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Fuentes: Kalewche [Imagen: Sócrates enseñando filosofía a dos discípulos. Créditos: Manuscrito árabe del siglo XIII, Palacio de Topkapı (Estambul), tomado de la Wikipedia]

El librepensamiento fuera de Occidente y antes de la modernidad · por Federico Mare

​Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Una de las críticas más zonzas, pero no por eso menos perniciosas, que se le hace al librepensamiento de matriz irreligiosa es que constituye una manifestación cultural exclusivamente occidental, un fenómeno espiritual que –se aduce ad nauseam– no está presente en otras civilizaciones del orbe. Este cuestionamiento, que como veremos carece de todo fundamento, se halla muy extendido en el campo intelectual, y ha dado pábulo a la leyenda negra según la cual el escepticismo, el deísmo[1], el agnosticismo y el ateísmo serían cosmovisiones eurocéntricas, encorsetadas en la tradición grecolatina y la modernidad europea. Nada más lejos de la verdad.

Tres obras me guiarán en este breve periplo indagatorio: The alternative tradition: a study of unbelief in the Ancient World, de James Thrower (La Haya, Mouton, 1980); “Ateísmo y religión: perfil histórico de un debate” (1997), de Gonzalo Puente Ojea, extenso ensayo incluido en su libro Ateísmo y religiosidad: reflexiones sobre un debate (Madrid, Siglo XXI, 2001, 2ª ed., pp. 97-255); y Freethinkers of Medieval Islam: Ibn Al-Rawāndī, Abū Bakr Al-Rāzī and Their Impact on Islamic Thought, de Sarah Stroumsa (Leiden, Brill, 1999). Mi deuda historiográfica y filosófica con estos tres textos es enorme. Dejo constancia de ella.

Dice Puente Ojea en el precitado ensayo:

“La impugnación teórica de los postulados de la creencia en la divinidad no es de ahora, sino que se remonta a un tiempo muy pretérito, en el que individuos excepcionalmente dotados de gran carácter y notable inteligencia pusieron en cuestión las tradiciones religiosas de su sociedad y debatieron con estimable rigor las ancestrales creencias en Dios o en dioses, dejando así una profunda huella en la historia intelectual del ser humano. (…)

En las civilizaciones del Oriente fue emergiendo, aunque trabajosamente, una reflexión crítica sobre las especulaciones religiosas relativas al origen y gobierno del universo natural y social. Esta reflexión crítica revistió diversas tonalidades en función del carácter de cada pueblo, partiendo frecuentemente de preocupaciones morales unas veces, o alimentadas otras veces por preocupaciones intelectivas de orden cosmológico. Los poderes dominantes en estas sociedades antiguas se movían, en términos generales, en una concepción del mundo inscrita en el eje de coordenadas que expresan dos ideas que se combinan o entretejen en la visión mítico-religiosa, a saber, la realeza de los dioses y la divinidad de los reyes, de tal manera que la reflexión crítica de orientación agnóstica o atea se veía sometida a un mayor o menor grado de hostilidad –según los lugares y los tiempos– de esos poderes dominantes. Pero, en ocasiones, éstos eran accesibles a especulaciones morales y cosmológicas que rompían hasta cierto punto la compacidad o coherencia de las tradiciones ideológicas heredadas”[2].

En opinión del eminente historiador y filósofo español –opinión que suscribo totalmente–, es preciso rememorar y difundir los grandes hitos de la historia universal del librepensamiento irreligioso, aquello que Thrower ha denominado tradición alternativa. Es necesario

“…romper, en el ámbito del gran público, con la inveterada convicción de que solamente las tradiciones religiosas han acompañado al proceso civilizador de la humanidad, y que hay que llegar prácticamente a la Europa del siglo XVIII para que la ilustración de las mentes hubiera permitido a los hombres acceder a la radical puesta en cuestión de Dios y de la visión mítico-religiosa de la realidad. Las cabezas algo mejor informadas habían oído hablar del ateísmo de algunos pensadores griegos, pero los estereotipos asimilados en la escuela y el hogar les hacían dar por descontado que en el curso de la historia se habían olvidado feliz y legítimamente las fantasías irreligiosas de tales excéntricos, que incluso en reputados manuales universitarios sólo disfrutaban de una breve cita. El estudio objetivo de la realidad histórica nos brinda el apasionante panorama de la temprana inquietud de los seres humanos más lúcidos por indagar, más allá de los velos de los mitos religiosos, sobre la verdadera naturaleza del universo y su origen, sobre el ser humano y su destino, y sobre la sociedad.

La especulación teorética sobre estas grandes cuestiones no surgió de una simple curiosidad intelectual, sino que también fue estimulada por las complejas repercusiones psicológicas, cognitivas y morales generadas por transformaciones en la organización económica, social y política en el seno de constelaciones culturales en las que la legitimación de las estructuras de poder –familiar, tribal, territorial, etc.– estaba íntimamente vinculada a las concepciones religiosas del mundo que promovían las oligarquías dominantes. Lo político y lo cultual, y sus respectivos administradores, constituían dos vertientes del mismo sistema de creencias y de dominación, de tal modo que el cuestionamiento de la visión mítico-religiosa vigente amenazaba igualmente a los detentadores del poder político y a los administradores del poder religioso.

Cuando la vigencia social del sistema de creencias pierde peso o comienza a ser públicamente cuestionado; es decir, cuando la adhesión sin fisuras a los fundamentos sobrenaturales o divinos de la organización social se debilita, empiezan a manifestarse públicamente interrogantes y dudas sobre la validez ideológica de esos fundamentos, iniciándose una revisión de las representaciones colectivas y de los soportes de la obediencia civil [3].

A la luz de las evidencias hoy disponibles, al menos tres notables civilizaciones no occidentales produjeron intelectuales netamente irreligiosos: India, China y el mundo árabe. Las dos primeras de manera totalmente autónoma, endógena, y el último bajo la influencia proficua de la antigua filosofía griega, sobre todo aristotélica.

En la India del siglo VII a.C., la escuela nástika (heterodoxa) de Carvaka o Lokayata desarrolló una concepción abiertamente racionalista y crítica, materialista y atea, anticlerical y hedonista, haciendo caso omiso del principio de autoridad, los dogmas védicos y la tradición brahmánica (negó la existencia de los dioses, del alma, etc.). Es cierto que el budismo y el jainismo primigenios también cuestionaron por entonces, o poco antes, la veracidad de los Vedas (textos sagrados del hinduismo) y la existencia de los devas (deidades), lo mismo que la legitimidad de los brahmanes. Pero, como contrapartida, absorbieron muchos elementos metafísicos de la religión hinduista, como la rueda del samsara (reencarnación) y el karma. En cambio, la escuela filosófica de Carvaka supo conjugar el antiteísmo con la antimetafísica. A los Brihaspati sutra, los escritos fundamentales de esta corriente disidente, les cupo la misma suerte que al Peritheon del griego Protágoras de Abdera: la hoguera de la intolerancia religiosa. Los pocos fragmentos que se conservan de ellos son citas apostrofadas que aparecen en tratados hostiles redactados por brahmanes. Reproduzco algunas, a título ilustrativo:

“Sólo existe lo perceptible; lo no perceptible no existe, por la razón de que nunca ha sido percibido.

No hay ningún cielo, ni liberación final, ni alma alguna en otro mundo.

Los brahmanes se han establecido aquí solamente como un medio de vida.

Los tres Vedas son una estafa. (…) Los tres autores de los Vedas eran bufones, bribones y demonios.

La conciencia perteneciente a un cuerpo no puede decirse que sea la causa de la conciencia en otro cuerpo. (…) Ninguna conciencia se traslada a la vida fetal. Un niño debe aprender fuera de sí mismo lo que sabe.

Nadie ha observado jamás la transferencia de conciencia de un cuerpo a otro. (…) ¿Quién ha visto el alma existiendo en un estado de separación del cuerpo? ¿No es la vida resultado de la configuración última de la materia?

El único fin de los hombres es el goce de los placeres sensuales. (…) El dolor del infierno radica en las desgracias que surgen de los enemigos, las armas, las enfermedades (…). Es insensato el que se agota en penas, ayunos, etc. La castidad y otros tales preceptos son impuestos por débiles listos… El sabio debe gozar de los placeres de este mundo mediante los medios visibles apropiados, como la agricultura, la ganadería, el comercio, la administración política, etc.

Estos estúpidos son engañados por los mentirosos sastras [tratados religiosos] y alimentados por las seducciones de la esperanza. ¿Pero pueden la mendicidad, el ayuno, la penitencia, la exposición al sol ardiente que depaupera el cuerpo, compararse con los arrebatadores abrazos de las mujeres de ojos grandes […]?”[4]

Señala el filósofo británico James Thrower que el ateísmo materialista de Lokayata perduró en India, como escuela filosófica, durante más de un milenio, hasta que “virtualmente se extinguiera hacia el siglo VII de nuestra era bajo la ascendente ola del idealismo religioso. No obstante, aún era digna de alusión en una época tan tardía como el siglo XIV, cuando Madhavacarya redactaba sus Sarva-darsana-sangraha, una de nuestras fuentes principales para conocer el sistema de Carvaka[5].

También en la China antigua hubo librepensadores de talante más o menos crítico, filósofos que se atrevieron a dudar de la veracidad de las tradiciones y los mitos, y aun negarla de plano. E igual que en el caso de la India, su emergencia histórica nada le debió al influjo intelectual del helenismo. Tanto en la ortodoxia confuciana como en la heterodoxia taoísta –subraya Thrower– encontramos numerosos ejemplos de planteos relativamente racionalistas, materialistas, escépticos y humanistas, los cuales revelan un progreso nada desdeñable de la irreligiosidad: renuencia a las explicaciones causales providenciales o sobrenaturales, valoración puramente pragmática de los rituales, crítica sin concesiones a las supersticiones populares (magia, adivinación, exorcismo), rechazo de la doctrina de la inmortalidad del alma, impugnación del budismo por su creencia en el karma y la reencarnación, ridiculización del culto doméstico a los espíritus de los antepasados, despersonalización del Mandato del Cielo (Tian Ming), desacralización de la figura del emperador, etc.

La cima del librepensamiento chino antiguo es Wang Chong. Vivió en el siglo I de nuestra era, en tiempos de la dinastía Han. Fue un racionalista convencido y militante. Definió la razón como “odio a las ficciones y falsedades”[6]. Su ontología, con aciertos y errores, era desembozadamente materialista. Concebía los fenómenos naturales como inmanentes y no intencionados, distanciándose así de todo providencialismo y teleologismo. Prescindía del Tian Ming en sus indagaciones causales. La buena suerte y la desgracia eran, para él, puramente casuales, fortuitas. A su entender, no hay vida después de la muerte, pues el alma muere con el cuerpo.

Por otro lado, Wang Chong se empeñó a fondo en desarrollar una interpretación determinista o mecanicista de la naturaleza, a través de las categorías protocientíficas del yin y el yang. Con admirable perspicacia aseveró: “Labrar, escardar, sembrar son actos motivados, pero si la simiente crece y madura o no, depende del azar y de la acción espontánea. ¿Cómo lo sabemos? Si el Cielo hubiera producido sus criaturas a propósito, debía haberles enseñado a amarse unas a otras”[7]. En su cosmovisión no hay lugar para ninguna divinidad creadora ni «diseño inteligente».

Su escepticismo era cosa seria. En una de sus obras escribió: “¡Cuan absurdo es imaginar (…) que el Cielo o la Tierra puedan entender las palabras del hombre, o preocuparse de sus deseos!”. En otra señaló: “exorcizar es trabajo perdido, y ningún daño causa su omisión”. Son las generaciones “decadentes” las que “fomentan la creencia en espíritus. Hombres insensatos buscan alivio en el exorcismo”[8]. Negaba así, sin pelos en la lengua, cualquier eficacia objetiva a las plegarias y las artes mágicas.

Wang Chong tampoco aceptaba la noción metafísica de destino. A su juicio, la vida humana es una combinación de idiosincrasia, voluntad y azar.

La civilización árabe, en su edad de oro, también vio florecer el librepensamiento, aunque no de manera endógena, sino al calor del legado cultural griego, de modo análogo a la antigua Roma y –en menor medida– la Persia sasánida. Empero, más allá de esa ventaja inicial, la falsafa –la filosofía islámica– alcanzaría un brillo propio, trascendiendo el umbral de la mera recepción pasiva del aristotelismo y neoplatonismo.

¿Hubo pensadores ateos o agnósticos en el Medioevo árabe? Es difícil saberlo con seguridad. Los términos mulhid y zindiq solían ser esgrimidos, desde la trinchera de la ortodoxia sunita, para descalificar tanto a librepensadores ganados al ateísmo o agnosticismo, como a teólogos musulmanes de ideas heréticas (chiitas y jariyíes, por ej.) o que habían apostatado del islam, como así también a los filósofos deístas que creían en Alá pero que recusaban al profeta Mahoma y la revelación coránica.

Un caso particularmente notable, entre muchos otros, es el del librepensador persa Ibn al-Rawandi (827-911). Hijo de un erudito judeoconverso que había ayudado a los musulmanes a refutar el Talmud, se formó y destacó en la escuela mutazilí, que luego abandonó para acercarse al chiismo, el judaísmo y el maniqueísmo, y acaso también al cristianismo. Fue discípulo de Ibn al-Warraq, un pensador heterodoxo sumamente escéptico en relación a la revelación coránica y el profetismo de Mahoma. No está claro si al-Rawandi fue un chiita muy heterodoxo afín al deísmo, o un ateo –o agnóstico– que cortó totalmente sus amarras con el islam, puesto que las fuentes primarias discrepan sobre este punto. Pero no hay dudas que cultivó un racionalismo crítico de raigambre aristotélica con altas dosis de irreligiosidad, ganándose así el odio visceral del establishment ortodoxo. Su Libro de la Esmerada, hoy perdido, fue duramente reprobado por considerárselo blasfemo, igual que el resto de sus obras.

Para escándalo y furia de sus contemporáneos, al-Rawandi llevó al banquillo de los acusados al mismísimo Mahoma, y con él al sacrosanto Corán. Opuso –o al menos antepuso– la razón a la fe, y negó de plano tanto el dogma de la predestinación como el de la inmortalidad del alma. Asimismo, habría rechazado la creencia según la cual el mundo es una creación ex nihilo de Alá, postulando en vez de ello la eternidad del cosmos. Arremetió sin piedad contra las profecías y los milagros atribuidos a Mahoma, lo mismo que contra las prácticas devocionales que juzgaba irracionales: el rezo mirando hacia la alquibla, la peregrinación a La Meca, el culto a la Kaaba, los tabúes nutricionales…

Sus acaloradas polémicas con los ulemas adquirieron gran notoriedad pública. Hasta la plebe se entretenía con ellas. Tanto es así que la tradición oral árabe conservó, durante muchos siglos, diversas leyendas atinentes al filósofo loco que discutía con Alá.

La islamóloga israelí Sarah Stroumsa, en su libro ya citado, ha rescatado del olvido a otro gran librepensador persa del Islam medieval: el médico y filósofo Abu Bakr al-Razi (c. 865-925). También en él se advierte un ethos racionalista, heterodoxo y disidente, aunque más moderado que en al-Rawandi. Intelectual desprejuiciado, muy imbuido del espíritu crítico de la falsafa, habría cuestionado la revelación profética como vía de conocimiento teológico, dudado de la sacralidad del Corán, y denegado todo valor probatorio a la milagrería endilgada a Mahoma.

De hecho, el impacto secularizador de la falsafa medieval llegó hasta el corazón mismo de la Cristiandad europea, lo que constituye una paradoja para aquellos creyentes occidentales proclives al orientalismo romántico santurrón: el estereotipo del Oriente como bastión inmaculado de la fe, como manantial premoderno de la religiosidad, en cuyas aguas Occidente debería regenerarse haciendo un baño de inmersión espiritual que limpie sus pecados de incredulidad. Sirva este botón de muestra, aunque a riesgo de incurrir en una digresión: el sacro emperador romano-germánico Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), quien también fue rey de Sicilia y Jerusalén (dos reinos mediterráneos fuertemente influidos por la vecina civilización árabe), mereció los apodos de stupor mundi y “Anticristo” debido a sus heterodoxas ideas e inusuales costumbres, fuertemente permeadas por el escepticismo y el hedonismo, en un contexto de intensa interculturalidad y transculturalidad (dos apodos –el de stupor mundi y el de “Anticristo”– que de ningún modo son reductibles a la mera puja de poder con la Iglesia católica y el rimbombante anecdotario de excomuniones papales). Dice al respecto el historiador inglés Piers Paul Read:

“A diferencia de los monarcas del norte de Europa, cuya educación estaba limitada por el programa que fijaba la Iglesia católica, Federico, gracias a su educación en Palermo, estaba familiarizado con las ideas bizantinas y arábigas. Ambas estaban más evolucionadas que el pensamiento latino y lo llevaron a una tolerancia con sus seguidores que contrastaba marcadamente con los sentimientos de los partidarios de otros reyes cristianos. El trato indulgente de Federico para con los musulmanes de su reino escandalizaba a algunos de sus contemporáneos católicos, pero casi con toda seguridad provenía tanto de consideraciones prácticas como ideológicas (…).

Para Federico, el que sus súbditos musulmanes dependieran de su favor hacía que le inspiraran aún más confianza: tenía, por ejemplo, un guardaespaldas sarraceno. (…) Aunque también, como en cualquier época, había una progresión natural de la tolerancia a la indiferencia, y de la indiferencia al abierto escepticismo, y algunos de los contemporáneos de Federico se preguntaban si éste creía o no en Dios.

Por la oscura propaganda que le harían más tarde sus enemigos, es difícil distinguir realidad de ficción: pero es significativo que incluso sus contemporáneos musulmanes, como el cronista damasceno Sibt Ibn al-Jawzi, pensaran que Federico era ‘casi seguro un ateo’. El católico Salimbene escribió también que ‘en cuanto a la fe en Dios, no tenía ninguna’ y que ‘si hubiera sido un buen católico y amado a Dios y a su Iglesia, y a su propia alma, habría tenido pocos pares entre los emperadores del mundo’. Se dijo que Federico se mofó de la Eucaristía –‘¿Cuánto más durará ese engaño?’– y del alumbramiento virginal de Jesús: ‘Los que creen que Dios pudo haber nacido de una virgen son absolutamente tontos… no se puede dar a luz a nadie cuya concepción no haya estado precedida del coito entre un hombre y una mujer’. El alumbramiento virginal de Jesús, sin embargo, también es un dogma de la creencia islámica; y, a pesar de su amistad con los musulmanes, Federico no mostraba por Mahoma mayor respeto que por Cristo, al considerarlo junto a Moisés, uno de los ‘tres impostores o embusteros del mundo’.

Aunque estas observaciones quizás hayan sido exageradas por sus enemigos papistas, son coherentes con la impresión de sus amigos musulmanes. En otras palabras, Federico no sintonizaba con su época. Exhibía un espíritu científico más moderno que medieval: en el prefacio de un tratado sobre cetrería, De arte Venandi, escribió: ‘Nuestra intención en este libro es exponer (…) esas cosas que son como son’; e insistió, en otro contexto: ‘No se debe creer nada, salvo aquello que pueda ser probado por la naturaleza y la fuerza de la razón’”[9].

A todas luces, esa «anomalía» que representó el humanismo de Federico II en el Occidente cristiano medieval tuvo su humus germinal en la falsafa sarracena. Estadista extremadamente culto, curioso e inteligente, hablaba el árabe, el griego y el latín con fluidez; y leía con voracidad obras filosóficas, científicas, técnicas y literarias escritas en dichos idiomas. En resumidas cuentas, un occidental secularizado por el Oriente (y no al revés).

Pero volvamos a nuestro hilo conductor. ¿Hubo otras civilizaciones no occidentales con expresiones de irreligiosidad? A la luz de las evidencias disponibles, debemos presumir que no. Sin embargo, esta conclusión debe ser matizada. La historia universal nos brinda varios ejemplos de culturas donde, si bien no hubo manifestaciones ateas, ni agnósticas, ni tampoco deístas, hubo al menos atisbos de un escepticismo religioso embrionario. En el Egipto faraónico, como bien ha resaltado Thrower, tenemos un testimonio tan sorprendente como Disputa entre un hombre y su ba, un poema sapiencial de tono meditabundo en el que un hombre agobiado por los problemas e infortunios de la vida, presa de la desesperación existencial, dialoga con su propia alma en busca de sentido. Cierto hedonismo de carpe diem se avizora en este coloquio. Su tono profano no llega a ser sacrílego, ni mucho menos, pero no encaja del todo en el molde conformista de la piedad tradicional. Hay zozobra, inquietud, duda, pesimismo… La crisis de fe no pasa a mayores, y al final se disipa. Pero se evidencian en ella algunas grietas.

Lo dicho sobre la civilización egipcia puede ser extrapolado a Mesopotamia. También allí hallamos antiquísimos textos sapienciales con resonancias escépticas, como el Diálogo del pesimismo. Un amo y su siervo platican con acritud y desencanto de la absurdidad del mundo, y lo hacen con un nivel de desánimo y nihilismo que hace palidecer a la Disputa entre un hombre y su ba. El final del Diálogo del pesimismo no puede ser más revelador:

SIERVO.— Quien hace una obra de beneficencia en favor de su país
pone en el anillo de Marduk [el dios babilonio] su buena acción.
AMO.— No, siervo, no haré por mi país ninguna obra de beneficencia. (…)
SIERVO.— Entonces, ¿qué será bueno hacer?
AMO.— Que nos corten el cuello a ti y a mí.
Y que nos arrojen al río. ¡Eso es bueno!
SIERVO.— ¿Quién es tan alto para ascender a los cielos
y quién tan ancho para abarcar la tierra?
AMO.— No, siervo, a ti te mataré primero para que me precedas.
SIERVO.— Y mi señor de seguro no me sobrevivirá tres días.[10]

También en la América precolombina hay indicios leves, sutiles, de una fe religiosa expuesta al desasosiego y las hesitaciones del pensamiento racional. Los tlamatinime, los sabios nahuas de Mesoamérica –que, vale destacar, no eran sacerdotes–, cultivaron un tipo de reflexión cosmológica y antropológica con algunos barruntos de escepticismo frente a las tradiciones míticas ancestrales (no así, al parecer, los amautas del Perú prehispánico, aunque el carácter ágrafo, eminentemente oral, de la cultura incaica torna temerario cualquier juicio concluyente en este sentido). El erudito mexicano Miguel León Portilla, en su clásico ensayo La filosofía nahuátl, estudiada en sus fuentes (México, UNAM, 1956), hizo, a mi modesto entender, una interpretación excesivamente especulativa y optimista de dichos barruntos, pero la existencia de los mismos no admite discusión seria.

Hasta aquí, nuestro compendio de la historia del librepensamiento irreligioso fuera de Occidente, antes de la modernidad. Hago mío, a modo de balance, el siguiente comentario de Puente Ojea:

“Este esquemático panorama de la tradición histórica alternativa frente a la concepción mítico-religiosa de la realidad (…) destruye la errónea convicción de que la religiosidad es connatural e indisociable de la conciencia humana. El insuprimible hilo de la duda corre paralelo a la emergencia de las creencias religiosas, y va adquiriendo creciente firmeza en la dirección de una radical desacralización del mundo. La duda razonada, la reflexión serena y sincera, han ido diluyendo las falsas conjeturas que llevaron a los seres humanos a las ilusiones del animismo, en su fecunda proliferación de almas y espíritus, como umbral de la aparición de creencias religiosas en el sentido propio del término. El ateísmo, el agnosticismo, el escepticismo son otras tantas expresiones para designar una actitud que despoja estas creencias de los fundamentos epistemológicos de sus pretensiones de verdad. En cualquiera de las tres formas de esta actitud crítica desaparece la fe religiosa y se asume una práctica que prescinde de toda referencia a entes divinos. Se trata de una actitud que debe suponerse con orígenes remotísimos en el tiempo, no desconocida en el seno de sociedades ágrafas muy alejadas cronológicamente de las primeras culturas históricas.”[11]

Dejando de lado la civilización grecolatina, al menos India, China y el mundo árabe asistieron, desde tiempos muy pretéritos, al fenómeno del librepensamiento irreligioso stricto sensu. Sería desde luego en la Europa moderna –sobre todo a partir del siglo de las Luces– donde el humanismo secular, a raíz de diversos factores históricos (y no por razones esencialistas), alcanzaría mayor desarrollo intelectual y radicalidad crítica. Pero eso de ningún modo significa que el ateísmo, el agnosticismo y el deísmo sean concepciones exclusivas de Occidente. La escuela nástika de Carvaka, el filósofo heterodoxo Wang Chong y los sabios mulahida del Islam medieval lo demuestran con creces. Solo desde la maledicencia interesada, o la ignorancia supina, se puede plantear algo tan falso, infundado, como la ecuación racionalismo irreligioso = ideología eurocéntrica. La moda del pensamiento decolonial ha sido el gran caldo de cultivo de este sofisma, lamentablemente muy difundido en el campo intelectual.

Si el materialismo ateo o agnóstico, si el racionalismo deísta o escéptico, son «vicios europeos», ¿cómo se explica que hayan emergido en civilizaciones del Oriente (India y China) que aún no habían tenido ningún contacto cultural con el helenismo, con la ciencia y la filosofía griegas? ¿Cómo se entiende que hayan florecido tanto en los intersticios disidentes del Islam medieval? Definitivamente, el librepensamiento no es «eurocéntrico», como algunos quieren hacernos creer. Y aunque no pueda ser definido como un fenómeno universal (más por ausencia de evidencias favorables que por presencia de evidencias contrarias), resulta lo suficientemente policéntrico como para no merecer el reproche simplón de «occidentalismo» que tan a menudo se le hace.

India, China, Grecia y el mundo árabe. También Roma y la Persia sasánida. Nada de sorprendente hay en este policentrismo histórico de la irreligiosidad. ¿No es acaso el raciocinio un atributo ínsito a la especie homo sapiens? ¿No es la razón una facultad común a toda la humanidad? El pensamiento crítico, como actualidad o potencialidad, existe en todas las culturas y en todas las épocas. Y cada vez que ha despertado, la fe religiosa se ha visto cuestionada, amenazada. El librepensamiento siempre ha sido blasfemo y subversivo.

Notas

[1] Doctrina metafísica que acepta la existencia de Dios como creador del mundo, primer motor inmóvil o Gran Arquitecto del Universo, pero que rechaza –por supersticiosas o irracionales– las religiones míticas y «reveladas» de cuño tradicional, tanto politeístas como monoteístas: paganismo grecolatino, hinduismo, cristianismo, judaísmo, islam, etc. El deísmo se opone al providencialismo. Considera falsa la creencia en la intervención sobrenatural o milagrosa de la divinidad, en la cual solo ve un principio fundante y ordenador del cosmos. Ejemplos de pensadores deístas son Aristóteles, Epicuro, Newton, Voltaire, Rousseau, Kant y Franklin.

[2] Gonzalo Puente Ojea, “Ateísmo y religión: perfil histórico de un debate”, en Ateísmo y religiosidad: reflexiones sobre un debate, Madrid, Siglo XXI, 2001 (1997), pp. 99-100.

[3] Ibid., pp. 105-106. Las cursivas son del original. Otro tanto en las próximas citas.

[4] Cit. en Puente Ojea, op. cit., pp. 134-137.

[5] James A. Thrower, The alternative tradition: a study of unbelief in the Ancient World de James Thrower, La Haya, Mouton, 1980, p. 36.

[6] Cit. en Puente Ojea, p. 166.

[7] Ibid.

[8] Ibid., p. 167.

[9] Piers Paul Read, “Federico de Hohenstaufen”, en Los templarios: monjes y guerreros, Bs. As., BSA, 2004 (1999), pp. 295-297.

[10] Jorge Silva Castillo, “El diálogo del pesimismo”. En Estudios Orientales, vol. 6, n° 1 (15). El Colegio De México, 1971, p. 89.

[11] Puente Ojea, p. 227.

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