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Las preguntas sin respuestas crecían al mismo ritmo que la capacidad cerebral. El mundo se hacía cada vez más fascinante, peligroso e incomprensible y el cerebro trataba de administrar el torrente de información y estímulos que le llegaba a través de los sentidos. Y un buen día, el ser humano fue consciente de su finitud. Y el cerebro tampoco pudo responder a esa pregunta. Una cría muerta, una pareja muerta, una madre muerta. Yo también moriré. ¿Por qué hemos de morir? La angustia y el terror fueron inasumibles. Y el ser humano empezó a creer. Hasta hoy.
Más del 60% de las de las personas del mundo se definen como religiosas, mientras que un 71% cree en Dios, un 49% en el infierno y un 54% que hay vida después de la muerte. Después de miles de años de evolución (cerebral), una de cada dos personas del planeta usa su fe para responder a la gran pregunta, para dar orden al caos y para dar sentido a sus vidas. Y algunas otras cosas un poco peores. Pero, ¿por qué necesitamos (todavía) creer en algo cuando ya sabemos por qué hemos de morir, cuando ya hemos descubierto el “misterio” de que no hay ningún misterio? Tratamos de responder a esta “gran” pregunta a continuación.
¿Qué significa creer? ¿Qué es la religión?
Si bien la primera acepción de la RAE señala que la creencia es el firme asentimiento y conformidad con algo —siendo su antónimo “duda”, a la que volveremos al final— es la tercera acepción de la que nos ocuparemos: “religión, doctrina”. Así pues, en este sentido, “creer” sería el firme asentimiento y conformidad con unos principios religiosos.
¿Y qué es la religión? La RAE nos dice que es un conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto.
La religión, por lo tanto, es la creencia en una divinidad de la que derivan unas normas morales que suelen ser recogidas por una literatura sagrada que sigue una comunidad sagrada a través de unas prácticas rituales que dan cohesión a la misma.
Hasta aquí todo más o menos claro a nivel etimológico, el primer problema es tratar de ir un poco más allá y descifrar el término latino religio cuyo origen es incierto: desde “recuperar” o “releer” hasta “volver a ligar”. En este sentido, la religión podría definirse como una práctica que “religa” a sus fieles al mundo, a la naturaleza y/o a sí mismos como miembros de una comunidad.
¿Está el cerebro diseñado para creer? ¿Tenemos un cerebro ‘religioso’?
En este artículo de Beth Azar para la Asociación Americana de Psicología, se citan diversos estudios científicos que han tenido por objetivo encontrar el lugar del cerebro en el que se aloja la tendencia del ser humano a creer, en su sentido religioso, si es que existe un “lugar” así.
En este sentido, Justin Barrett, teólogo cristiano y psicólogo del Centro de Antropología y Mente de la Universidad de Oxford señala que “son realmente las cogniciones o conocimientos básicos y comunes los que proporcionan el impulso para las creencias religiosas”, esa tendencia humana ancestral de dar forma al caos y de considerar que el mundo tiene un diseño intencional: esta piedra está aquí por algo, el sol se esconde por las noches por alguna razón y el ser humano existe con algún objetivo más allá de crecer, reproducirse y morir.
Profundizando en esta idea, Jordan Grafman, neurocientífico especialista en lesiones cerebrales buscó ese “lugar divino” tradicionalmente rechazado a nivel científico a través de un estudio con resonancia magnética funcional: encontró que cuando los participantes escuchaban frases religiosas del tipo “Dios protege mi vida” se activaban una serie de áreas del cerebro similares a cuando se piensa en la madre o el padre: es la amígdala, la zona que procesa y almacena las reacciones emocionales.
Esta propuesta ha sido amplificada por otros investigadores en estudios como este publicado en Nature Neuroscience en 2022. Tal y como señala Matthew Lieberman, psicólogo de la Universidad de California en este artículo de The Guardian, “las creencias y los recuerdos son similares, formando redes de neuronas que se activan: cuantas más veces se emplea la red, más se activa y más fuerte se vuelve la memoria”.
Y Lieberman nos da una definición muy interesante de creencia: “Una arquitectura mental de cómo interpretamos el mundo”. En este sentido, para los creyentes, su religión es una “unidad de conocimiento cristalizada” que permite responder fácilmente cada mañana a la pregunta: ¿quién soy? Y tal vez, ¿por qué estoy aquí?
El ateísmo como reacción al delirio de la fe
Es posible que nuestra propia estructura cerebral se preste en mayor o menor medida a creer, a la fe y a la religión, pero la creencia pronto se transformó en mucho más que eso, cuando el ser humano fue consciente de su “poder”.
Porque la creencia no solo antropomorfiza el mundo, da orden al caos, regula las emociones y amortigua la ansiedad, también es una fórmula ideal para cohesionar una comunidad… y un arma de destrucción masiva cuando las creencias empezaron a divergir y enfrentarse entre ellas. El resultado es el conocido por todos.
En este contexto surge el ateísmo que procede del término griego atheos y significa “sin dioses”, en principio usado como término peyorativo, algo así como hereje, y más tarde, con la Ilustración, como reacción ante los peligros de la fe, las creencias y las religiones.
Y es que el poder pronto comprendió que la religión podría ser la “excusa” perfecta para perpetuarse: una estructura de poder envuelta en la fe suponía el rechazo moral de cuestionarse el statu quo por un temor atávico a contravenir lo sagrado, el poder se volvió tan sagrado como la divinidad expulsando la duda del paraíso del conocimiento: el único conocimiento posible es el que derivaba de la literatura sagrada, las comunidades sagradas y las prácticas rituales.
Ya no había lugar para la duda porque se daban por respondidas todas las preguntas. Y si no había una respuesta, teníamos un comodín: Dios y/o los que mandan, que viene a ser (casi) lo mismo como se decía de los ingleses en El hombre que pudo reinar.
Pese a que “siempre” ha habido ateos más o menos “ocultos”, desde Epicuro a Lao-Tsé pasando por Diderot, fue la Revolución Francesa la que catapultó el ateísmo a la política hasta abrirse paso hacia amplios sectores sociales, llegando a impulsar las ideas de pensadores como Marx, Schopenhauer, Nietzsche, Freud o Sartre.
Pero ninguno de estos filósofos muestra la misma línea ateísta demostrando que, tampoco actualmente, puede generalizarse el ateísmo como inserto en una única corriente de pensamiento.
En este sentido, son muchas las tendencias ateístas de la actualidad que terminan por adolecer de similares prejuicios, escrúpulos y convencionalismos que las tendencias religiosas. Ya lo concluyó Lieberman en su estudio citado: “incluso las personas que creen profundamente que no tienen prejuicios pueden tener asociaciones negativas de las que no son conscientes”.
Es así como muchos ateístas y agnósticos se rinden culto a sí mismos, es la autodeificación del ser que, convertido en principal elemento cohesionador de las sociedades seculares y manejado a su antojo, por supuesto, por las estructuras de poder, termina imponiendo nueva “literatura sagrada, nuevas comunidades sagradas y nuevas prácticas rituales”. La duda vuelve a quedar enterrada y el conocimiento obstruido. Volvemos a la casilla de salida, pero sin Dios.
El beneficio de la duda: ¿más allá de la creencia está la verdad?
Lo que asusta por igual de creyentes y no creyentes es su desaforado orgullo, el primer paso para la intolerancia. De intolerancia de las religiones contra otras creencias (o no creencias) sabemos dos o tres cosas: millones de muertos a lo largo de la historia son suficiente testimonio de los peligros de la fe y su “orgullo”.
Pero al otro lado también existe la intolerancia, incluso justificada. Ya lo dice Richard Dawkins, apóstol del ateísmo más beligerante: “Últimamente comencé a pensar que necesitamos ir más allá: ir más allá del ridículo humorístico, afilar nuestras púas hasta el punto en que realmente duelan”.
Satirizar la religión, como cualquier otra “fe” no solo es un ejercicio de libertad, sino que puede ser un deber social para luchar contra las amígdalas más obtusas; pero ridiculizar a las personas religiosas, individualmente, no solo es peligroso, sino que supone una actitud abiertamente intolerante, soslayando que el intolerante es, siempre, una suma de prejuicios que, a menudo, ni él mismo conoce.
Porque como dice Lieberman, un delirio (religioso o no), es decir, una creencia falsa, sigue teniendo en nuestro cerebro la estructura de una creencia. Por eso es tan difícil hacer cambiar a una persona sobre aquello en lo que cree. Y desde luego no se cambia a las personas a punta de pistola (moral, intelectual, ni científica) ni a base de ataques personales que “duelan”.
Porque entonces, los que presumen de evolucionistas involucionan a la edad oscura, solo que ahora son ellos lo que tienen la pistola cargada de superioridad moral, y los parias creyentes los que cavan, porque solo una minoría de los creyentes está en la cima de la jerarquía, mientras el resto es más vulnerable a los ataques más crueles, porque, al contrario de los de arriba (no en el cielo, sino en la tierra), sí que creen lo que dicen creer.
Sea como fuere, no se puede nunca obligar a alguien a creer en algo en lo que no quiere creer, sea en Dios o en Bakunin. Y afilar el cuchillo de la persuasión solo sirve para que el cerebro se ponga en modo defensivo, volviéndose más resistente al cambio.
No hay que olvidar que las creencias están profundamente arraigadas y el cerebro está programada para protegerlas, por eso cuando cuestionamos una creencia, por irracional que sea, la amígdala lucha denodadamente por defenderla. No culpes al delirante de su tozudez: es su amígdala. Y cambiar lo que la amígdala “cree” es un proceso laborioso que no todos los cerebros están dispuestos a hacer porque supone que, tal vez, un día te levantes por la mañana y no sepas ni quién eres.
Así que la única forma tolerante, respetuosa, compresiva y sana de mostrar el camino (el camino que cada uno cree que conduce a la verdad) es plantear preguntas abiertas que induzcan a la reflexión y que cada uno reflexione en la medida de sus posibilidades y saque sus conclusiones. Y si, a pesar de todo, alguien necesita seguir creyendo en la sacralidad del duque de Edimburgo, Maradona, Cristo u Obi-Wan Kenobi, ¿qué podemos hacer? Mientras sus ritos entren dentro de la legalidad, la creencia forma parte de la esfera personal del individuo.
Así pues, plantear reflexiones supone volver a la filosofía, supone dudar, y hacer (se) preguntas. Pero lo que la sociedad, en su conjunto, siempre ha querido son respuestas, certezas y no incertidumbres porque estas, al parecer, dividen, segregan, desarticulan. Y es más difícil manejar una sociedad dividida.
Por eso allá donde mires verás a alguien intentando que creas en algo, haciendo recalcitrante pedagogía de (su) verdad, incluso cuando es una verdad verdadera: si una pared es blanca y te repiten mil veces que es blanca, al final puede que la veas gris, incluso negra. Es la paradoja de “la letra sagrada” (que con sangre entra) cuando se enfrenta a la filosofía, el arte de dudar.
Mientras el poder siempre se afana en que creamos en algo para cohesionarnos, la duda te puede convertir en alguien peligroso e indomable, porque la duda desafía las creencias, es la base del conocimiento, la vía más directa a la verdad: y ese es el (gran) beneficio de la duda.
Porque si durante el viaje no importa el destino, sino el camino, para el conocimiento no importa la verdad, sino la duda que nos conduce hacia ella: cuanto más dudes, más cerca estarás de la verdad… siempre que tu amígdala te permita “caminar”.
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