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Se nos conmina a pasar la Navidad sin que recordemos los pecados de muchos clérigos y la complicidad de la Iglesia con la pederastia
Han puesto figuras del niño por todos los portales. Han engalanado el misterio, haciendo brillar de espumillón todos sus secretos. No hay parroquia, convento, sacristía, colegio religioso, palacio episcopal que no esté preparado para la llegada del pequeño hijo de dios. Nos conminan a pasar la Navidad sin que recordemos los pecados de muchos y la complicidad de la Iglesia. Párrocos, curas, obispos, cardenales, clérigos, abates, capellanes, catequistas, numerarios, con hábito o seglares: una investigación de El País ha documentado de momento 906 casos (500 solo en el último año) de pederastia desde los años 40 hasta la actualidad. En 2018, la jerarquía católica apenas reconocía 34: manzanas podridas, casos aislados, excepciones, pasa en las mejores familias, respondían. Hasta que se empezó a investigar. Que se sepa, los 906 de la sotana cargan -o cargaron mientras vivían- sobre su conciencia con 1.713 víctimas, 1.713 niños abusados. Alguno se llamaba Jesús.
También se llamaba Jesús, Jesús Linares, el religioso que violó de manera continuada al niño Alejandro Palomas, el escritor que en febrero de 2022 se convirtió en la cara visible de ese infierno y nos hizo saber que han prescrito esos delitos que le empapaban de sangre el pantalón infantil. En este reino de tinieblas, no prescribe el misterio más abstruso, pero prescribe el secreto más fácil. Jesús Linares agredió sexualmente al niño Alejandro cuando tenía ocho y nueve años, durante dos cursos y por la fuerza del adulto que representa el poder. Qué niño roto no guardaría tal secreto. Estaban en el colegio La Salle de Premià, allá por los 70, muy cerca de su casa de Barcelona, muy lejos para la Justicia de hoy. Linares, que abusó de muchos niños más, murió hace unos días sin pisar las celdas donde se pudren los camellos sin oro, sin incienso y sin mirra. Cuando recibió la noticia, Alejandro Palomas vomitó.
Gracias al testimonio no prescrito de Palomas, que alentó la voz de otras víctimas, el Congreso de los Diputados aprobó en marzo una Comisión que investiga la pederastia clerical en el Estado español. Se lleva a cabo desde la oficina del Defensor del Pueblo y el crimen es de tal magnitud, tantos los culpables y tantas sus víctimas, que la Fiscalía General del Estado ha reclamado a la Iglesia católica toda la información de la que disponga, las denuncias recibidas y los testimonios recabados. Cómplice, cuando menos, la Conferencia Episcopal ha enviado un comunicado a sus diócesis para obstaculizar la investigación. La excusa es que son delitos prescritos o ya juzgados en el pasado. Los mismos señoros que llevan siglos insistiendo en el misterio de que a María la preñó una paloma son quienes se escudan ahora en la prescripción de los delitos cometidos en su seno. Se niegan los señoros obispos a colaborar con la Fiscalía en lo relativo al secreto de su infierno en la tierra. A estas alturas de la historia, al único niño que protege la Conferencia Episcopal es al niño dios de las palomas. A Palomas, otra vez, no.
Por mucho que nos haga vomitar, en un Estado de derecho tenemos que aceptar que los delitos prescriben. Pero debemos preguntarnos por qué, en un Estado que también es aconfesional, una institución religiosa tiene tanto poder como para obstaculizar la acción de la memoria y reparar con la verdad el daño infinito que ha infligido a la infancia. La respuesta es que a la Iglesia católica se le consiente lo que no se consentiría a ninguna organización civil (siempre con la excepción, claro está, de la Corona y el Tribunal Constitucional). Se respetan su influencia y su autoridad, por perversas que estas sean. Y se respetan porque, en este Estado aconfesional, ningún gobierno de la nación ha ejercido la responsabilidad de cancelar los acuerdos del Concordato firmado con la Santa Sede en 1953, pleno franquismo, y modificado en 1979, allá por esos años en los que el cura Jesús Linares violaba en el colegio al niño Alejandro Palomas.
Esos acuerdos del Concordato hay que romperlos ya como se rompieron aquellas infancias, por mucho que leamos el libro del Papa Francisco que recomiendan Yolanda Díaz y el padre Ángel. Mi recomendación, sin embargo, es que leamos el libro que ha escrito Alejandro Palomas, titulado Eso no se dice y publicado en Destino. Con una exigencia democrática: impidamos que los señoros de la figurita del niño Jesús se acerquen a los niños de carne y hueso, y sigan rompiendo su destino.