El Obispado de Cartagena presentó en 2019 un escrito solicitando al Ayuntamiento la cesión gratuita del inmueble en el que se ubica el complejo parroquial de Nuestra Señora de Fátima. El argumento central del documento era sencillo: aunque la Iglesia católica sea una institución con personalidad jurídica privada, sus actividades tendrían interés público (para toda la ciudadanía o sólo para los de esa confesión? No lo tengo claro del escrito) y sin finalidad de lucro, lo que justificaría la cesión de un bien municipal.
Lo sorprendente es que, en lugar de limitarse a tramitar lo pedido, el Ayuntamiento dio un paso más: inició un procedimiento de desafectación demanial para convertir el bien en patrimonial y así poder ceder no solo el uso, sino directamente el dominio del inmueble a la diócesis. Una actuación que ni siquiera estaba en la petición de la Iglesia y que solo puede explicarse como un gesto de colaboracionismo político “más papista que el Papa”.
Este caso obliga a detenernos en algunas claves históricas y doctrinales que ayudan a comprender por qué decisiones de este tipo resultan problemáticas.
Redacción – Coordinadora RECUPERANDO | 9 de octubre de 2025
La confusión de planos: relevancia social, beneficio social, interés público y servicio público
En la memoria presentada, el Obispado enlaza sin solución de continuidad la relevancia social de la liturgia y la pastoral (es decir, su importancia para una parte de la ciudadanía), el beneficio social de algunas acciones caritativas (como las que desarrolla Cáritas) y la noción de interés público, que es una categoría estrictamente jurídica que justifica la intervención del Estado en defensa del bien común. A esa cadena de confusiones añade, de forma implícita, la idea de que sus actividades tendrían un estatuto equiparable al de servicio público, categoría reservada a aquellas funciones que el Estado asume directamente o a través de concesión, siempre bajo control público.
La consecuencia de este razonamiento es clara: se utiliza la relevancia social como si fuera interés público, y el beneficio social como si fuera servicio público. Una confusión doctrinal que resulta inaceptable en términos jurídicos, aunque sea recurrente en el discurso eclesiástico cuando se trata de justificar privilegios patrimoniales.
La evolución histórica: de la simbiosis al principio de cooperación
En el Antiguo Régimen, el derecho eclesiástico era prácticamente equivalente al propio derecho de la Iglesia católica (ius publicum ecclesiasticum). La Iglesia asumía funciones estatales como la educación, la beneficencia o el registro civil. Durante la Segunda República (1931-1936), por primera vez se rompió con esa simbiosis y se estableció una separación estricta entre el interés público estatal y el religioso, en un marco de laicidad.
La dictadura franquista devolvió a la Iglesia un estatus cuasi público, con privilegios y competencias que confundían nuevamente lo religioso con lo estatal, aunque ni siquiera en aquel régimen se llegó a equiparar formalmente a la Iglesia con la administración pública: el Estado se reservaba siempre la capacidad normativa.
La Constitución de 1978 supuso un cambio radical. El artículo 16 proclamó la aconfesionalidad del Estado y, al mismo tiempo, la libertad religiosa. Sobre esa base, se estableció un modelo de cooperación con la Iglesia católica y con otras confesiones de notorio arraigo. A partir de ese momento, el Derecho eclesiástico del Estado se configuró como rama del derecho público, distinta del Derecho canónico, que sigue siendo el derecho interno de la Iglesia.
Redacción – Coordinadora RECUPERANDO
Derecho eclesiástico del Estado y derecho canónico: dos planos distintos
Un aspecto esencial que el escrito del Obispado pasa por alto es la diferencia entre derecho eclesiástico del Estado y derecho canónico. El primero es el conjunto de normas estatales —constitucionales, legales y jurisprudenciales— que regulan la libertad religiosa, el reconocimiento de las confesiones y los efectos civiles de algunos de sus actos. Es derecho público, emana siempre de la soberanía estatal y se aplica a todas las confesiones en un marco de igualdad. El segundo, el derecho canónico, es el ordenamiento interno de la Iglesia católica: regula el culto, la organización parroquial, la disciplina del clero o el uso de sus propios bienes. Es derecho confesional privado, válido dentro de la institución y para sus fieles.
Es cierto que el Estado español, mediante los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 y otras normas, ha remitido en ocasiones al derecho canónico para dar efectos civiles a ciertos actos, como el matrimonio religioso o la existencia de las parroquias. Pero esa remisión es siempre un acto soberano del propio Estado, que decide reconocer determinados efectos jurídicos al derecho confesional. Confundir estos dos planos —como hace el escrito del Obispado cuando entrelaza artículos constitucionales con cánones del Código de Derecho Canónico— supone un error de base: la normativa estatal de cooperación no convierte automáticamente a las normas canónicas en fuente de interés público.
Cooperación no es cesión de bienes públicos
El Tribunal Constitucional ha recordado en diversas ocasiones que el principio de cooperación no significa identificar el interés público con el religioso, sino practicar una neutralidad activa: garantizar el libre ejercicio de la libertad religiosa en condiciones de igualdad, sin discriminación ni privilegios. La cooperación puede traducirse en acuerdos, exenciones o facilidades, pero no en cesiones patrimoniales ilimitadas.
Y mucho menos en la cesión de bienes de dominio público. Estos bienes —calles, plazas, edificios destinados a usos colectivos— tienen un carácter especial: son inalienables, imprescriptibles e inembargables mientras mantengan su afectación al uso o servicio público. Son, además, bienes escasos, que deben preservarse como patrimonio común de toda la ciudadanía. Y la protección de los bienes de dominio público es una obligación constitucional (art. 132 CE). No se trata solo de un criterio de oportunidad política, sino de una garantía jurídica reforzada de inalienabilidad mientras dure su afectación
Proceder a su desafectación y posterior cesión de dominio a una confesión religiosa no es cooperación: es una privatización encubierta de patrimonio colectivo, en beneficio de una institución privada que, por mucho arraigo social que tenga, no forma parte de la Administración Pública ni puede equipararse a un servicio público.
Igualdad y pluralismo en juego
Hay que añadir una cuestión de fondo: si se justifica la cesión de un bien de dominio público a la Iglesia católica por su relevancia social, habría que aplicar el mismo criterio a otras confesiones religiosas que también cumplen funciones comunitarias y sociales. El resultado sería un vaciamiento progresivo del patrimonio público y una evidente vulneración del principio de igualdad.
El modelo constitucional español no permite privilegios exclusivos ni cesiones desproporcionadas. La aconfesionalidad del Estado obliga a un trato equitativo y a una clara separación de planos: la Iglesia puede tener relevancia social y generar beneficios sociales, pero el interés público lo define el ordenamiento jurídico estatal, y el servicio público es una categoría administrativa reservada al Estado.
Addenda: una consecuencia no prevista, más allá del caso de Cartagena.
Cabe destacar que el argumentario del propio Obispado —cuando reconoce expresamente que la Iglesia es una institución privada y no una administración pública— tiene unas consecuencias de enorme relevancia en otro terreno: el de las inmatriculaciones de bienes inmuebles hechas en ocasión de las previsiones del art. 206 de la Ley Hipotecaria (siempre antijurídico, luego inconstitucional, y expresamente derogado con la su reforma en 2015).
Ese artículo pretendía dar refugio legal-reglamentario a los obispos para promover actos administrativos registrales de inmatriculación de derechos reales presuntamente de la Iglesia, certificando unos hechos y títulos de dominio como si fueran fedatarios públicos, algo que siempre fue discutido porque implicaba el oxímoron de otorgar a una entidad privada una función propia de la administración pública.
Al reconocer en este documento el representante de la Iglesia Católica que no son administración pública, el propio Obispado está desmontando la premisa que pretendía justificar la aplicación acrítica del art. 206 LH y, de forma indirecta, reforzando las observaciones y reclamaciones sobre la nulidad plena de esas inmatriculaciones.
Esto funciona perfectamente como obiterdictum o addenda: no es el núcleo de este caso de Cartagena, pero emerge de forma natural como consecuencia lógica.
Conclusión
El caso del Obispado de Cartagena ilustra de manera ejemplar cómo se utilizan confusiones doctrinales para justificar la apropiación de bienes comunes. La memoria presentada por la diócesis mezcla categorías distintas y el Ayuntamiento va más allá incluso de lo solicitado, al tramitar la desafectación y cesión de dominio de un bien demanial.
La cooperación entre Estado e Iglesia católica nunca ha significado —ni puede significar— la entrega en propiedad de patrimonio público escaso a una institución privada. Defender esta distinción no es una cuestión ideológica: es una exigencia constitucional de laicidad, igualdad y protección de los bienes comunes.
Y, más allá de este caso concreto, hay que subrayar una consecuencia aún mayor: cuando la propia Iglesia reconoce que no es administración pública, está confirmando de forma indirecta la inconsistencia de haber utilizado durante décadas el artículo 206 de la Ley Hipotecaria para promover la inscripción registral de bienes mediante las declaraciones unilaterales de los propios obispos.
La contradicción es palmaria y refuerza la evidencia de que aquellas inmatriculaciones carecían de todo fundamento jurídico. Lo que se juega, en definitiva, no es solo un inmueble parroquial en Cartagena. También está en juego la coherencia del ordenamiento frente a un privilegio histórico de carácter puramente doctrinal, interpretativo y dogmático erróneo, que hoy se revela simplemente insostenible.





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