Una democracia moderna es inseparable del pluralismo y de la neutralidad religiosa en que consiste la laicidad. Son los elementos necesarios que apuntan en los orígenes de la modernidad, que cristalizan en la Ilustración y que se consolidan en los dos últimos siglos.
En ambos casos estos rasgos identificadores de la democracia traen causa de su condición esencial de sociedad abierta. Este concepto lo introdujeron en la filosofía política primero Bergson en Les deux sources de la morale et de la religion en 1932, y después, Popper en The Open Society and its enemies, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial (1945).
La sociedad abierta que es la democracia pluralista y laica se opone a la sociedad cerrada, que a su vez trae causa de una ideología antimoderna, tradicionalista y nacionalista. En esta ideología se refugia todo el antiiluminismo de plurales orígenes, desde el eclesiástico y sus fundamentalismos hasta los tradicionalistas o los fascistas del Estado ético. La sociedad cerrada desembocaba con esos perfiles ideológicos en un organicismo que consideraba al grupo como la realidad suprema, o a una verdad incontrovertible como la que se debió imponer necesariamente para alcanzar la libertad.
Esta perspectiva de la sociedad cerrada es definida por Bergson como un tipo de agrupación humana ‘cuyos miembros están unidos por vínculos recíprocos, indiferentes al resto de los hombres, siempre dispuestos a atacar o a defender, situados en una actitud de combate’. Para Popper, la sociedad cerrada se constituye, esencialmente, sobre una rigidez de comportamientos apoyados por una autoridad de carácter religioso. En todo caso, con diferencias sobre el valor de la intuición que Popper rechaza, para salir de la sociedad cerrada, ambos coinciden en que en la sociedad abierta se valora al hombre y a su dignidad, cada uno asume una responsabilidad personal y no se disuelve en el colectivo. Es la inteligencia usada libremente por cada uno, contra la superstición, el dogmatismo y la creencia en una verdad política única. Es, en definitiva, la vieja idea kantiana del hombre que no necesita andaderas la que identifica a la sociedad abierta. El nacionalismo radical, el fundamentalismo religioso o político del Estado ético son los signos de la sociedad cerrada y los enemigos de la democracia. En esta perspectiva adquieren todo su valor como fundamentos del sistema las ideas de pluralismo y de laicidad. Se puede afirmar que la sociedad democrática sólo puede ser plural y laica.
El pluralismo deriva de la propia condición humana y de la libertad de pensamiento, de conciencia, de cátedra, de la ciencia, de la investigación y de la creación artística. El pluralismo, una consecuencia del libre juego de la razón humana, no es obstáculo para la existencia de sociedades ordenadas y estables, siempre que sean sociedades tolerantes y donde se reconozca al otro, al ajeno, como un ser igualmente digno, libre y razonable, capaz de crear y de creer. La cooperación social y la amistad cívica sustituyen en las sociedades bien ordenadas, como son las democráticas, al enfrentamiento y a la dialéctica amigo-enemigo propios de las sociedades cerradas. El pluralismo es el único escenario posible de este modelo, lo que no significa que estas sociedades no incluyan concepciones filosóficas contrapuestas. Sólo es exigible que esas filosofías contrapuestas sean superponibles y no incompatibles. Deben ser, como dice Rawls, ‘filosofías comprehensivas razonables’, es decir, que expresan una concepción del mundo que se distingue de otras por los valores que prima, que suponen una cierta estabilidad, que no desean usar el poder político para impedir la expresión del resto de las doctrinas, y finalmente, que aunque crean en su verdad, no desean imponerla, ni piensan que supone, además, la única moralidad política.
Este pluralismo es imposible cuando una concepción del bien o una filosofía comprehensiva pretenden ser el núcleo de la razón pública, es decir, cuando intentan que su ética privada, su idea de la virtud, de la felicidad, del bien o de la salvación, es decir, su núcleo de verdad, se conviertan en la ética pública de la sociedad. La disolución de la ética privada en ética pública es propia de las filosofías totalitarias.
Íntimamente vinculada con la idea de pluralismo está la laicidad o la concepción laica del Estado, igualmente esencial para la democracia. En efecto, vincular laicidad con democracia es, desde otro punto de vista, reconocer la autonomía de la política y de la ética pública frente a las pretensiones de las iglesias de dar una legitimación social al poder político, vinculándolo con su particular concepción de la verdad en relación con su idea del bien, de la virtud o de la salvación. En el ámbito católico es un reflejo del agustinismo político, que no acepta que exista una luz propia y autónoma del mundo profano, y que sostiene que toda la luz procede de Cristo a través de su Iglesia, no sólo en su ámbito propio, sino también en el de la sociedad política.
En el fundamentalismo islámico, el control coránico extremo, administrado por su clérigos, pone igualmente en entredicho la posibilidad de una democracia plena.
La laicidad no supone una acción de la democracia contraria al hecho religioso ni a las instituciones eclesiales, aunque ciertamente ha existido y quizás existe un laicismo agresivo enemigo del fenómeno religioso, sobre todo en el siglo XIX. Es verdad que es normalmente reacción frente al asfixiante clima clerical del Estado Iglesia, como llamaba Fernando de los Ríos al Estado unido en España a partir de los Reyes Católicos, donde la unidad política se acompañó desde el principio con la unidad de la fe, haciendo así imposible la democracia.
No se trata, para responder al hartazgo de intromisión eclesiástica, de volver a ese laicismo decimonónico, cargado también de un contenido teológico, aunque sea negativo. Se trata de defender la neutralidad del Estado, su carencia de opiniones religiosas, frente a una concepción teológica de la política, que pretende imponer el uniformismo frente al pluralismo y el confesionalismo frente a la laicidad. Dice Bobbio que normalmente esas políticas de la Iglesia institución introducen en la defensa de intereses el espíritu de intransigencia dogmática propio de los principios. Para él, las cuestiones políticas son más de intereses que de principios, mientras que estos teólogos de mala fe trafican con principios para en realidad defender intereses. Por eso dirá Bobbio, en Tra due Repubbliche que ‘la consecuencia del espíritu teológico transportado al ámbito político es la elevación de los intereses, pero la degradación de los principios’.
Pero en nuestro ámbito cultural, la Iglesia católica, más modernizada, cumple, como Iglesia institución y en una línea más moderada pero igualmente incompatible con una sociedad democrática, el mismo papel. No afecta esta tesis ni a la religión en general ni a los valores cristianos ni al mensaje evangélico, sino a una forma de administrar esas verdades como incompatibles con otras y como de obligado cumplimiento para alcanzar la libertad. Esas premisas son difícilmente compatibles con la sociedad democrática y sus valores.
Por una parte, es difícil compaginar la falta de democracia interna en la Iglesia con una defensa externa de sus valores. Hay una cierta hipocresía, o una cierta esquizofrenia de servicio a dos señores incompatibles, cuando se defiende un sistema oligárquico y jerárquico para el gobierno de la Iglesia y se defiende con el entusiasmo de los neófitos la democracia política, aunque eso tampoco siempre. Esta defensa de la democracia es además reciente, y arranca de las primeras décadas del siglo XX. Véanse si no los años negros que van desde 1830, Mirari Vos, hasta 1880, Libertas, donde las encíclicas pontificias condenaban los ‘torpes deseos de libertad que quieren acabar con los sagrados derechos de los príncipes’, y calificaban a la libertad de conciencia de pestilente error, en una defensa a destiempo de las monarquías absolutas.
Pío X, en la encíclica Vehementer Nos, sobre la separación entre la Iglesia y el Estado en Francia, de 11 de febrero de 1906, defenderá la jerarquía y la falta de democracia interna de la Iglesia:’La escritura nos enseña, y la tradición de los padres lo confirma, que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo… En el seno de la cual hay jefes que tienen plenos y perfectos poderes para gobernar, para enseñar y para juzgar. De lo cual resulta que esta sociedad es desigual por esencia, es decir, es una sociedad que comprende dos categorías de personas: los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los distintos grados de jerarquía y la multitud de los fieles. Y de tal modo son distintos entre sí, que sólo en el cuerpo de los pastores reside la autoridad y el derecho necesario para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, ella no tiene otro deber que el de dejarse conducir y, rebaño dócil, seguir a sus pastores…’.
Este texto, que en lo esencial sigue estando vigente, aunque se enmascare con palabras más suaves, se expresa con el lenguaje de la literatura política justificadora del poder absoluto, que viene de Dios. Con esa filosofía se ejerce censura sobre escritos de religiosos, teólogos, filósofos, y también de creyentes laicos. Incluso se limitan derechos fundamentales, y se incapacita para trabajar como profesor de religión por razones que afectan a la intimidad y que son perfectamente lícitas en la sociedad civil.
Pero la dificultad mayor para que la Iglesia pueda integrarse en una sociedad democrática procede de esa consideración, extrapolada al ámbito político, de que es la detentadora y la administradora de la Verdad con mayúsculas, que es la verdad de Dios. Esa postura sería compatible en el ámbito de la ética privada, es decir, si se sostuviera que la verdad que hace libres es la que afecta al ámbito de la moralidad individual. Creer que el mensaje cristiano libera a los individuos y es el camino de la salvación, es perfectamente compatible con la sociedad democrática, que además debe en sus estructuras constitucionales favorecer que ese mensaje pueda ser transmitido, e incluso promover las condiciones y remover los obstáculos para alcanzar ese fin. Pero la Iglesia institución está presente en los ámbitos del poder político, incluso hasta Pío IX, el último soberano con poder político real, y hoy mantiene un poder político simbólico, el Estado Vaticano.
El traslado al ámbito político del principio ‘la verdad nos hará libres’ supone la superioridad de la Iglesia respecto de conceptos democráticos como participación, representación, sufragio, soberanía. Ésta es la orientación hoy imperante impulsada desde Roma, que aparta la compatible con la democracia que se expresaba en el Concilio y antes en la encíclica Pacem in Terris, de Juan XXIII. A la conciencia individual como motor de la participación política del cristiano le sustituye la vieja idea del orden del universo creado por Dios. Así, se pretende que una concepción del bien sea el núcleo definidor de la ética pública. La ética privada invade y sustituye a la ética pública, lo que es incompatible con lo que Rawls llama una sociedad bien ordenada, es decir, una sociedad democrática.
Otra cosa es el talante democrático de muchos cristianos y la cooperación social que prestan, en muchos casos impagable. Eso demuestra que no es la religión la que es incompatible con la democracia, que incluso tiene muchas raíces evangélicas, sino unas instituciones jurídicas y económicas que pretenden ejercer en una sociedad plural y laica el monopolio de la verdad. En ese aspecto se comprende bien el valor esencial que tiene el espíritu laico para la Democracia.
+++++++++++++++++++++ COMENTARIO +++++++++++++++++++
Ante la polémica planteada en lo últimos meses por la persistencia en los centros educativos públicos de símbolos religiosos, nos parece oportuno echar la vista atrás para buscar las raíces de las cuales emanan los ordenamientos jurídicos democráticos, entre los que se encuentra nuestra Constitución.
Fue en el siglo XVIII con la Ilustración, cuando se establecen por primera vez los derechos del hombre y del ciudadano, de donde surgen los principios básicos de un estado moderno y democrático en el que la libertad, la igualdad y la justicia fueran la base de su organización.
La Ilustración fue un movimiento europeo que surgió después de las guerras de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII, que se abrió paso para fundamentar de una forma secularizada y sin respaldo de ninguna autoridad religiosa, una ética civil.
Los ilustrados, en lugar de apelar a mandamientos religiosos, confiaban en el sentido moral y en la sensibilidad humana que habla a la conciencia individual. No se trata de una moral de preceptos, sino de una ética de sentimientos que esboza un modelo de persona honrada que se guía por su conciencia privada y obedece a su corazón sensible.
Los ilustrados querían una sociedad laica, abierta, tolerante en religión y democrática en política. Pretendían que la gente se atreviera a analizar la realidad de manera libre y crítica y no mediatizada por dogmas de ningún tipo.
La supresión de la tortura, la lucha contra la esclavitud, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión, la tolerancia religiosa y la emancipación del juicio particular en los campos de la política y la religión fueron productos de la Ilustración.
Las religiones han contribuido también a mejorar las condiciones de vida de las personas a través de unos preceptos humanitarios de obligado cumplimiento para sus fieles, pero al considerase cada una de ellas poseedora de la verdad absoluta hace muy difícil el diálogo con los otros, pues no se puede hablar de igual a igual con alguien al que se considera en el error.
Es en los países democráticos, herederos de la Ilustración, donde los ciudadanos gozan de un mayor grado de libertad y justicia, y en todos ellos la separación entre iglesias y estado está recogida en sus leyes fundamentales, aunque en algunos persisten ciertos sectores que de manera más o menos solapada se resisten a ello y pretenden conservar cierta influencia.
España, que se incorporó aunque de manera tardía con respecto a otros países de su entorno al grupo de naciones democráticas y que posee una constitución dónde se establece la libertad e igualdad de las personas, se garantiza la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la no confesionalidad del Estado, no cuenta con una escuela pública acorde con estos principios.
El ideario de la escuela pública debería ser la Constitución misma. Al no avalar ésta a ninguna creencia determinada, sino al respeto de unas normas jurídicas que hagan posible la convivencia entre todos, la escuela pública debería ser neutral en materia ideológica y religiosa y promover el aprendizaje de hábitos de diálogo y tolerancia entre sus miembros, donde no cupiera la ventaja de ningún grupo por mayoritario que fuese. Por ello la religión no debería formar parte de las áreas curriculares ni impartirse en la escuela. Serían las familias y la Iglesia las encargadas de transmitir las creencias religiosas, pues esa es su obligación moral y disponen de los medios necesarios.
De esta manera la escuela pública garantizaría la libertad de conciencia, la igualdad y el respeto estricto entre todos.
Pero sería necesario para ello que los poderes públicos se atrevieran a aplicar lo que claramente dicta la Constitución al respecto.