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Sin una información adecuada en la infancia y adolescencia, hay una serie de riesgos y efectos que se arrastran durante el resto de la vida.
Aunque en mi colegio tuvimos un par de charlas de educación sexual (breves, pero existentes al menos), no era lo habitual, ni lo es a día de hoy.
De hecho, hace unos días, salía la noticia de que los distritos escolares de Florida -que estaban esperando orientación en materia de educación sexual-, solo han recibido por parte de la guía estatal la recomendación de enfatizar la abstinencia.
Así como indicaciones específicas de no formar sobre el funcionamiento del aparato reproductor, la anticoncepción, el consentimiento o la violencia doméstica.
No sorprende, pero no deja de ser una decepción que siga habiendo tanta resistencia ante lo que la propia OMS define como un aspecto inherente a las personas a lo largo de su vida.
Y es que, a diferencia de lo que se piensa, abordar la educación sexual no es lanzar a los adolescentes a tener relaciones sexuales como si no hubiera un mañana, sino dotarles de autonomía y autogestión libre y responsable para que puedan experimentarla de un modo satisfactorio y saludable.
Entre los beneficios de educar sexualmente están no solo el ejercicio de la sexualidad sin temores, confusiones, culpas o miedos (consultas que luego me encuentro en las sesiones de sexología en mis clientes adultos), también un mayor conocimiento del cuerpo y cómo establecer una relación sana con él.
Es decir, que más allá de despejar de manera científica la incógnita de «¿De dónde vienen los bebés?», se adoptan conductas saludables, placenteras y responsables hacia uno mismo y hacia los demás.
También se revaloriza la importancia del componente afectivo en la vida de los seres humanos (que de hecho antes esta educación se conocía como «afectivo-sexual» y se ha quitado el «afectivo» al ser también algo imprescindible en la intimidad).
No solo en las relaciones sexuales, también en las relaciones en general al ser un aspecto importante para la calidad de vida.
Y eso sin olvidar que con una formación sexual, se favorece la comunicación en pareja, se propician relaciones de respeto e igualdad entre los sexos (ya que se aprende a establecer límites) y se logra, en resumen, un desarrollo de pensamiento crítico que interioriza actitudes positivas hacia la sexualidad.
¿Y si no hay educación sexual?
Las sexólogas no nos cansamos de advertir los ‘efectos secundarios’ de no proporcionar una información veraz y fiable a los adolescentes.
Que desde los centros se insista en la abstinencia es como intentar ponerle vallas al campo, ya que van a buscar esos conocimientos por sus medios, que no son otros que internet, aunque más específicamente la pornografía.
A través de esos vídeos, no solo van a crearse una visión sesgada de cómo deben ser sus encuentros o la representación de los cuerpos, sino que contribuye a la desinformación y a darle alas a falsos mitos, así como derivar en una baja autoestima («Mi cuerpo no se parece a lo que veo en la pantalla») y confusión generalizada.
Además, al desconocer el ciclo reproductor o los métodos anticonceptivos, aumenta el riesgo de embarazos no deseados, pero también el contagios de infecciones de transmisión sexual (que pueden derivar en enfermedades cuyos síntomas pueden arrastrar por el resto de su vida).
También tienen mayor riesgo de ser víctimas de delitos sexuales al no tener herramientas para identificar y denunciar las agresiones, así como relaciones poco saludables, donde las dinámicas de poder se encuentren desequilibradas.
Si todo esto, que tiene un efecto directo en que puedan sentir vergüenza o culpa por su cuerpo, deseo o vivencias, lo que impacta en su salud mental, no nos parece lo bastante preocupante como para tomar medidas y proporcionarles esa educación, seguiremos dejando al descubierto uno de los pilares de su bienestar físico y emocional.