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Las implicaciones éticas y las amenazas potenciales de los avances neurocientíficos, junto a la competencia geopolítica y corporativa en este ámbito, aconsejan abordar iniciativas regulatorias integrales lo antes posible
¿Cuántas veces ha buscado usted una información o un producto y en cuestión de segundos era bombardeado con anuncios publicitarios relacionados con su búsqueda? ¿Cuántas veces ha recibido una propuesta por correo electrónico o telefónica para adquirir un producto o un servicio sobre el que alguna vez sintió curiosidad sin realmente estar verdaderamente interesado? ¿Qué le parecería que en un futuro no muy lejano recibiese en su móvil ofertas de objetos que apenas acaba de vislumbrar en su mente? Si esto le preocupa, sepa que debe hacerlo, y si piensa que está solo ante esta amenaza a la privacidad, sepa que no es así.
El debate sobre la relación entre la neurociencia y el derecho no es nuevo, pero hoy resulta más acuciante que nunca ante la velocidad con que se desarrolla la tecnología en este campo y la normal lentitud con la que el ámbito jurídico alumbra las leyes que regulan una situación muy extendida en el día a día de los ciudadanos. Y es que, aunque ya en enero de 1990 se inició la llamada Década del Cerebro con la proclamación presidencial de George Bush padre que impulsó la investigación neurocientífica, no fue hasta abril de 2017 cuando los científicos Marcello Ienca y Roberto Andorno propusieron el reconocimiento de una serie de derechos para proteger a las personas de los efectos negativos de la aplicación de las neurociencias en su artículo Towards new human rights in the age of neuroscience and neurotechnology.
Unos meses después, en noviembre, un equipo de investigadores encabezados por el neurobiólogo Rafael Yuste y la profesora de Filosofía Sara Goering publicó en la revista Nature el artículo Four ethical priorities for neurotechnologies and AI, que sirvió de base para que, en 2019, surgiera la NeuroRights Initiative desde el Centro de Neurotecnología de la Universidad de Columbia bajo el liderazgo de Yuste, hoy también asesor del Instituto Hermes para los derechos de la ciudadanía digital. La iniciativa propuso el reconocimiento de cinco neuroderechos: el derecho a la identidad personal, el derecho al libre albedrío, el derecho a la privacidad mental, el derecho al acceso equitativo a las tecnologías de mejora y la protección contra sesgos en los algoritmos.
La acogida de esta iniciativa fue tal que impulsó la propuesta de una reforma constitucional para incorporar los neuroderechos en Chile, país pionero en este campo donde ya la Corte Suprema dictó una sentencia que supuso un interesante precedente para avanzar en la protección de los neuroderechos. El senador Guido Girardi Lavín demandó a la empresa Emotiv Inc. por comercializar una diadema con sensores que, según la compañía, el usuario podía utilizar para obtener todo tipo de métricas de rendimiento (estrés, compromiso, interés, relajación, enfoque y emoción, bandas de frecuencia, expresiones faciales y datos de movimiento). Se trataría de un dispositivo no invasivo que se limita a registrar la actividad del cerebro, es decir, no actúa, en principio, sobre él.
El máximo tribunal decidió paralizar la venta del dispositivo mientras no fuera evaluado por las autoridades sanitarias, es decir, que exigió un mayor control para su comercialización. Si bien la Corte no entró a valorar si habían sido vulnerados los derechos de privacidad del demandante (aunque obligó a borrar todos los datos recabados por el aparato), sí entendió que había que extremar la protección ante los riesgos eventuales que este tipo de neurotecnologías podrían suponer para las personas. También en Reino Unido y Estados Unidos se alzaron voces autorizadas que reclamaron un mayor control sobre estas tecnologías que quedan fuera del ámbito terapéutico.
No hay una solución fácil, pero las respuestas apremian. Los avances fulgurantes en las neurociencias en los últimos años permiten descodificar de forma cada vez más sofisticada la información del cerebro humano, abriendo un amplio espectro de posibilidades para crear interfaces en las que este se comunica directamente con sistemas informáticos. Estas innovaciones tienen aplicaciones beneficiosas en el campo médico-científico, militar, profesional, comercial, social y lúdico-recreativo. Pero, al mismo tiempo, sus implicaciones para la privacidad y la integridad de las personas plantean una serie de interrogantes que afectan a cuestiones jurídicas que inciden directamente en la dignidad humana y sus fundamentos. Interrogantes que desbordan el marco normativo existente y superan, incluso, los planteamientos generales que comienzan a operar en el campo de los llamados derechos digitales, también considerados los derechos humanos “emergentes”.
El desarrollo de aplicaciones como los metaversos, que introducen interfaces cerebro-máquina en forma de diademas que crean experiencias inmersivas en las que desaparece la diferencia entre los mundos real y virtual, es relevante en el ámbito de los neuroderechos porque despliega un entorno virtual más o menos continuado en el tiempo que permite un registro masivo de información sobre la actividad cerebral de quien los utiliza y puede alterar la actividad psíquica de los usuarios de aplicaciones de estas características, hasta el punto de producir simulaciones sensoriales tan absorbentes que pueden provocar la consciencia de estar habitando un mundo paralelo. En todos estos casos, la huella digital de las experiencias descritas supone un registro de información extraordinario acerca de la actividad psíquica, consciente e inconsciente del cerebro humano y de sus funciones neurológicas. Precisamente, la conexión entre el desarrollo de interfaces y los avances vinculados a la neurociencia supone una acción tan invasiva sobre el cerebro humano que requiere un tratamiento regulatorio específico.
Las implicaciones éticas y las amenazas potenciales que acabo de mencionar aconsejan una regulación integral que proteja el cerebro como una sacra res en la que reside la actividad psíquica que da soporte cognitivo a la identidad humana y la esencia de la yoidad. Dado que el despliegue de aplicaciones neurocientíficas afectaría a la esencia misma del ser humano y tendría implicaciones sociales que transcenderían a los individuos que recurrieran a ellas, su adopción no puede basarse únicamente en el consentimiento de cada uno. De la misma forma que la ley puede impedir que la gente venda sus órganos o se haga esclavo de otra, aun con pleno consentimiento, porque se considera que afecta la misma dignidad humana, la sociedad debe tener la legitimidad para fijar los límites del despliegue de estas tecnologías. Otras razones por la que el consentimiento individual no es suficiente para permitir la adopción de aplicaciones neurotecnológicas son que este consentimiento podría basarse en un entendimiento limitado por los individuos de las profundas implicaciones de su adopción y que estas mismas aplicaciones podrían sesgar o afectar el propio consentimiento, invalidándolo.
Los avances neurocientíficos y la fuerte competencia geopolítica y corporativa que se produce actualmente en este ámbito aconsejan abordar iniciativas regulatorias lo antes posible. No solo para determinar los mecanismos de protección de los datos extraídos de un ámbito orgánico tan sensible como el cerebro humano, sino para establecer límites al despliegue de interfaces en este campo, a su experimentación, condiciones de uso y finalidades.
El precedente regulatorio que condiciona y limita la manipulación genética puede servirnos de ayuda. No en balde, la importancia del ADN y del cerebro son semejantes a los efectos de proteger los fundamentos éticos esenciales de lo que entendemos por la dignidad humana. Para ello es insuficiente hablar de recomendaciones para la industria que definan un conjunto de intenciones que fijen el camino deseable o facilitar un marco de autorregulación. En cualquier caso, esta regulación no quiere impedir la investigación en neurociencia ni prohibir la neurotecnología. El objetivo no es otro que fijar límites regulatorios que la encaucen y doten de un marco que favorezca, como sucede con la investigación genética, desarrollos que respeten las implicaciones éticas y eviten las amenazas potenciales sobre el cerebro humano.
Enrique Goñi Beltrán de Garizurieta es presidente del Instituto Hermes.