Ildefonso y Carmen han sido porteros del convento de las capuchinas desde 1975. Ella sin cobrar, él unos años y sólo el salario mínimo. A cambio, vivían en la casa adjunta. El 18 de abril se enfrentan a la Iglesia en un juzgado por una orden de desalojo
Nada más entrar en la casa hay una foto con una niña vestida de comunión que sonríe. Es una de sus nietas. En el salón cuelgan dos retratos de sus dos hijos cuando eran pequeños. Entonces trabajaban día y noche en el convento de las capuchinas de San Fernando, que colinda con su vivienda. “Éramos los brazos y las piernas de las monjas”. Ya no hay monjas en ese convento. Y la casa que les dieron a modo de salario durante casi medio siglo se tambalea bajo sus pies.
El Obispado de Cádiz y Ceuta ha firmado un acuerdo con el Ayuntamiento de San Fernando y una empresa privada para derribar todo ese inmueble y construir allí una residencia privada de mayores, entre otros usos. Ildefonso Portillo y Carmen Guerrero ven pasar los días bajo la amenaza de una orden de desahucio que les persigue desde 2017. Ellos, que llegaron a aquella casa en 1975, se enfrentarán a la Iglesia en un juicio el próximo 18 de abril para saber si tienen que abandonar o no esta vivienda plagada de recuerdos.
En San Fernando, en la actual calle Constructora Naval, una antigua zona de huertas de la ciudad, se levanta este convento. Fue a finales del siglo XIX cuando el edificio se adaptó para acoger aquí a las capuchinas, monjas de clausura que ocuparon el inmueble y su enorme jardín. Las ayudaban vecinos de la ciudad, hasta que la portería se quedó vacía. Los padres de Ildefonso se enteraron y fueron a hablar con las monjas para asumir esa tarea, pero ellas los vieron demasiado mayores. Lo que necesitaban eran manos jóvenes. Y entonces les hablaron de su hijo y su nuera, de Ildefonso y de Carmen, él con poco más de 20 años, y ella recién cumplida la mayoría de edad.
Era 1975 cuando los dos entraron a trabajar como porteros del convento. “Estábamos para todo”, recuerda ella. Carmen abría las puertas, atendía el torno, apuntaba lo que tenía que comprar, iba al mercado, limpiaba todo el edificio, resolvía el papeleo, iba al banco… “Era día y noche”, añade su marido. Ildefonso mantenía el inmueble. Era fontanero, electricista, albañil. No había vacaciones, no había descanso. “No hemos visto ninguna procesión en todo el tiempo que llevamos aquí”, repasa ella para ejemplificar su compromiso. Por eso, aunque al principio no recibían ningún salario, les cedieron la casa del primer piso junto al convento y les pagaban los suministros básicos. Allí vivían para estar pendientes de todo lo que se necesitara al otro lado de la pared.
El matrimonio no tiene malas palabras para las monjas, a pesar de que durante muchos años no les pagaron. Hubo un momento, pasados los años, que ellas decidieron regularizar la situación de Ildefonso. Cobraría el salario mínimo interprofesional. “Menos mal que ha ido subiendo en los últimos años”, agradece él. Sin embargo, ella, por aquella creencia de que si el hombre cobra para qué tiene que recibir dinero alguno su esposa, nunca percibió por su abnegado trabajo un solo euro.
En 2017, el actual obispo, Rafael Zornoza, decretó el final de la actividad del convento de San Fernando y ordenó el traslado de sus monjas, cuatro entonces, a El Puerto de Santa María. Nueve años antes de la ejecución de aquella decisión la abadesa del convento se había comprometido por escrito con el matrimonio a que podrían quedarse en esa casa. Un papel al que se agarran para considerar que el Obispado debería hacerse cargo de su situación al cerrar el convento, porque ese documento asumía las obligaciones adquiridas por las monjas con terceros.
El 4 de abril de 2017, y tras varios intentos de una solución extrajudicial, el obispo de Cádiz ordenó el desahucio del matrimonio. Por burofax les comunicó que tenían diez días para abandonar la casa. En ese escrito argumentaba que Ildefonso ya había superado la edad de jubilación y el convento ya no tenía actividad. El Obispado admite que se les ofreció pagar un alquiler. Pero como Carmen no tenía salario, al no haber cotizado nunca, e Ildefonso cobraba tan poco, el matrimonio no podía asumir ese pago para arrendar la vivienda en la que habían residido a cambio de trabajar como porteros.
Se inició una batalla judicial. Por la vía laboral se intentó que el Obispado reconociera la relación de trabajo que había existido con Carmen, pero perdieron. “Debieron denunciar a las personas para las que trabajaban, pero ellos nunca quisieron hacer nada contra las monjas”, explica la graduada social Auxiliadora Moreno. Ahora la siguiente cita en los juzgados es por el desahucio. Será el 18 de abril, tras haberse aplazado una ocasión anterior en marzo. Es casi su última oportunidad de quedarse en esa casa.
El año pasado se firmó un acuerdo a tres bandas entre la Iglesia, el Ayuntamiento de San Fernando y una promotora privada para convertir el convento y el edificio en el que viven Ildefonso y Carmen en una residencia de personas mayores, en viviendas de diversos regímenes y una zona verde, además de un local que el Ayuntamiento cederá al Consejo local de hermandades y cofradías. Aún no se ha aclarado cuánto dinero percibirá el Obispado en esta operación.
Las paredes de Carmen e Ildefonso están llenas de fotos. Está su hijo Alfonso, que llegó con tres meses a esa casa. Está Jesús, que nació ya allí, y sus tres hijas. Esas nietas que también llenan repisas y estanterías de sonrisas. El matrimonio guarda muchas fotos de los suyos con las monjas, porque, al fin y el cabo, ellas eran también su familia. No saben lo que decidirá el juzgado. Llevan ya años adaptados a esta infinita inestabilidad. Como el que vive en una casa donde constantemente tiemblan sus suelos.