Como otros años celebramos hoy nuevamente el Día de la Blasfemia. Es el aniversario de la publicación, en el diario danés Jyllands-Posten, de unas caricaturas que resultaron ofensivas a ciertos fanáticos religiosos que tienen una gran facilidad para ofenderse, a resultas de la cual amenazaron, hirieron y mataron a unas cuantas personas, mientras las autoridades de todas las grandes religiones del mundo y muchos líderes seculares se debatían entre excusas y silencios, algunos cómplices, otros meramente cobardes.
En el mundo, antes y después de esa fecha, han ocurrido y siguen ocurriendo violaciones grandes y pequeñas de la libertad de expresión y de crítica a las religiones, a sus escrituras, sus edificios, sus líderes y sus personajes ficticios. La elección de este día es, por lo tanto, una convención arbitraria. Todos los días, en algún lugar del planeta, alguien con poder amenaza a alguien con menos poder para mantenerlo en silencio sobre las falsedades propagadas por su religión; casi todos los días alguien es golpeado, herido o asesinado porque ofendido a algún dios, es decir, a una persona que cree hablar por ese dios o estar en contacto directo con él y conocer su voluntad.
El Día de la Blasfemia no tiene como propósito insultar a los dioses ajenos, pasatiempo inútil, si acaso catártico, pero más propio de creyentes que de personas que están en paz con su propia visión realista del mundo. El objetivo de este día es que nadie, por mucho poder que crea haber recibido de sus dioses imaginarios, olvide que no existen cosas sagradas e intocables, salvo aquellos derechos que los seres humanos nos hemos sabido dar y que incluyen el derecho a creer o dejar de creer, a manifestar nuestras creencias e ideologías, a criticar las creencias de los demás y a reírnos, si nos parece, de ellas, sin temor y sin ser acallados: el derecho a dialogar, el derecho a estar en desacuerdo; el derecho a no prestar atención a los textos sagrados, a tacharlos o recortarlos; el derecho a no doblar la rodilla ante los ídolos de otras personas o al paso de patriarcas o príncipes de la iglesia; el derecho a pisar cualquier suelo donde otros puedan entrar, sin importar nuestra religión, nuestro género o nuestra vestimenta; el derecho a la ironía y al sarcasmo, enemigos de la mente literal y cerrada; el derecho, en fin, a ser ciudadanos y no súbditos de ningún poder celestial.
P.D.: Este año, al menos, tenemos una buena noticia. El Comité de Derechos Humanos de la ONU, encargado de controlar la conformidad de las leyes de los países miembros con el Convenio Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, ha afirmado el derecho humano a la blasfemia, urgiendo a los países firmantes a terminar con las leyes que prohíben y penalizan la blasfemia, la “difamación religiosa”, la “provocación religiosa”, la crítica a las instituciones y líderes religiosos, etc. Esto representa una derrota, simbólica pero significativa, contra las iniciativas en favor de la restricción de la libertad de expresión promovidas recurrentemente sobre todo por los países islámicos y apoyadas por el Vaticano y otros estados conservadores.
Archivos de imagen relacionados