¿Culpables o inocentes? Este es el dilema que ahora tienen los jueces españoles. Determinar si las esposas de los miembros del Estado Islámico han perpetrado un delito o si en su lugar pueden residir aquí
«Que se pudran donde están». Esta era la respuesta más habitual de las redes en los últimos años, cuando, muy ocasionalmente, surgía la pregunta de qué hacer con los yihadistas europeos que se habían ido a Siria para afiliarse al Daesh —Estado Islámico para los amigos— y hacer la guerra al mundo. Y que, tras perder esa guerra, quedaban encerrados en campos de prisioneros vigilados por las milicias kurdas.
Mientras estén lejos, es un problema que no tenemos, ese era el resumen de la postura de todos los países de la Unión Europea. Traerse a yihadistas a casa no es algo muy popular en política. Al final, casi todos los países europeos lo han acabado haciendo en 2021, a la chita callando y limitando la operación retorno a mujeres y niños. De las 230 ciudadanas de países de la Unión Europea que había en 2021 en los campos kurdos, medio centenar ya había regresado en julio pasado. Alemania se trajo a 20, Bélgica y Suecia una docena, Países Bajos y Finlandia unos pocos. Y ahora le ha tocado a España. Dos mujeres llegaron el lunes 9 de enero a la base militar de Torrejón de Ardoz, junto a 13 menores de edad, de los que cuatro son huérfanos. Por fin, cabe decir. Ya era hora.
Porque dejarlas ahí, que se pudran junto a los niños, no era solo una barbaridad: era también una irresponsabilidad. Era esconder la mano después de tirar la piedra, rehuir la responsabilidad que Europa tiene en el crimen. Si lo que han hecho los y las yihadistas en Siria es un crimen. El problema es que esto no lo tenemos tan claro. Nos parece horroroso irnos a vivir con el Daesh, y nos gustaría no ver nunca más a alguien capaz de hacer algo así, pero no sabemos si es un delito.
Este es el dilema que ahora tienen los jueces españoles. Tendrán que juzgar a dos conversas: Yolanda Martínez y Luna Fernández. Conocemos sus nombres, su historia, sabemos todo de ellas. Fernández ha tenido una infancia difícil, de centro de acogida; Martínez es hija de una familia rica, de colegio privado, cristiano y vida resuelta. Lo que no sabemos es qué hacer con ellas.
De momento, el juez las ha enviado a prisión preventiva, acusadas de formar parte de una organización terrorista. Por supuesto, su abogado y sus familiares lo discuten: se fueron a Siria siguiendo al marido y mientras no se demuestre lo contrario, simplemente fueron buenas amas de casa. Eso no es delito.
Demostrar lo contrario puede ser complicado. Juzgarlo, no: pese a la reforma judicial de 2014 que limitó enormemente la jurisdicción universal, evitando que los jueces españoles pudieran molestar a unos cuantos dictadores por el mundo, los tribunales aún tiene competencia para castigar determinados delitos cometidos en el extranjero por ciudadanos españoles o extranjeros residentes habitualmente en España, entre ellos los relacionados con el terrorismo, tortura y delitos contra civiles en una guerra. Pero ¿colaboraron Martínez y Fernández en alguno de estos delitos?
Si se han ido al Daesh, que se sabe que es una banda de criminales, algo habrán hecho, decimos nosotros. Pero nosotros, afortunadamente, no somos jueces. Alemania tomó en 2015 la precaución de reformar la ley y tipificar como delito prepararse para una subversión en el extranjero, pero en 2018, el Tribunal Federal decidió que simplemente vivir bajo el Califato no era una figura delictiva. Desde entonces, los fiscales tienen que buscar algo concreto. Una foto posando con un arma de guerra puede valer, porque poseer estas armas es delito. También lo es, decidieron los jueces, vivir en una casa que el Daesh puso a disposición de la pareja, porque es usar un bien que se ha robado a alguien, por lo tanto, es complicidad en saqueo, que es un crimen de guerra.
Una interpretación bastante creativa de la ley, dirá usted. Estamos de acuerdo: se trata de castigar algo que sabemos que está mal, pero no sabemos en qué delito encajar, así que se buscan varias cosas menores y se acumulan para imponer una media de tres o cuatro años de cárcel, que es la media que ha impuesto Alemania a las 20 mujeres a las que ya ha condenado. Se ha traído a otras 60 que no han pasado por el juzgado y de las que nada sabemos. Probablemente, porque no tiene manera de demostrar nada.
Por eso parece que hay pocas ganas de traerse a Madrid a los hombres. En el caso del marido de Yolanda Martínez, Omar El Harchi, que sigue preso en alguna cárcel kurda, la policía parece tener claro que era uno de los principales coordinadores de una célula yihadista española que captaba a nuevos miembros para enviarlos a Siria. Pero ¿cuántos combatientes de nacionalidad europea no habrá aún en Siria? Muchos cientos. Quizás miles. ¿Combatientes? A ver, demuéstrelo en un juicio.
A los hombres, mejor no traerlos, parece la consigna en toda Europa. Porque, por una parte, no está la obligación ética de salvar a unos niños de un futuro terrible —obligación con la que se está cumpliendo tan tarde, tras años de dejarlos en los campos de detención kurdos, que no sabemos si aún se puede usar el verbo salvar— y por otra, el trabajo de demostrar un delito concreto puede ser igual de arduo y penoso como en el de las mujeres. Para una condena quizás igualmente corta.
Y esta es la peor pesadilla de un político europeo: traerse a un hatajo de excombatientes yihadistas, expertos en el manejo de armas, a un tribunal de Madrid, Berlín o Amsterdam y luego dejarlos sueltos en la calle por falta de pruebas. Sin recursos para poner a cada uno varios policías secretos y hacerles seguimiento. Sin poder hacer mucho más que rezar que la derrota del Califato les haya dado motivo de arrepentirse de tanta violencia. Pero ¿y si no? ¿Si siguen adoctrinando a otros, una vez de vuelta en Europa? ¿Si se convierten incluso en héroes para una nueva generación de fanáticos, al igual que era héroe para Omar El Harchi y Yolanda Martínez y otros tantos Lahcen Ikassrien, liberado de Guantánamo y reconvertido en reclutador de yihadistas en España?
No sabemos si se han arrepentido Martínez y Fernández. Por supuesto, no hay fotos de su llegada al aeropuerto militar, no sabemos si aún llevan el niqab negro, el símbolo más visible de su adhesión a la ideología salafista, la que predica el Daesh y practican Arabia Saudí y Qatar. No ha trascendido si aún lo llevaban ante el juez que los envió a prisión preventiva. Pero tampoco importa, porque el tribunal no las puede juzgar por la ideología que tengan. Por mucho que a usted, lectora, y a mí, nos parezca de juzgado de guardia que una señora coja, se vista de niqab, se vaya a Siria, se integre en una sociedad que decapita, crucifica, quema viva y anima a matar a gente en todas partes, y encima eduque a sus hijos en esta ideología.
Los hijos y, sobre todo, las hijas. Una condena a cárcel, aunque sea breve, al menos facilita un paso esencial: suspender la patria potestad, entregar a los hijos a familias de acogida, sacarlos de un entorno que ha intentado programarlos como futuros yihadistas. Si no hay delito penal en eso de ir a Siria y volver, a ver cómo Servicios Sociales justifica separar a los hijos de la madre.
Porque en eso estamos de acuerdo, ¿no? Que no se puede permitir que una señora vestida de niqab hasta las cejas eduque a unos críos en una ideología que divide la humanidad en fieles e infieles, separando a mujeres y hombres, enseñando que las leyes de Dios están por encima de lo que diga el Parlamento.
Si no fuera porque llevamos años aplaudiendo, desde las máximas instituciones políticas, exactamente la ideología que ha llevado a Martínez y Fernández a irse a Siria.
El retorno de las mujeres europeas que han ido a vivir al Califato es un dilema para Europa, porque Policía y Judicatura tienen ahora la obligación de tratar como delito lo que partidos, empresas, prensa y Gobiernos han promovido siempre como respetable expresión de identidad y cultura. «Trae alegría y acepta el hiyab» y «La libertad está en el hiyab», rezaba una campaña de 2021 con los logotipos de la Unión Europea y el Consejo de Europa; sí, el segundo organismo tiene como misión principal defender los derechos humanos. Y si en Reino Unido, el hiyab negro ya se vende como parte de un uniforme escolar para niñas de cinco años, empresas como Nike han ido más lejos: incluyen mujeres con niqab, es decir, con la cara enteramente cubierta, en sus vídeos promocionales de respeto a la diversidad. Porque los empresarios, que entienden de sectores de mercado, saben perfectamente lo que los políticos pueden intentar embrollar con palabrería. No hay ninguna diferencia ideológica fundamental entre hiyab y niqab. No más que entre tomarse el éxtasis en pastillas o esnifarselo. La droga es la misma.
Por eso, porque la droga es la misma, fue tan fácil para cientos de jóvenes británicos, entre ellos unas cuantas adolescentes, de tomarse en 2014 y 2015 el avión a Estambul y el autobús a la frontera siria como otras se toman un vuelo a Amsterdam para una rave o un finde de discotecas. No diferenciaban entre los videos del Daesh y el glamour de la influencer que muestra todos los días en Instagram su hiyab de marca a juego con un nuevo pintalabios garantizado halal. Porque esencialmente venden la misma ideología en envoltorio distinto. Y con el envoltorio rosa, en España no es solo legal: está subvencionada y se ofrece en los grandes almacenes.
Por eso mismo, porque es la misma ideología, usted nunca ha visto a un predicador islamista, por muy conciliador que se presente, oponerse a la ideología del Daesh, excepto en lo que se refiere a matar a gente. Todos defienden que eso, mientras no haya violencia, es «el islam»: taparse decentemente, no tocar a hombres que no sean de la familia, casarse virgen, y siempre, siempre con un hombre musulmán. Respetar a los «infieles», sí, pero no ser como ellos.
Media Cataluña se solidarizó con el «activista social» Mohamed Said Badaoui, expulsado de España en noviembre pasado por «peligroso». Que llevara la barba exactamente al estilo del Daesh —es un estilo concreto, fácil de reconocer, que expresa tantas cosas como el niqab de las conversas— no es, desde luego, delito. Tampoco ha dicho nunca nada que fuera delito, por lo que sabemos; si la policía sabe algo más, no lo ha hecho público. Menudencias como lo de no querer dar la mano a una mujer porque el contacto físico entre sexos se lo prohíbe su religión, y de embutir a su hija apenas adolescente en un hiyab negro bien cerrado, no pueden usarse contra Badaoui: es justo lo que según la propia Unión Europea debemos todos respetar y apoyar, si no queremos ser racistas.
Pero entonces, ¿qué tenemos contra Martínez y Fernández? ¿Usted las oyó alguna vez decir que había que matar a alguien? ¿No? Entonces, ¿por qué nos parece mal que puedan educar a sus hijas en esta misma ideología? Ellas ya llevaban niqab cuando se fueron. No se radicalizaron en un lejano desierto. La ideología ultrafundamentalista que las impulsó a trasladarse al Califato la aprendieron en mezquitas españolas, especialmente la conocida como ‘de la M-30’ en Madrid, financiada por Arabia Saudí, como nos revela la minuciosa investigación de la periodista Pilar Cebrián en el libro El infiel que habita en mí (2021). Lo mismo vale la Luna Fernández. No son distintas a decenas o cientos de otras mujeres en España, madres de familia, conversas, algunas, otras, muchas, semiconversas —así llamo a quienes se pasaron de la religión de sus padres a la de los predicadores salafistas que ha usurpado el nombre del islam— que educan a sus hijas en esta misma fe. Y que reciben el apoyo de prensa, partidos y empresas bajo el lema de diversidad.
El error de Martínez y Fernández era geográfico. Eligieron la arena equivocada. Si en lugar de irse al desierto de Siria se hubiesen paseado con su niqab negro o su burkini por las playas de Cataluña, con una pancarta de No al racismo, hoy les estarían ofreciendo un cargo municipal o un puesto en las listas para las próximas elecciones. ¿La diversidad no era eso?
«Que se pudran donde están». Esta era la respuesta más habitual de las redes en los últimos años, cuando, muy ocasionalmente, surgía la pregunta de qué hacer con los yihadistas europeos que se habían ido a Siria para afiliarse al Daesh —Estado Islámico para los amigos— y hacer la guerra al mundo. Y que, tras perder esa guerra, quedaban encerrados en campos de prisioneros vigilados por las milicias kurdas.