“Ni Nueva Ni Ajena” da título a una exposición que muestra el arraigo de la diversidad religiosa en España y el sufrimiento y la lucha de muchas personas ante los reiterados intentos de convertir en ajeno lo distinto y de reprimir las formas de creer y manifestar las propias convicciones que se alejasen de la tónica oficial homogeneizadora.
En España partimos de una historia constitucional nada halagüeña en lo relativo al respeto de la diversidad religiosa. Frente a la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, que planteaba una generación antes los principios del libre ejercicio y del no establecimiento de religión oficial, en la Constitución de 1812, en su artículo 12, se hacía justamente lo contrario. Se prohibía el ejercicio de cualquier religión que fuera distinta de la católica, que se establecía perpetuamente como la de la Nación española de la que se especificaba en el texto constitucional que era la única verdadera. Tan tajante y bien poco liberal texto podría parecer un simbólico prólogo de una historia de terrible y extemporánea persecución religiosa.
Pero el texto se acompañó poco después, en 1813, de la supresión de la inquisición, anulando así la posible eficacia sistemática de cualquier persecución oficial. Más que impedir de modo coordinado la aparición y florecimiento de la diversidad religiosa, lo que encontramos son aplicaciones en ocasiones violentas e intolerantes junto a tolerancias puntuales en vaivenes que dependían muchas veces de las personas implicadas, los lugares, los momentos y los modelos políticos imperantes, como se evidencia a lo largo de la exposición que comentamos.
Esta es la situación que encontramos a lo largo de todo el siglo XIX y buena parte del XX y que resulta sintomática de una alienación de lo diverso que no llegó a prosperar plenamente, aunque tuviese momentos y contextos terribles, algunos lo suficientemente recientes como para que haya personas que guarden actualmente memoria personal de ellos. El franquismo anterior al gran cambio que en el catolicismo promovió el Concilio Vaticano II ofrece numerosos ejemplos de hostigamiento de las minorías religiosas y en particular del cristianismo evangélico. Y, desde luego, no se pueden obviar esos reiterados intentos de convertir en ajeno lo distinto, y de reprimir las formas de creer y de manifestar las propias convicciones que se alejasen de la tónica oficial homogeneizadora que apostaba por lo singular cuando la realidad era que se estaba abriendo paso lo plural.
Un primer ejemplo puede servirnos de hilo de memoria, el caso de Cayetano Ripoll (1778-1826), que fue la última persona ajusticiada por herejía en España. Era un maestro nacido en Solsona que desarrolló la última fase de su vida en la escuela asociada a la parroquia de Ruzafa en Valencia. Contrario a los dogmas y prácticas católicas fue ahorcado en 1826 tras dos años de prisión, por instigación de la Junta de Fe de Valencia, que sustituía de modo alegal, aunque con procedimientos idénticos de actuación, al Tribunal de la Inquisición, inoperante de facto a pesar de su restablecimiento tras la vuelta de Fernando VII, su nueva supresión en el Trienio Liberal y su no restablecimiento oficial de facto en 1823 (y su supresión ya definitiva en 1834, aunque tarde para el maestro Ripoll). Personaje clave en la condena a muerte fue el arzobispo de Valencia, Simón López García, que había sido diputado en las Cortes de Cádiz donde destacó por sus posiciones de defensa de los privilegios eclesiásticos y que insistió en su labor episcopal en el interés por la educación y el desarrollo de escuelas. La condena a muerte dictada por la audiencia de Valencia no contó con la autorización del rey Fernando VII, que repudió y censuró la ejecución. No se había producido desde 1781 ninguna condena a muerte por estos asuntos, por lo que la muerte de Ripoll resultó extemporánea y simbólica de un desgobierno que terminaba permitiendo la posición al margen de las leyes civiles o contra ellas de ciertos miembros del clero con la connivencia o aquiescencia de algunas autoridades. Cayetano Ripoll había tenido contacto con cuáqueros durante su estancia en Francia como prisionero de las tropas napoleónicas, defendía una postura deísta, pero no aceptaba el dogma trinitario ni en general el magisterio católico, y como maestro se enfrentaba a que los estudiantes a su cargo tuviesen que cumplir con las oraciones y los rituales religiosos oficiales, a pesar de desarrollar su trabajo en un contexto escolar católico. Su muerte fue planteada como un escarmiento y un ejemplo, ya que la cuestión educativa, ante la desidia gubernamental en no pocas ocasiones, ha sido un campo abonado para el enfrentamiento a lo largo de los dos últimos siglos en nuestro país.
Pero junto a este tipo de acciones de represión y hostigamiento, que tienen en Ripoll un terrible referente de obligado recuerdo, en la exposición que comentamos, sin escamotear la acción de memoria al respecto, se intenta ir más allá de producir una muestra que conformaría una especie de museo de los horrores. Se intenta abrir los ojos ante la evidencia de que la diversidad de religiones y de creencias acompaña la historia española desde que el país se dotó de un marco constitucional y se visibiliza si se consigue superar el desagrado que produce la lectura del texto de 1812.
Y es que los vaivenes constitucionales del siglo XIX y la propia realidad del país hacían que los empeños en favor de una total homogeneidad religiosa, de una completa alienación de toda religión que no fuera la oficial, estuviesen abocados al fracaso. La exposición nos ofrece buenos ejemplos y quizá las épocas más antiguas de las que se trata, a las que se dedican los primeros paneles, sean especialmente significativas, ya que en medio de lo que nos pudiera parecer una homogeneidad católica sin fisuras, despuntan hechos que construyen un panorama distinto que apuntala que no se trató de algo ni nuevo, ni ajeno.
Destaca, por ejemplo, la temprana acción de los colportores, que traían para su venta a módicos precios Biblias al alcance de cualquiera, pues no estaban impresas en latín, sino en las lenguas del país que se podían leer directamente, sin la intermediación y la traducción por parte del clero católico. Contamos con el testimonio de George Borrow (1803-1881), un fascinante personaje que entró en España en 1836 por encargo de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera y deambuló cuatro años por el país codeándose tanto con los gobernantes, a los que pedía libertad para imprimir y difundir material bíblico, como con todo tipo de personas, con especial interés por los gitanos, ya que conocía su lengua que había aprendido en su Inglaterra natal. Publicó obras bíblicas tanto en español como en euskera, pero también en caló, al que hizo la traducción e imprimió el Evangelio de San Lucas que fue un éxito de ventas a pesar de que quienes lo compraban no conocían generalmente la lengua y lo adquirían por lo desusado y singular. En 1921 su obra biográfica sobre su aventura española, publicada en inglés en 1842, fue traducida al español y prologada por el que luego sería presidente de la Segunda República Española, Manuel Azaña. La Biblia en España resulta de lectura muy amena y en ocasiones hasta surrealista por las situaciones que describe, un país en el que, junto a la intransigencia y la persecución, encontró en no pocas ocasiones comprensión e interés por lo que ofrecía.
La presencia protestante desde esta época será constante, destacando la puesta en marcha por Guillermo Harris Rule (1812-1890) de la primera escuela protestante en 1838 y la primera iglesia evangélica el año siguiente en Cádiz, donde la cercanía de Gibraltar pesaba en la difusión de las formas de cristianismo evangélico. Pero con anterioridad ya existían lugares en los que se podían desarrollar ceremonias religiosas diferentes de las católicas. El cementerio inglés del Puerto de la Cruz, en Tenerife, estaba en uso desde el siglo anterior, el de Las Palmas de Gran Canaria o el de Málaga comenzaron a principios de la década de 1830. Podemos pensar que la diversidad religiosa atañía solo a los extranjeros, súbditos de monarcas diferentes a los reyes de España y a los que amparaba su calidad de no españoles y, por tanto, que a los españoles se les suponía su catolicidad. Pero en los territorios extraeuropeos españoles, siempre hubo en alguna medida diversidad religiosa: musulmanes en Filipinas y en el Norte de África, seguidores de cultos africanos en Cuba, seguidores de las religiones tradicionales del Celeste Imperio entre la numerosa población china de Manila, religiones étnicas en otras zonas tanto en América como en África. Pero es que también en la España europea la diversidad fue ahondándose, y no solo entre extranjeros, a pesar de que la Constitución de 1869 ofrezca una redacción tortuosa y plantee que la libertad de culto que garantiza a los extranjeros se aplique también a los españoles que no sean católicos, como si extranjeros fueran. Y es que el crecimiento del cristianismo evangélico entre la población española tendrá una sistemática progresión a partir de esta fecha crucial de 1869 con iglesias y congregaciones, pero también con instituciones educativas, sanitarias, de auxilio social, a pesar de épocas de mayores cortapisas tras la Constitución de 1876 que optaba de nuevo por la confesionalidad católica y que solo la Constitución republicana de 1931 cambió, aunque se apostase de nuevo por esa imbricación de religión católica y sistema político durante el franquismo.
Desde luego, la exposición hace honor a sus dos componentes a lo largo de sus 15 paneles. No es nueva esa diversidad, está presente en alguna medida desde que se conforma constitucionalmente la Nación Española a pesar de la prohibición del ejercicio de cualquiera que no fuera la que definieron como religión nacional, como hemos visto. Y no se limita a los ya citados protestantes o evangélicos. En el siglo XIX se testifican seguidores del islam, del judaísmo o del hinduismo en Ceuta y en Melilla. En Canarias hay hinduistas desde finales del siglo XIX. Desde la Primera República comienzan a resultar notables las posiciones anticlericales o que apuestan por el librepensamiento. Hay judíos también en el territorio peninsular español y no solo en Ceuta o Melilla, que al filo del cambio de siglo abren sinagogas de un tamaño y ámbito que trasciende los límites de lo familiar. En los comienzos del siglo XX empieza la presencia adventista, en 1910 se testifica la presencia de seguidores de lo que luego se denominarán Testigos de Jehová y también prosperan, y mucho, movimientos espiritualistas y esotéricos como la Sociedad Teosófica. Se van añadiendo una variedad de otros grupos religiosos a lo largo del siglo pasado. Se pasa de una vivencia individual, que existió en alguna medida desde épocas anteriores y que se manifestaba fuera de la piel de modo muy poco evidente, a una práctica colectiva que desborda el ámbito personal o familiar, a pesar de las puntuales cortapisas: cristianos ortodoxos, seguidores de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, bahá’ís, budistas, por citar solo las confesiones a las que se ha reconocido por el Estado el notorio arraigo.
Y es que el marco jurídico es clave en el campo religioso español, y reflejarlo con el suficiente detalle y desde la sofisticación que procura el uso de las depuradas técnicas de análisis que ofrecen las ciencias jurídicas en la actualidad, aunque de una forma que convierte cuestiones muy intrincadas en síntesis sencillas de comprender, es quizá una de las apuestas más interesantes de la exposición. No solo se citan las constituciones o concordatos, también esas leyes y otras órdenes que singularizan en el presente la diversidad religiosa, desde los acuerdos con el Vaticano de 1979 a los que se firmaron con evangélicos, musulmanes y judíos en 1992 o las declaraciones de notorio arraigo que se han ido desgranando en los últimos veinte años, de la que la de la fe bahá’í en septiembre de 2023 es tan reciente que la exposición, que tiene como punto final el año 2022, no llega a poder reflejar. Se nos evidencia así el gran dinamismo del tema tratado, en el que cualquier acercamiento no es más que una aproximación tentativa, quedando fuera elementos que podrían enjuiciarse como importantes y estando sometidos los que sí aparecen a la mutabilidad inherente a toda síntesis que intente reflejar la dinámica del campo religioso.
Junto al marco legal, otra riqueza de la exposición es justamente la sensibilidad hacia el marco histórico. El contexto, esa intersección que combina tiempo y espacio y que permite ubicar los datos de índole religiosa en el marco de la economía, la política o la ideología, está siempre presente en cada uno de los paneles, como premisa para centrar la reflexión. Así los datos que permiten construir un relato de la presencia de la diversidad religiosa en España quedan debidamente contextualizados. La religión no queda expuesta como si se tratara de un campo plenamente autónomo y sui géneris, incomparable e independiente de cualquier otro. De haber sido planteado así, la acción de memoria hubiese terminado produciendo relatos inconexos e incomprensibles, potenciando la sensación de extemporaneidad de lo español en estos aspectos.
Queda así integrada la información sobre religión en unas coordenadas históricas y jurídicas que nos abren los ojos, panel a panel, avanzando cada vez más hacia los últimos, que muestran el momento presente que vivimos, en el que, aunque pueda haber voces que tengan la tentación de alienar la diversidad religiosa o de asociarla solo con la novedad de personas venidas de otros países, gracias a lo que se ha ido viendo en todo el desarrollo anterior de la exposición nos resulta bien claro de que no es tal, evidenciando lo pertinente de su título y de sus dos componentes. La diversidad religiosa en España no es Ni nueva, Ni ajena.