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Ya acabó la Magna y nuestras autoridades -religiosas y civiles, si es que aún existe esa diferencia- están exultantes. Centenares de miles de personas en la calle, miles de policías manteniendo el orden estricto, ríos de tinta comentando los exornos florales, las marchas y el andar de los pasos. En pleno mes de diciembre.
Cada uno a lo suyo. La iglesia celebra el repunte de la religiosidad popular que la compensa de la realidad de las iglesias vacías a diario. El alcalde ha visto cumplido su sueño húmedo de procesiones ordenadas policialmente, donde la gente no se acerca a los pasos y la ciudad luce cerrada y ordenada como una urbanización del Alfarafe. Y la Junta de Andalucía se ha gastado en el show los centenares de miles de euros que no gasta en promover la cultura andaluza.
Pero no se engañen. Lo que se ha visto estos días en la calle no son cofradías. Son pasos andando por un circuito: un pasódromo donde palios y cristos se exhiben uno detrás de otro, sin más motivación que el espectáculo en sí mismo. Un show sin alma montado para entretener a visitantes, contentar a los coleccionistas de estampas y que los políticos saquen pecho.
El espectáculo banal de la Magna está a siglos de distancia de la emoción de los barrios, de las vísperas, de las tradiciones familiares y personales que construyen desde hace siglos nuestra semana más mágica. La semana santa tiene sus códigos. Es una clave que explica e implica a la ciudad entera; cargada de detalles; con su estética y sus liturgias propias. Parte de la religiosidad y necesita de la devoción e incluso el fervor hacia las imágenes, pero es muchísimo más que eso.
No pueden tomarse elementos aislados de la celebración y repetirlos a conveniencia sin riesgo de desnaturalizar una de las manifestaciones más profundas de la ciudad. La Magna no ha sido ningún congreso. No han venido especialistas a hablar de nada. Tampoco ha sido ninguna misión pastoral por zonas inusuales. Ni siquiera ha sido la celebración de un acontecimiento vinculado al mundo de alguna hermandad. Se ha tratado, simplemente, de una feria de pasos. Sin más objetivo que el lucimiento del evento mismo, de sus protagonistas y sus organizadores. Es puro consumismo cofrade: pasear a las imágenes más conocidas de la semana santa para entretenimiento popular.
Esta superficialidad que tanto gusta a los nuevos líderes de la ciudad va camino de cargarse nuestra semana grande. Sin saberlo, coinciden con la vieja aspiración de esa parte de la izquierda sevillana que nunca ha sido capaz de entender el carácter popular de la semana santa: que se cree un pasódromo por donde semanalmente circulen, de la manera más aséptica y ordenada posible, procesiones y bandas de música. La mayoría de los capillitas de año entero que confunden la estética con la ética se abonarían a ese espacio reservado donde jugar a los pasos a su antojo. En fin. Que no lo oigan nuestros regidores y obispos, que lo ponen en pie mañana mismo.
En todo caso, esta vulgarización de los ritos más profundos de Sevilla es profundamente cateta. Nada hay más cateto que ser incapaz de entender la ciudad. Por mucho que hable de ‘sevillanía’ o ‘saber estar’ quien no entiende lo que tiene delante de los ojos es un ignorante, un paleto. Lo más auténtico de toda esta celebración fue el momento en que el capataz de la virgen de Setefilla dijo que por fin empezaba la procesión del pueblo y pidió que quien quisiera a la virgen, la cogiera. Muchos sevillanos vieron ese momento desde el sarcasmo, felices de que el Alcalde haya mandado a la policía a impedir que las vírgenes de Sevilla en la calle anden al ritmo que le marcan su gente. No entienden de dónde viene la emoción y les basta el nuevo carrusel cofrade de la navidad. La catetada magna.