El cementerio de Griñón era el único que estaba disponible para ese rito, pero llegó a su capacidad máxima en febrero
Houssain Achluch, de 41 años, natural de Torrejón de Ardoz, enterró a su prima en diciembre. Recostaron su cadáver hacia la derecha, como manda la fe musulmana, lo envolvieron en paños blancos y pegaron su cuerpo a la tierra, mirando a La Meca. Pero hacía muchos años que esa ya no era su tierra. Donde hubiera querido descansar estaba exactamente a 1.300 kilómetros al norte. El lugar donde creció, residió, trabajó y tributó: Madrid. También donde siguen haciéndolo sus tres hijos de 8, 11 y 13 años. Pero sus restos fueron enviados sin remedio a Marruecos. Desde febrero, la comunidad musulmana de la capital no tiene un lugar donde enterrar a sus muertos. Y estos días, mientras esperan a que las autoridades abran un hueco para ellos entre promesas rotas, se preguntan si hasta después de la muerte seguirán siendo “ciudadanos de segunda”. “Somos madrileños y no pedimos ningún privilegio, pedimos el mismo derecho que cualquier otro ciudadano”, se queja Achluch.