Los obispos españoles tienen motivos para estar alarmados. El Gobierno del Partido Popular está de su parte, pero los Ayuntamientos han empezado a rebelarse contra el privilegio del que goza la Iglesia católica y que supone una merma no pequeña para las arcas municipales y una injusticia flagrante en relación con el resto de los ciudadanos que pagan sus impuestos, concretamente el IBI (impuesto de bienes inmuebles), por ejemplo, por las casas que habitan aunque obviamente en ellas no se realice ninguna actividad económica lucrativa.
Protegida por los arcaicos lazos de connivencia con el poder terrenal, la Iglesia católica está exenta en España de pagar el IBI por hasta tres leyes diferentes: el acuerdo económico firmado con el Vaticano en 1979, la Ley de Haciendas Locales y la Ley de Mecenazgo. En base a ellas, los incontables inmuebles adscritos a la Iglesia católica, incluso aquellos en los que residen con tanto oropel muchos obispos, no pagan el IBI. Europa Laica estima que cada año los municipios dejan de recaudar 700 millones de euros de la Iglesia por este concepto en toda España; una cifra que la Conferencia Episcopal reduce a 100 millones, si bien esta institución no se ha mostrado hasta ahora proclive ni a airear sus cuentas ni a contar toda la verdad —cuando no a retorcerla— ni, menos aún, a pagar.
El Ayuntamiento de Madrid, regido entonces por el actual ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, ya protestó en noviembre pasado por todo ese dinero que la Iglesia (y otras instituciones, de servicio público, como cuarteles o cárceles) no ingresaba en las arcas municipales. Ahora, con la crisis en su momento álgido, varios Ayuntamientos se han sumado a la rebelión: Zaragoza, Alcalá de Henares, San Sebastián de los Reyes… Sin embargo, un pequeñísimo municipio orensano, Amoeiro (2.300 habitantes), es el primero que le ha exigido formalmente el pago y amenaza con la vía ejecutiva. El obispado, por supuesto, ya ha dicho que no tiene intención de aflojar el bolsillo.
Tienen razón los obispos en alegar que la ley está de su parte. Por eso, es imprescindible cambiarla y no es de recibo que el PSOE intente ahora ponerse a la cabeza de la manifestación cuando tuvo ocho años de Gobierno para hacerlo. No solo no recortó ninguno de los anacrónicos privilegios de la Iglesia, sino que la compensó elevando el porcentaje del IRPF del que procede una parte sustancial de su presupuesto a cambio de tener que pagar el IVA, una exención con la que terminó no el Gobierno socialista, sino la Comisión Europea.
La batalla del IBI debe seguir adelante. Es verdad que una parte de la Iglesia católica realiza una actividad social encomiable, pero el nivel de privilegios y subvenciones públicas (6.000 millones anuales, según diversos cálculos, de los cuales del IRPF provienen 248,3) es desmedido y contrario a lo que debe ser una institución moderna basada en la fe y sustentada por sus fieles. No lo dicen los laicistas. Lo dice la propia Iglesia en ese mismo acuerdo de 1979 al que se acoge para no pagar: “La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”, momento a partir del cual, decía el tratado, se cambiaría el sistema por el cual el Estado financia a la entidad.
Tres décadas después, los obispos parecen haber desechado tal idea y, para colmo, utilizan argumentos falaces en la defensa de sus cuantiosas subvenciones. El presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela, ha alegado en el debate del IBI que pagarlo “iría en detrimento de otras posibles acciones, como Cáritas”. Se olvidó de mencionar que Cáritas recibe el 35,11% de su subvención también del Estado, pero de manera independiente. De la Iglesia apenas si le llega el 2% de su presupuesto.
Intentar engañar no es propio de un cardenal y es una fórmula infalible para seguir perdiendo adeptos.