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La Iglesia recauda 358 millones de las declaraciones de renta, pero solo un 2% se destina a asistencia social
Almudena, Tomás, Ricardo o Aida son algunos de los nombres que la Iglesia utiliza como reclamo en su campaña de búsqueda de fondos a través de la declaración de la renta de 2024. La conocida X de la iglesia. Se trata de una campaña en la que se dirigen a personas, creyentes o no, para que sepan adónde, supuestamente, van esos 358 millones de euros que recaudaron el año pasado gracias a dicha X y en la que también se presenta, con sus nombres, a mujeres maltratadas, exdrogadictos, migrantes u otros colectivos en riesgo de exclusión que son los receptores, insisto que supuestamente, de esas ayudas. Se trata de personalizar, de poner caras.
De la misma manera podrían haber incluido nombres como los de Ildefonso y Carmen, desahuciados por la Iglesia tras trabajar, de manera precaria, durante casi 50 años para la supuesta solidaria institución. O a Rafael, párroco denunciado, destituido y arrinconado por denunciar públicamente despidos de trabajadores de organismos dependientes de la iglesia, desahucios sin piedad o cierres de centros de emergencia social, mientras se destinan fondos a compras de terrenos para especular y a cenas copiosas. O a Pascual, quien denuncia cómo el Arzobispado de Navarra se ha dedicado a apropiarse indebidamente de terrenos, pisos, propiedades e, incluso, centros públicos. O a Francisco, por quien algunos miembros de la Iglesia rezan para que Dios lo recoja pronto, ya que tiene la manía de no condenar a quienes aman de manera no normativa y de creer en el pueblo. Y así podrían sumarse nombres hasta añadir los de las 440.000 personas que, en las últimas décadas, sufrieron abusos por parte de miembros de la iglesia en el Estado español y por los cuáles aún no se ha pedido perdón ni se ha acordado cómo compensar el daño causado. A todo eso también se dedica la Iglesia y todo eso también se paga con la X.
Aunque no haya datos comparativos, la Iglesia Católica es la mayor propietaria del país –al incluir tierras, inmuebles patrimoniales, garajes, pisos, etc–, más incluso que algunas de las empresas o fondos de inversión como Caixabank y Blackstone, que aparecen como líderes en la tenencia de viviendas. Y sigue inmatriculando y usurpando propiedades. A pesar de la total opacidad de sus negocios y de su desconocido modelo de gestión de espacios, se estima que son casi 100.000 propiedades las registradas a su nombre en los últimos setenta años. 35.000 de ellas desde 1998, año en que un real decreto del Gobierno de Aznar suprimió el art. 5.4 del Reglamento Hipotecario, lo que hizo posible la ampliación de aquello susceptible de inmatriculación. Vía libre para inmuebles y otros bienes patrimoniales. Así la Mezquita de Córdoba, la Catedral de Burgos, la Giralda de Sevilla…
En su discurso de investidura, Pedro Sánchez anunció que iba a revertir estas inmatriculaciones injustas. “En un estado aconfesional no tiene ningún sentido que ninguna confesión se sitúe por encima de la ley”, anunció entonces. Esto mismo justificaría la retirada de la casilla 105 del IRPF. ¿Qué privilegio es ese? El Tribunal Europeo ya ha condenado y multado al Estado español por permitir la apropiación indebida de bienes por parte de la Iglesia católica, pero aun así el Estado sigue incluyendo esa casilla, que es como la del pozo o la cárcel en el juego de la oca.
Cada Semana Santa, oímos o leemos reflexiones sobre una fiesta que trasciende la fe y las creencias y se inserta en lo social como elemento de configuración de pueblo; una manifestación popular que recorre lo antropológico, lo espiritual, lo estético, lo patrimonial y lo sociológico en la idea de comunidad organizada, de barrio. Y, desde la nostalgia y desde quienes creemos en lo festivo como elemento aglutinante de la comunidad, es imposible quitar razones a esos discursos. Pero, no podemos olvidar que detrás de todo eso siempre ha estado la Iglesia y hace muchos años que el capillismo, el meapilismo y sus valores ultraconservadores se han apropiado de la fiesta, de las hermandades, de su capacidad para articular a la ciudadanía y de su acción de cuidado cívico, de la misma manera que la extrema derecha se ha apropiado del malestar obrero.
Lo que debería ser una celebración puntual de todo el trabajo anual de cohesión barrial, de atención a necesitados y de fortalecimiento de lo colectivo se ha visto desbordado por la sociedad del espectáculo, por la superficialidad de lo inauténtico y ha creado un parapeto deslumbrante que permite a la Iglesia no ser cuestionada, mientras se debate si la Carrera oficial va por tal o cual calle o si se debe comer pipas o no durante el desfile procesional, cuando lo verdaderamente importante es poder comer pipas en grupo, como metáfora del disfrute comunitario.
Peor aún, es que también se han perdido la solidaridad, la asistencia a los excluidos y los principios de atención al prójimo –por muchas cifras falseadas que las hermandades exhiban–. Las hermandades dedican más tiempo a aumentar sus subvenciones públicas, a ampliar la ocupación del espacio público con sillas y palcos para hacer crecer su recaudación, a dorar sus pasos o tronos o a defender su patrimonio para competir con las otras hermandades que a solucionar problemas reales de barrio. En su hipócrita decoro, impiden que personas que viven en pareja sin estar casadas o que aman de manera no heteronormativa puedan ser Hermanos Mayores, lo que a día de hoy no está permitido porque para eso es la Iglesia quien impone directrices de actuación individual dentro de la comunidad. La Semana Santa actual es el mayor producto de mercadotecnia que tiene la Iglesia para expandir sus retrógrados principios y conseguir fieles donantes, más que la campaña de la casilla.
En cualquier caso, a quienes siguen creyendo que la Iglesia mantiene una labor de asistencia social –a pesar de que solo el 2% de lo recaudado va para Cáritas mientras el resto va para pagar sueldos y mantener su estructura– habría que recordarles que otra casilla, la 106, también admite una X para asignar lo recaudado a actividades de interés social y destinarlo a organizaciones y asociaciones que trabajan con personas con necesidades sociosanitarias, educativas, de inserción laboral, de reinserción, de protección al medio ambiente, con migrantes, etc. Colectivos que no necesitan revestir de fe ni de boato eclesial la necesaria labor que realizan cada día; aunque, algunas de estas ONGs también deban ponerse en cuestión. Tanto para una casilla como para la otra, los mecanismos de control y fiscalización del Estado deben actuar y comprobar qué valores se están transmitiendo con esa recaudación pública y en qué se está invirtiendo ese dinero de todos.