Las mujeres que cayeron en las redes del Patronato iniciaron un periplo de encierro, humillaciones, abusos y explotación que es desconocido para la mayor parte de la población. Queda hoy en la impunidad de un silencio que tenemos el deber de romper.
Es difícil creer que durante más de cuatro décadas existiera en Galicia, como en el resto del Estado, una institución moralizante que cerraba en congregaciones religiosas a aquellas jóvenes que consideraba descarriladas por no encajar en el estrecho molde franquista, que sólo preveía para ellas la conversión en devota esposa y madre católica. Es difícil creer que a pesar de llevar casi medio siglo de democracia, la mayoría de la población desconozca que fue esto del Patronato de Protección a la Mujer o, lo que es aún peor, que haya quien siga pensando que eran caritativas monjas que ayudaban a chavalas que habían perdido su camino en la vida.
El silencio y la perpetuación del relato de la dictadura siguen obviando la memoria de las mujeres, siguen siendo chinas que nos impiden avanzar en la construcción de una historia más justa con la parte femenina de la población, la más perjudicada sin duda por la puesta en marcha de este organismo que no sólo habilitó en conventos cárceles para niñas “descarriladas”, sino que fue una herramienta poderosa de control sobre el ámbito más íntimo de toda la población. Fue el ojo nacional católico controlando el proceder desde la cerradura de los cuartos.
La dictadura crea el Patronato a través de un decreto del 6 de noviembre de 1941 que establece como objetivo preservar a las mujeres “caídas o en riesgo de caer”. La excusa es amparar as jóvenes que habían sido prostituidas o habían estado en peligro de serlo, pero la parte de la documentación que aún se conserva en los archivos —a pesar de la orden de destruir los expedientes que dio el organismo a las congregaciones en la recta final de la dictadura—, avala que ni tenía nada de protector ni actuaba exclusivamente en el ámbito de la prostitución.
Caer en las redes del Patronato significó iniciar un periplo de encierro, humillaciones, maltratos y explotación laboral. Rezar, limpiar y trabajar eran las máximas impuestas
En Galicia no llega a dos de cada diez mujeres las que tenían relación con este mundo y desde luego ninguna estuvo protegida. Caer en las redes del Patronato significó iniciar un periplo de encierro, humillaciones, maltratos y explotación laboral. Rezar, limpiar y trabajar eran las máximas impuestas en unos centros que poco tenían de formación. En las escasas dos horas que internas como Consuelo García del Cid cuentan haber pasado en aulas, lo que se les enseñaba era a planchar, a coger la aguja o nociones aritméticas básicas que les permitieran desempeñar con habilidad los trabajos que las congregaciones tenían previstos para ellas: dentro de los centros, convertidos en naves de explotación laboral para empresas del sector textil, de confección de muñecas, de cartonaje, pero también fuera, como asalariadas de familias del régimen a las que les hacían de criadas o cuidadoras de crianzas por un sueldo que acababa en las arcas de las monjas, las más de las veces, de manera íntegra.
De las tablas que se fueron publicando desde la Junta Nacional, podemos testimoniar que sólo en la provincia de Pontevedra había un promedio de medio ciento de nuevos internamientos cada año
Es difícil hacer un acercamiento estadístico al número de mujeres que pasaron por los centros gallegos. Apenas se ha encontrado documentación de las juntas que regulaban su funcionamiento en Pontevedra y Lugo, pero de las tablas que se fueron publicando desde la Junta Nacional que bajo la presidencia de Carmen Polo encabezaba desde Madrid un organigrama con ramificaciones en todas las provincias, podemos testimoniar que, por ejemplo, sólo en la provincia de Pontevedra había un promedio de medio ciento de nuevos internamientos cada año: de los 111 recogidos por vez primera en una informe de la década de los 40, se pasó a 51 en un año de la siguiente década y ya en los 70, la etapa de la muerte del dictador, era 47 nuevos expedientes anuales los que se sumaban a los de las ya internas.
El decreto de creación recogía la actuación sobre chicas entre los 14 y los 21 años, pero en 1952, es decir en esa década que la historiografía suene marcar como un valle de cierta tranquilidad entre la voraz represión de los primeros años después del golpe y la persecución contra el movimiento antifranquista, obrero y estudiantil de la década de los 60, se produjo un cambio en la normativa que aumentó las potestades del Patronato: incrementando hasta los 25 la edad en que podían acabar internas y hasta posibilitando que las familias perdieran la patria potestad en favor de las Juntas Provinciales si mostraban oposición a su proceso reformatorio.
Eso era lo que vivía una niña que caía en manos del Patronato, un proceso reformatorio de mayor o menor dureza dependiendo de la congregación religiosa que lo llevara a cabo. Encerrarlas durante días en cuartos sin ventanas, darles tan mal de comer que les robaban los carozos de la verdura a los conejos para matar el hambre, pegarles, obligarles a vaciar con las manos los váteres atascados con los excrementos y las lombrices intestinales de otras internas, raparles el pelo y hasta obligarlas a acceder a las pretensiones sexuales del jardinero de las congregaciones fueron algunas experiencias que patronatas o familiares de patronatas narraron en primera persona en las charlas sobre el organismo organizadas en septiembre en Moaña y en noviembre en Compostela.
El de Loli Benito, víctima de los abusos del jardinero, fue uno de los más duros pues llegó a la institución después de quedar embarazada de su padre, que la violó desde que era niña. Pero nadie preguntó, estaba embarazada siendo menor y era una vergüenza para la familia. Consuelo García del Cid lo era por participar en manifestaciones políticas durante los años 60 mientras que Eva García de la Torre y Mariaje López llegaron a la explotación laboral y la humillación de la manos de sus propias madres, que no pudiendo hacerse cargo de ellas creyeron que en aquellos centros conseguirían la protección que de manera hipócrita pregonaban las monjas, cuando ni tan siquiera tenían edad para ser Patronatas.
Las memorias que periódicamente elaboraba la Junta Nacional habida cuenta los datos acercados por las Juntas Provinciales testimonian que fue obsesión de las cuatro gallegas la creación en sus territorios de reformatorios ad hoc para el Patronato, pero, afortunadamente, sólo lo consiguió Lugo con la apertura de Nuestra Señora de los Ojos Grandes en 1953, así que fueron instalaciones que las congregaciones ya tenían operativas las que formaron la red del organismo en la Galicia: las de las Oblatas en Ferrol, Bouzas y Compostela; las de las Adoratrices en Ourense y A Coruña; las del Buen Pastor en Tui o las de las Trinitarias en Vigo.
Además, en esta misma ciudad, Bañobre y Compostela, Las Hijas de María Inmaculada tenían adscritos al Patronato centros que actuaban como una especia de INEM para colocar internas de sirvientes en las casas acomodadas. Y para aprender a servir estaba el Hogar-taller Santa María de Goretti que tenían, también en Vigo, las Esclavas de la Virgen Dolorosa, congregación que a partir de 1960 gestionó en Pousa-Crecente las instalaciones a las que las juntas derivaban a mujeres con algún tipo de discapacidad intelectual.
En todas ellas, las monjas les grabaron tan al rojo vivo que eran unas descarriladas, el despojo de la sociedad, que es muy complicado que alguna de las internas reconozca aún ahora haber pasado por las instalaciones, a pesar de que, a diferencia de otros colectivos afectados por la represión, haya muchos testimonios en primera persona, pues el Patronato sobrevivió una década al dictador. En 1983, un Mariano Rajoy secretario de la Comisión Mixta prevista en el Estatuto de Autonomía firmaba el traspaso del organismo a la Xunta y a pesar de que su cierre oficial se sitúa en 1985, la documentación que se conserva en el Archivo Histórico Provincial de Pontevedra testimonia que aun hubo ingresos en el primer trimestre de 1986.
Las que, como Consuelo, Loli o Mariaje sí salieron a la luz piden que no les llamemos víctimas, sino supervivientes porque para ellas víctimas son las compañeras que no pudiendo soportar el encierro del Patronato, se quitaron la vida. Los maltratos fueron de tal calibre que muchas padecieron dolencias mentales y manicomios como el de Ciempozuelos tenían plantas enteras dedicadas a estas internas. De ahí el título que la revista Vindicación Feminista le dio en septiembre de 1977 a un monográfico sobre la institución que la dictadura ordenó secuestrar: “Patronato de protección a la mujer: fábrica de subnormales”.
De hecho, el archivo de Pontevedra atesora expedientes de niñas con dolencias psíquicas a las que las juntas no permiten regresar al hogar. En su composición encontramos los mismos nombres, los mismos apellidos, que durante décadas se habían vinculado a la dictadura: familiares de Barrié de la Maza o Alfonso Molina en la coruñesa, o el propio Lino Sánchez, el guardián del expolio a Castelao, formando parte de la pontevedresa durante cuatro décadas.
La relación del organismo con el robo de bebés es también estrecha. La viguesa Noemí Lima inició en el 2013 un proceso judicial que demostró que aún en 1987 monjas viguesas le habían dicho a su madre que había nacido muerta y la habían entregado en adopción. Pero su caso, como el de cientos de gallegas que pasaron por el Patronato, queda todavía hoy, medio siglo después de la muerte del dictador, en la impunidad de un silencio que tenemos el deber de romper.