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Salida de la procesión de la Hermandad de Santa Cruz, iglesia de San José (Xixón). Foto: David Aguilar Sánchez

Una resurrección inesperada: las procesiones religiosas · por Javier Ugarte Pérez

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El auge de las procesiones tiene algo de contraintuitivo.

La dictadura franquista se esforzó por atraer turistas de Europa como motor de desarrollo económico y alcanzó un gran éxito, cuyas claves fueron el buen clima de las costas mediterráneas y un bajo coste de vida que nos sigue diferenciando de otros países del entorno; por ejemplo, por lo que cobran por un café en el centro de París, Londres o Roma, en un negocio equiparable en Madrid se toman dos o tres tazas. Con el propósito de que la apuesta tuviera mayor atractivo, las autoridades introdujeron la cultura en el paquete turístico, fuesen las espléndidas colecciones reunidas en espacios como el Museo del Prado o bien se tratase de la gastronomía regional y la religiosidad católica; este último reclamo estaba avalado por los miles de templos abiertos al culto en todo el país y cuyo mantenimiento subvencionan las administraciones públicas. Pese a las décadas transcurridas desde que se inició la apuesta por el turismo en ella nos mantenemos, pese a que el sector se caracteriza por largas jornadas laborales con reducidos salarios.

Quienes hayan nacido antes de la década de 1970 quizás recuerden que, durante los años de la Transición a la democracia, las procesiones de Semana Santa constituían un fenómeno minoritario; más habituales en Castilla-León y Andalucía que en las demás regiones, pero lejos del arraigo que tienen actualmente. Hace cuatro décadas, pocas personas empujaban con mucho esfuerzo los pasos que portaban imágenes. Los pasos iban sobre ruedas a consecuencia de la falta de costaleros; pocos transeúntes les prestaban atención. Una vez que la democracia se consolidó, con su impulso de la crítica pública y la libertad de conciencia con el fin de superar los prejuicios, el auge de las procesiones tiene algo de contraintuitivo; cabría esperar que ahora hubiera menos ceremonias de este tipo que hace cuatro décadas, en lugar de proliferar, que es lo que ha sucedido.

Uno de los motivos más claros de su resurrección es que las cofradías y hermandades religiosas, que se responsabilizan de las figuras religiosas y las procesiones, reciben subvenciones de sus respectivos ayuntamientos y comunidades autónomas. Una simple búsqueda en Internet lo muestra; baste el ejemplo de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. Las ayudas se justifican en base a la convicción de que impulsan el turismo, junto al valor cultural de la religión y el mantenimiento de las tradiciones. Aunque las ayudas se justifican así, no se argumentan ni aportan datos; los razonamientos de quienes defienden las corridas de toros resultan similares.

Su ocupación del espacio público

Una procesión religiosa constituye un acto político, como lo es toda apropiación del espacio común. En muchas ciudades se vallan las calles para impedir que los transeúntes o espectadores cambien de acera, lo que en opinión de sus organizadores estropearía la solemnidad de la ceremonia; ahora bien, tal restricción obstaculiza la movilidad de los servicios sanitarios y de seguridad en el caso de que produzcan emergencias, además de dificultar la vida de los residentes. A quien esto escribe, la necesidad de cruzar la calle durante una procesión le ha costado varios disgustos, aunque el afán por cambiar de acera no se debía al deseo de deslustrar nada, sino que el fin era acceder al hogar, tras la jornada laboral. Por lo que parece, solo cuando se organizan tales desfiles las autoridades vallan el espacio común y los fieles se empeñan en dificultar la movilidad. Ni los carnavales que preceden la Semana Santa, ni las manifestaciones que la siguen del 1º de mayor o del Día del Orgullo LGBT (en torno al 28 de junio) bloquean el movimiento de los transeúntes; por el contrario, el público entra y sale de las marchas y cruza las aceras sin cortapisas.

San Mateo procesionado por las calles de Uviéu por la L.l.il.l.irigota. Fotografía: David Aguilar Sánchez

Por añadidura, las procesiones transmiten una imagen arcaizante de la sociedad española. Esto debe confundir a muchos extranjeros, puesto que resulta difícil comprender que una sociedad pionera en la aprobación del matrimonio igualitario, el suicidio asistido y la eutanasia, también revitalice tradiciones que parecían condenadas a desaparecer y cuyos principios jerárquicos y patriarcales chocan con los nuevos derechos. Todas las sociedades reúnen elementos contradictorios, pero dentro de un límite. La resurrección procesional se explica porque la mayor parte de los partidos políticos con responsabilidades de gobierno han subsidiado cofradías, lo que constituye una rara coincidencia en el conflictivo clima político del país. A menudo, los propios alcaldes encabezan tales desfiles, lo que aumenta el relieve de ambos, representantes políticos y desfiles; en contrapartida, tales concejales y alcaldes desamparan a quienes no comulgan con las ceremonias religiosas.

En último término se sostiene que las procesiones atraen turistas, lo que impulsa la actividad económica. El argumento es cuestionable cuando cierran tantos negocios de las calles donde se procesiona por respeto ante las imágenes religiosas. Además, si solo unas pocas ciudades ayudaran a las cofradías se podría justificar el impulso turístico, pero su extensión actual vuelve cuestionable tal creencia. Esto es, ¿cuántos leoneses viajarán a Sevilla para ver las procesiones de esa ciudad andaluza y los sevillanos a León? Lo más probable es que la mayoría las contemple en su población. Quizás algunos extranjeros se desplacen expresamente a España para observar tales desfiles, pero es de dudar que su cuantía sea tan numerosa como para justificar el impulso turístico que sus promotores arguyen.

La procesión va por dentro

Quienes carecen de convicciones religiosas pueden realizar varias críticas a los desfiles religiosos, al margen de la ya señalada de impedir la libre circulación por el espacio público. Desde luego, una de las objeciones guarda relación con su coste económico, puesto que no se sostendrían sin las ayudas públicas que salen de los impuestos comunes, aunque los contribuyentes se declaren musulmanes o ateos. Además, las procesiones crean una atmósfera deprimente: imponen el silencio o la música de cadencia triste y ceremoniosa; sus seguidores visten de morado y negro; imágenes sufrientes, flageladas y llagadas presiden las ceremonias (Vía Crucis): ¡Menudo espectáculo para educar la sensibilidad y las emociones de los menores de edad! Desde luego, una exhibición así no deja el menor resquicio para la alegría o la espontaneidad que caracterizan los carnavales y el Día del Orgullo LGBT; tampoco alientan la variedad emocional que se encuentra en las manifestaciones del 1º de mayo.

De manera paradójica para quienes sostienen que las procesiones atraen visitantes, muchas personas que no gustan de las apesadumbradas solemnidades que se imponen en las calles durante Semana Santa se recluyen en sus viviendas; otras se animan a acercarse a alguna playa o viajar el extranjero. En consecuencia, lo que se gane por el lado del turismo, quizás se pierda con creces por el lado de los residentes. Además, sostener que las tradiciones deben mantenerse porque son valiosas es un argumento de lógica circular que obligaría a preservar creaciones prehistóricas. En la misma línea se puede preguntar: ¿debe reinstaurarse la pena de muerte porque en el pasado se aplicaba? ¿Y el valor cultural de los autos de fe conlleva que merezca la pena recuperarlos? Habría que tener más cuidado con las tradiciones que se defienden y sus costes, tanto si son políticos como económicos o emocionales.

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