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Como es fácilmente comprensible, a la par que crecía en número y en influencia política, la Iglesia se dotaba a sí misma de medios materiales, en un círculo no vicioso sino benéfico para el logro de sus fines. Otra cosa bien distinta es si era necesario acumular tal patrimonio como el que conocemos y si, por otra parte, tal desmedido afán de riquezas corría parejo con el espíritu evangélico.
Los templos se multiplicaron de manera exponencial, aquellos que fueron construidos de primera planta y, los más, los que se edificaron sobre la ruina previa de los edificios de las religiones a las que sustituían. Lo sorprendente fue que, en sus inicios, el impulso constructor provino más de parte de emperadores, gobernadores y hacendados ricos que de las autoridades eclesiales. O quizá éstas fueran las que sugerían deseos, con el arte sibilino tan propio de los eclesiásticos de todos los tiempos, también del actual.
Fue principalmente el papado romano el que más afán puso en engrandecer la Iglesia con edificios y tierras, acorde con la primacía que ejercía sobre toda la cristiandad, también respecto a la iglesia oriental. Recordemos las trifulcas internas respecto a la posible sede del cristianismo.
Esta Iglesia romana, que conseguida la primacía, comenzaba a colonizar el reducto vaticano, extendió de tal manera sus dominios que a comienzos del siglo VII era la mayor detentadora de tierras de toda Italia y controlaba toda el área metropolitana de Roma.
En el siglo siguiente, año 728, el rey Liutprando, con la famosa “donación de Sutri”, otorgó extensas posesiones de tierras a la Iglesia romana que fueron el núcleo del futuro Estado Pontificio. En el año 756 fue Pipino el Breve quien donó a la Iglesia territorios en la costa del Adriático extendiendo hacia el este sus posesiones centrales.
Y también el futuro emperador de los francos Carlomagno, en 781, aumentó los límites del ya Estado de la Iglesia comprendiendo casi toda la Italia central y amplios territorios hacia el norte. Como recompensa a tales dádivas, la Iglesia regida por León III coronó emperador del Sacro Imperio Romano a Carlomagno, práctica que se extendió hasta el año 2452 cuando Nicolás V coronó a Federico III.
Estos que son macro datos se podrían multiplicar “ad infinitum” con las mil sinecuras que la Iglesia fue acumulando a lo largo de los siglos. Remito a la exhaustiva investigación realizada por K.H. Deschner, “Historia criminal del cristianismo”, truncada por la muerte de este investigador.
La historia de la Iglesia la realizaron tanto la jerarquía como los fieles, integrando en estos últimos a aquellos que buscaron la perfección retirándose del mundo. Habría una doble vara con que medir la singladura de la Iglesia, pero quienes marcaron las pautas a seguir eran los altos dignatarios de la Iglesia, sus doctores, sus altos dignatarios, los obispos que durante siglos fueron señores de horca y cuchillo para sus “súbditos”. No se puede decir que primara entre ellos la labor pastoral, porque todo su proceder fue exactamente igual que cualquier príncipe pretencioso y corrupto de este mundo.
Se da un hiato tanto doctrinal como histórico entre la época de redacción de los Evangelios, los primeros tiempos del cristianismo relatado en Hechos y este tercer tramo del cristianismo; se produce la ruptura entre el espíritu que emana de los Evangelios y la praxis al uso.
La defensa evangélica: a pesar de las transgresiones, a pesar de su traición al espíritu del evangelio, a pesar del grado de corrupción imperante… la Iglesia ni se desmorona ni recula. Está en la cumbre de su poder y reconocimiento popular. Señal de la asistencia divina, dicen. “Las puertas del infierno…” La historia dice otra cosa.
Los valores evangélicos de caridad y pobreza quebraron a partir del Edicto de Constantino. Se habla de la inflexión constantiniana, de la gran apostasía… con el añadido posterior del cesaro papismo. Hubo una clara identificación entre los intereses espirituales y los temporales, donde los primeros eran un simple pretexto para conseguir los segundos.
Un espectador de este trueque de papeles, vulgo traición, con papas y obispos ubicados en el Infierno, fue Dante y su “Divina Comedia” (Infierno, canto XIX, 112). En este canto sitúa a Bonifacio VIII, a Nicolás III y a Clemente V
Fatto v’avete Dio d’oro e d’argento – e che altro è da voi a l’idolatre, se non ch’elli uno, e voi ne orate cento?
Ahi, Constantin, di quanto mal fue matre – non la tua conversión, ma quella dote – che da te prese il primo ricco patre.
Hace alusión aquí —quella dote— a la famosa y falsa «Donación de Constantino» de que ya hemos hablado en páginas anteriores.