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Fanatismo, un desafío a la razón occidental

Para el autor, el origen de las violencias que hoy se cometen en nombre del islamismo está en las consecuencias de la globalización actual, más que en cuestiones de religión. Con Occidente en crisis, crece el rechazo al laicismo y la libertad

Las cosas se complican para Occidente. A las crisis económicas y financieras que estremecen a Europa y Estados Unidos, el corazón del sistema, se agrega paulatinamente y bajo diversas formas el rechazo a sus mejores conquistas civilizatorias: el laicismo y la libertad de expresión; la democracia republicana. Los últimos acontecimientos de extrema violencia protagonizados por el fundamentalismo musulmán, a raíz de una provocativa película que ridiculiza a Mahoma, son la faz árabe, oriental, de la crisis, cuyo espejo occidental son los integrismos cristianos y el judío. “Nunca vi tantas cosas tan mal al mismo tiempo”, afirmó el historiador inglés Paul Kennedy, refiriéndose tanto a la crisis económica como a la política mundial. “No sólo es peligroso el régimen iraní; también lo es Benjamín Netanyahu, el primer ministro de Israel”, advirtió (Ennio Caretto, “Paul Kennedy…”, La Nación, Buenos Aires, 22 de septiembre de 2012).

Parece pues encaminado a cumplirse el vaticinio de Samuel Huntington sobre el “choque de las dos culturas”. Pero si éste acaba por ocurrir, provocando un cataclismo mundial, no representará otra cosa que el fracaso de Occidente en el mundo árabe, aguzado por la intransigencia del fundamentalismo judío en Medio Oriente. ¿Acaso el fundamentalismo musulmán en su versión actual no explotó en 1979 en el Irán del ayatollah Jomeini, al cabo de casi tres décadas de “occidentalización”? Después del golpe de Estado de 1953, pergeñado por la CIA y los servicios de inteligencia británicos para derrocar al nacionalista Mohammad Mosaddeq, que había nacionalizado el petróleo, la “occidentalización” de Irán consistió en la restitución de sus riquezas energéticas a las multinacionales, en la instalación de una Corte fastuosa y parasitaria sobre una sociedad cada vez más empobrecida y en la disolución de las tradicionales redes de asistencia islámicas, que no fueron reemplazadas por ningún equivalente occidental. Por la misma época en que el fundamentalista Jomeini aparecía en escena, Estados Unidos apoyaba y estimulaba a los talibanes afganos en su lucha contra la ocupación soviética. Occidente ha incubado durante décadas al súcubo que ahora lo amenaza.

Si la modernidad se dio a partir del “cruce entre ciencia y herejía” (Paolo Flores D’Arcais, El desafío oscurantista, Anagrama, Barcelona, 1994), la involución medieval de las religiones y de enormes sectores sociales en todo el mundo se inscribe en la despiadada explotación capitalista y en el fracaso de la democracia capitalista en los países en desarrollo. El historiador Eric Hobsbawm afirma que el origen de las violencias que hoy se cometen en nombre del islamismo hay que buscarlo en la historia reciente de los países colonizados y en las consecuencias de la globalización actual más que en cuestiones de religión (El País, Madrid, 13 de septiembre de 2006).

Los aprestos militares de Estados Unidos e Israel respecto de Irán y el avance del fundamentalismo islámico en Egipto, Siria y en otros países árabes amenazan la paz mundial y en última instancia ponen en cuestión el mayor avance civilizatorio de la modernidad: la razón como herramienta y árbitro de la convivencia. La “mano de obra extranjera” (y barata) que durante décadas alimentó el desarrollo capitalista deviene progresivamente quinta columna cultural y política en las grandes democracias. Internet ha conectado en tiempo real a las masas de inmigrantes árabes con lo que pasa en sus países, en su cultura de origen, en el mismo momento en que el sistema productivo de sus países de adopción, sumido en la crisis, los deja librados a su suerte. Así, el fundamentalismo rampante en los países árabes también encuentra el terreno abonado en las comunidades de emigrados, más rechazados que nunca en los países capitalistas desarrollados puesto que compiten con la mano de obra local. La xenofobia es hija natural de las crisis económicas.

Pero que el sistema capitalista sea responsable de la actual involución del islam –y del avance fundamentalista en el cristianismo y el judaísmo– no implica que no deban defenderse sus conquistas civilizatorias. El fundamentalismo islámico responde mediante el terrorismo y las turbas enfurecidas ante lo que considera una ofensa religiosa, un problema que la razón occidental, mal que bien, ha conseguido poner en su lugar mediante el laicismo y la libertad de expresión. Pero el fundamentalismo islámico también pone en cuestión la capacidad de control y regulatoria del Estado republicano. La repercusión mundial que tuvo la prohibición del velo islámico en Francia, por ejemplo, pasó por alto que no se trataba solamente del uso de emblemas religiosos en la escuela laica. Cada vez más mujeres árabes van a consulta ginecológica acompañadas de sus maridos, quienes responden a las preguntas del médico y se oponen al contacto físico. Cada vez más mujeres se abstienen de tramitar sus documentos de identidad, para no ser fotografiadas a cara descubierta. Los padres se oponen a que sus hijas vistan ropa de gimnasia, a la escuela mixta, y así por el estilo. ¿Qué pasará si en algún momento estas interdicciones laicas también pasan a ser concebidas como una “ofensa grave” a la religión y en consecuencia “lavadas” mediante actos terroristas?

Así, a la razón occidental, que viene librando desde hace siglos esta batalla frente al cristianismo y el judaísmo, se le ha abierto un nuevo frente de combate. Puesto que en la lectura de los libros sagrados de cualquiera de las tres grandes religiones monoteístas todo depende de sus intérpretes (basta ver las diferencias de enfoque que van desde el integrismo hasta la Teología de la Liberación en el catolicismo), la influencia política de una u otra perspectiva depende de las necesidades de la hora. “El islam puede ser tan capaz de belleza y caridad como de violencia y de guerra. Todo depende de quien lo interpreta (…) El Corán no dice ni más ni menos que lo que el intérprete le hace decir” (Entrevista a Malek Chebel, autor de L’Islam et la raison, Tempus, París, 2006, en Le Monde, París, 17 de septiembre de 2006). ¿Acaso no ocurre exactamente lo mismo con el Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Los libros sagrados, escritos tanto por visionarios, profetas, iluminados y luchadores sociales de su tiempo como por “paranoicos y embaucadores” (Lisandro de la Torre, Intermedio Filosófico; La cuestión social y los cristianos sociales, Editorial Anaconda, Colegio Libre de Estudios Superiores, Buenos Aires, 1937), no han servido de excusa y mandato para las peores atrocidades y los más conmovedores martirios?

Al fin y al cabo, el secreto de supervivencia de todas las iglesias es su finísimo olfato secular, su manera de apoyar los pies en la realidad y mantener la cabeza en los posibles efectos de sus vaivenes en el mediano y largo plazo. Su mercancía, su formidable baratija, es el Más Allá, y no pierden de vista la llegada de esos momentos de la historia en los que ese brillo se convierte nuevamente en la única ilusión que resta a los seres humanos.

La crisis estructural del sistema, que agrava la vida presente de un número cada vez mayor de personas, despeja el camino a fanatismos de cualquier tipo y constituye un dilema para el pensamiento y la acción progresistas, que deberán orientarse con la luz de la razón –filosófica, histórica, científica, política y social– en la maraña de necesidades, tradiciones, creencias, supercherías, arrebatos y desesperaciones que oscurecen todo fin de época.


*Periodista y escritor. Ex director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur.

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