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No fue el primero en considerarse ateo, pero sí uno de los pioneros en declarar su ausencia de fe en Dios en público. El filósofo escocés David Hume, considerado hoy uno de los pensadores indispensables de la historia, se mantuvo fiel a su investigación y rechazó toda clase de superstición o dogmatismo.
No era novato en el mundo de la filosofía. Aunque todavía era joven, sus ideas habían causado revuelo en la Escocia del siglo XVIII. Pero como el resto de los mortales, David Hume (1711-1776) tenía que comer, y para ganar dinero no tenía más salida que procurarse el mejor empleo posible. Así que, en 1744, aprovechando su impecable trayectoria académica e intelectual, presentó su candidatura a una cátedra de la Universidad de Edimburgo. Sin embargo, el tribunal no valoró positivamente las propuestas que había escrito en la que el filósofo esperaba que fuese su gran obra, el Tratado sobre la naturaleza humana. Le acusaban de ser ateo, algo que ya había ocasionado disgustos a otros filósofos y miembros del ámbito académico de la época. Cuando vio rechazada su candidatura, escribió una especie de obra aclaratoria sobre su opinión de lo divino en Cartas de un caballero a su amigo de Edimburgo, donde rechazó la idea de Dios.
Arthur Schopenhauer, con su mordaz inquina hacia Hegel, escribió casi un siglo después en El mundo como voluntad y representación (1819) que «es posible aprender más de cada página de David Hume que de las obras recopiladas de Hegel, Herbart y Schleiermacher juntas». Diferencias al margen, la apreciación del alemán tenía un sólido fundamento: Hume, quien vivió el aprecio y el rechazo hacia su pensamiento con una intensidad semejante, se convirtió en un referente de la filosofía occidental. Su investigación, que abarcó desde la epistemología hasta la ética, incentivó el empirismo, la ciencia y las posteriores corrientes utilitarista y positivista lógica en la filosofía. Aunque el gran monstruo que combatió durante toda su vida no fue tanto cuestiones pecuniarias ni de respeto social como las actitudes que el pensador escocés consideró irracionales, fruto de la costumbre y de la falta de reflexión: el dogmatismo, la superstición y los sistemas de creencias.
Hume contra el dogmatismo
Cuando David Hume publicó el Tratado en 1740 esperaba una aceptación notable. No la tuvo, a pesar de que su pensamiento estaba influido por los filósofos empiristas, en especial por algunos bien conocidos y debatidos en su época como George Berkeley y John Locke. También por científicos como Isaac Newton y René Descartes, entre otros prohombres. Casi al mismo tiempo había alcanzado éxito con sus Ensayos morales y políticos. ¿Qué estaba sucediendo?
El gran problema al que se enfrentó Hume fue su posición acerca de la manera en que percibimos el mundo. Para el escocés, el planteamiento de Descartes a través del cual blindó la identidad psicológica de un «yo» mediante su cogito ergo sum («pienso, luego existo»), que le permitió apuntalar la existencia de ideas innatas, como la de Dios, es erróneo. El ser humano accede a contenidos a través de sus sentidos físicos. La razón adquiere, por tanto, un papel secundario: debe relacionar los contenidos sensoriales y servir de vía analítica para diferenciar entre «impresiones» e «ideas», como explicó en su Tratado. En consecuencia, David Hume negaba que existiese un «yo» más allá de una construcción formada por el agregado de las impresiones (contenidos fuertes), en una mirada muy semejante al anātman en doctrinas como la del budismo en India. También significaba la negación de las ideas innatas y de la posibilidad de alcanzar conocimiento por encima de la razón como medio diferenciador de los estímulos recibidos. En otras palabras, las ideas, como tales, tenían menos fuerza que las impresiones. Así lo escribió en su obra Investigación sobre el entendimiento humano (1748): «Todas nuestras ideas no son nada excepto copias de nuestras impresiones. O, en otras palabras, nos resulta imposible pensar en nada que no hayamos sentido con anterioridad, mediante nuestros sentidos externos o internos».
David Hume negaba que existiese un «yo» más allá de una construcción formada por el agregado de las impresiones
Pero la sociedad europea que habitó Hume estaba preñada de sinsentidos, al menos en la perspectiva de su pensamiento filosófico. Más allá de la cuestión teológica, y al igual que sucede en nuestro tiempo, el escocés observaba cómo profusas reglas de conducta y sistemas de creencia sin el menor aval empírico proliferaban entre la población. Y no solo entre las clases humildes. ¿Cómo es posible que los hombres doctos también incurrieran en esa clase de pensamiento alejado de toda percepción sensorial?
A partir de este estudio levantó dos pilares: el de la ética y el de la crítica al dogmatismo. Observó que las creencias se transmiten y se soportan en la mente, a pesar de la ausencia de prueba empírica o de su oposición a los hechos reales, porque estaban influenciadas por la pasión y la costumbre. Sobre la ética, tanto en el segundo como en el tercer volumen de su Tratado de la naturaleza humana como en su posterior trabajo, Investigación sobre los principios de la moral (1751), centró su mirada en cómo realizamos los juicios morales. Su conclusión es sencilla: la moral es inseparable de lo útil, del bienestar público. La razón es esclava de las pasiones, que prevalecen sobre ella. Cuando establecemos las normas morales, estas cambian a lo largo del tiempo y son toleradas y transmitidas de generación entre generación mediante la costumbre. Por tanto, ¿qué mueve la moral, según la perspectiva de Hume? El sentimiento. De esta manera, de forma paralela a los planteamientos de los moístas chinos dos mil años antes que las reflexiones del escocés, estableció el emotivismo: la moral ha de ser útil y apoyarse (certera o equivocada) en la búsqueda del bien común por encima del provecho individual, oponiéndose así a las ideas de Thomas Hobbes tiempo antes.
Los dogmas proliferan agitando sentimientos como el temor, que provocan que se toleren ideas en contra de la experiencia empírica humana
Sin embargo, los dogmas y supersticiones representaban otra clase de desafío para el filósofo. Así como la moral podía ser salvada de su negación por la utilidad y el ajuste empírico de las inclinaciones pasionales del individuo, ¿cómo es posible el éxito de las supersticiones? Hume justificó su amplia proliferación en la costumbre y en la ignorancia propia del ser humano, que está sujeto a la pasión y a las impresiones derivadas de la experiencia sensorial directa. Ante esa ausencia de certeza, los dogmas proliferan agitando sentimientos como el temor, que provocan que se toleren ideas y se realicen actos que se proyectan en contra de la experiencia empírica humana. Dentro de este grupo, el escocés incluyó los dogmas religiosos, además de cualquier otra clase de costumbre, rito o resquicio de vetustos cultos previos a la expansión del cristianismo, colectivos o individuales.
David Hume perdió la batalla contra el dogmatismo, pero la ganó para la historia. Después de unos años de su vida viviendo en Francia y viajando ganó el puesto de bibliotecario real. Con algunos de los mejores volúmenes de su época a su entera disposición escribió su Historia de Inglaterra, que se convirtió en un libro superventas de la época. Pero, más allá del prestigio momentáneo, fueron sus ideas las que cambiaron la Europa de su tiempo y apuntalaron el avance de la ciencia en los siguientes doscientos años.