogmatismo, por la que durante tantos siglos transitaron el papado y la teología oficial, reconocía la importancia del recurso a los métodos histórico-críticos en la investigación, otrora condenada por la propia Iglesia católica, y empezaba a caminar por las veredas de la interpretación.
Juan XXIII evitó el lenguaje de los anatemas y renunció a las condenas, tan frecuentes en otros concilios. Por ejemplo, Trento condenó la Reforma protestante; el Vaticano I anatematizó el modernismo. Huyó de las definiciones dogmáticas y se negó a imponer el credo católico. Lo que sí hizo fue presentar sin arrogancia el cristianismo como oferta de sentido a los hombres y las mujeres de la segunda mitad del siglo XX.
Un mes antes, en un memorable discurso pronunciado el 11 de septiembre, ofrecía otra de las claves para conocer su verdadera intención sobre el Concilio: “La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Con esta afirmación el Papa estaba trazando el camino a seguir por el Vaticano II, sobre todo al vincular la Iglesia de los pobres con los países subdesarrollados. Ciertamente, el tema de la Iglesia de los pobres estuvo presente en el aula conciliar, donde se escucharon intervenciones muy lúcidas y proféticas. Una fue la de monseñor Hammer, obispo de Tournai: “Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia”. Otra fue la del cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, quien hizo ver a los padres conciliares que la Iglesia de los pobres debía ser el tema central del Concilio. De lo contrario, dijo, “no cumpliríamos con nuestro deber”. Pero la idea no caló en el aula conciliar. Fue una ocasión perdida. Quien la llevó a la práctica fue la teología de la liberación en América Latina.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. Su última obra es Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2012).
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