El auditorio
“El éxito de las lecciones depende de los hábitos [del auditorio]. Exigimos, desde luego, que las cosas se digan como estamos habituados, y las que se dicen de otra manera no parecen las mismas, sino más difíciles de conocer y más extrañas, al no ser habituales. Y es que lo habitual, en efecto, es más fácilmente cognoscible. Y cuánta fuerza tiene lo habitual, lo ponen de manifiesto, a su vez, las leyes; en éstas lo fantástico [mythos] e infantil tiene más fuerza, a causa de la costumbre [éthos], que el conocimiento [logos] acerca de ellas.” (Aristóteles, Metafísica, libro II, cap. 3)[1]
Debemos empezar recordando que con la Hégira (la expansión del Islam desde la muerte del Profeta, 632 d. C.) se producirá un hecho cultural de una importancia radical, y no sólo para el propio mundo Islámico, también para el mismo Occidente.
Tras destruir el imperio sasánida (Persia), los árabes entraron en contacto con la cultura griega en Constantinopla, traduciendo y haciendo suyo Aristóteles (menos la obra Política, tomando, en su defecto, la República y Las leyes de Platón), la geometría de Euclides, la astronomía de Ptolomeo, la geometría de Pitágoras, la historia de Heródoto, la medicina de Hipócrates, la física de Arquímedes…
La conquista de nuevos territorios propició la difusión y adopción del legado filosófico-científico griego (con Aristóteles como corpus filosófico central) por todo su imperio, dándose dicha propagación en un rápido proceso a lo largo de todo el nuevo mundo islámico. La religión de Mahoma, y junto a ella, la ciencia y la filosofía griegas, se expandieron rápidamente desde la India (y más allá) hasta el Magreb y la península ibérica. De la India trajeron las cifras (más índicas que arábigas), una numeración mucho más sencilla que la romana, y con ellas el cero, favoreciendo el desarrollo de la ciencia algebraica y las matemáticas.
Con la obra de Averroes (Ibn Rushd, 1126-1198 DC) se dio en al-Ándalus un momento cumbre de la filosofía y la ciencia en el Islam que, en el marco de la oleada de traducciones del griego al árabe, y de éste al latín, acabaría (re)transfiriendo el corpus filosófico-científico griego, con aportaciones propias de los pensadores islámicos, al Occidente europeo.
Los científicos y filósofos que difundieron y aumentaros todo ese corpus del saber a lo largo y ancho del imperio árabe, desde Persia (al-Farabi o Avicena) y Egipto (al-Ghazzali) a al-Ándalus (Averroes, Avenpace, Ibn-Jaldun o Ibn Tufail), crearon una cultura muy superior a la Occidental de entonces. En aquellos tiempos, la diferencia a favor de la cultura árabe sobre la latina fue apabullante: la barbarización de los reinos posteriores a la caída del Imperio Romano tuvo mucho que ver con el freno, sino con puntuales marchas atrás, del pensamiento occidental.
La recuperación de la filosofía y la ciencia en el mundo Occidental empezará, precisamente, en los s XII-XIII con la traducción del árabe al latín de los clásicos greco-latinos, cuyo conocimiento y estudio se había abandonado durante siglos, y de las novedades creadas a su rebufo en tierras islámicas. Esta traducción se da, sobre todo, en la península ibérica y en Sicilia, por el contacto entre pensadores de los dos mundos. Averroes, uno de los más importantes divulgadores, fue tanto traductor como traducido.
La costumbre, un veneno que alimenta
El éxito de nuestro discurso, dice Aristóteles, depende de la costumbre del que lo recibe. Y el fracaso, colegimos, también. Por eso arengas irracionales e insensatas prenden, y argumentos razonables y legítimos son rechazados. Tanto allí como aquí, tanto entonces como ahora.
Averroes va más allá interpretando a Aristóteles en su Gran Comentario a la Física:
“Como dijo Aristóteles en el segundo libro de la Metafísica, la costumbre es la causa más importante que nos impide el conocimiento de muchas cosas manifiestas por sí mismas. Pues de la misma manera que cuando un hombre está acostumbrado a algunas acciones, aunque le resulten nocivas, esas acciones serán fáciles para él y cree que le son útiles, asimismo, cuando está acostumbrado a creer en sermones falsos desde la infancia, esa costumbre será causa de que niegue la verdad manifiesta: como aquellos que se han acostumbrado a comer veneno en tanto que era para ellos alimento.” (Averroes, Gran Comentario a la Física, com. 60, la negrita es nuestra)
Nuestro pensador tenía la certeza de que la sociedad ve a la filosofía como ese antídoto del veneno al que se ha acostumbrado, y que ya se ha convertido en alimento, volviendo al antídoto veneno para con sus costumbres y certezas, por lo que reacciona incluso violentamente si aquélla, la filosofía, quiere ser impuesta olvidando lo que explica esta alegoría.
Platón, entendiéndolo, y sabiendo que el mito puede llegar a ser a la vez veneno para el conocimiento y alimento para la sociedad, pide que la filosofía también llegue a la sociedad de forma tangencial, en pequeñas dosis que no provoquen rechazo, con circunloquios, alegorías, ejemplos, práctica… Posteriormente muchos pensadores usarán el símil del veneno/alimento en el mismo sentido, como Montaigne en sus Ensayos (1580), cap. I, 22 (“La costumbre es en verdad una maestra violenta y traidora […] ese rey que, gracias a ella, sometió su estómago a alimentarse de veneno”) o Giordano Bruno, La cena de las Cenizas (1584), diálogo I:
“¿No sabes que la costumbre de creer y el estar alimentado desde la infancia por ciertas convicciones tiene una fuerza enorme para impedirnos comprender incluso las cosas más manifiestas? Es lo mismo que suele ocurrir a quienes están acostumbrados a tomar veneno: al final su complexión no sólo ya no siente daño, sino que incluso se ha convertido el veneno en un alimento natural, de forma que el mismísimo antídoto les resulta mortífero.” (la negrita es nuestra).
Tal parece que estos pensadores no consideran osado juzgar que, ya sea por carácter, por inteligencia, educación o por condiciones materiales, no todos los humanos están llamados a debatir para alcanzar la Verdad por medio de la filosofía, y aún menos preparados para combatir a la costumbre -veneno para el conocer-, por lo que, para ellos, mantenerse en el camino del mito es cuestión de insoslayable necesidad y supervivencia.
Y en estas llegamos al s XIV, con un Islam pletórico de la cultura creada por sus filósofos, geómetras, físicos, astrónomos, historiadores, matemáticos y médicos.
Antes de preguntarnos sobre qué ocurrió después, conviene explicar, de la mano de al-Ghazzali, Avenpace y Averroes, cuál era la verdadera posición de la ciencia y la filosofía en el mundo islámico.
La ciencia en el mundo árabe de la Hégira
La sociedad islámica no consideraba necesaria la filosofía o la ciencia, pues, a diferencia de otros conocimientos (astronomía, para saber dónde está la Meca, teología o gramática), no servían, o mejor, no eran necesarias para ser buen musulmán:
“[se debe acostumbrar] en la infancia a las cosas de las leyes (religiones), y […] se establecen [los principios] en las leyes no para conocer demostrativamente [ciencia], sino con vistas a la bondad […] Por tanto es necesario que los hombres sean buenos y no es necesario que conozcan la verdad.” (Averroes, Gran Comentario a la Metafísica, libro II, comentario 14, la negrita es nuestra).
Por ello sólo se estudiaba de forma privada, con clara desventaja con respecto al resto de saberes ¿Por qué era así? Porque los fundamentos de la sociedad islámica (y de todas en aquel tiempo) estaban establecidos por el Libro de cada Religión (el Corán -y la sharia, ley oral, práctica y enseñanzas del Profeta-, la Torá -Pentateuco- o la Biblia).
La filosofía (falsafa, en árabe) se desarrolla en el mundo musulmán de forma privada y no institucionalizada, a diferencia de Occidente, que desde comienzos del s XIII se estudia en las recientemente fundadas Universidades por toda Europa, desde Oxford (y Cambridge) a Bolonia (y Padua), Salamanca o París, instituciones de alta cultura que confiarán a la filosofía el establecimiento con rigor demostrativo de los fundamentos de la fe y de la teología.
Una segunda razón de recluirla en el mundo islámico al estudio privado entre maestro y unos pocos discípulos es que, para los teólogos musulmanes, cuya base es el Corán y la sharia, la filosofía, y especialmente su enseñanza en una dimensión pública, será siempre sospechosa de herejía y de sedición, por lo que siempre estará bajo la sospecha de contaminar el pensamiento de las masas, con ideas debilitantes de su fe en Alá y en Mahoma, su profeta.
“El discurso relativo al conocimiento que el Creador tiene de sí mismo y de lo otro [la filosofía] es uno de aquellos que está prohibido analizar en modo dialéctico durante las disputas, y todavía más tratarlo por escrito, puesto que la comprensión de las masas no llega a semejantes sutilezas. Si uno se para a discutir con el vulgo de semejantes cuestiones, se destruye en sus mentes la divinidad. Por eso está prohibido disputar con él de tales cuestiones […] Discutir de estas cosas con el vulgo es como dar a beber veneno a los cuerpos de muchos animales para quienes es veneno. (Averroes, Destrucción de la destrucción “Tahafut al-tahafut”, la negrita es nuestra).
La tradición filosófica árabe será consciente de este peligro, el de debilitar la fe del pueblo llano, fe que cementa la sociedad, y aceptará la distinción entre la elite intelectual, que por su capacitación y carácter puede acceder a ella sin peligro, y el resto del vulgo y masa que a diferencia de esa elite, y por carecer del carácter, condiciones materiales y formación, puede caer en el pecado de la herejía y el descreer ya que, a falta de intelecto e incapaz de seguir las demostraciones y argumentos, el vulgo siempre será movido por la emoción y la imaginación, lo que conlleva el riesgo de convertir la filosofía en sectarismo.
La elite, decidieron califas y ulemas, debe aleccionar la moral del vulgo con mitos, retórica y alegorías, con un lenguaje sensible, imaginativo y mitológico (esotérico, como el Corán o el Pentateuco o las Sagradas Escrituras), alejado de la árida y difícil filosofía.
La ciencia en el mundo árabe de hoy [2]
“Al mismo tiempo, el Islam se abría a los saberes de los muy diversos orbes culturales con los que entraba en contacto a medida que se expandía. Puesto que el Profeta había recomendado a los creyentes que buscaran la ciencia «desde la cuna hasta la tumba» y que, para ello, fueran «hasta China, si era preciso», el Islam desplegaba, con una mira única, su capacidad para hacer suyo el capital intelectual de los pueblos que compartían una misma fe, al mismo tiempo que los principales logros del saber en el resto del mundo. Así es como las enseñanzas del Islam han conservado una actualidad que se renueva constantemente” (Amadou-Mahtar, Director general de la UNESCO -1974/1987- El mensaje del Islam, la negrita es nuestra)
Este texto casi hagiográfico, que aparece a modo de introducción en la revista Correo de la Unesco, de Agosto-Septiembre 1981, aunque concedamos de buen grado que haya sido escrito sin malicia, soslaya algo que, a simple vista y huyendo de cualquier sesgo, podemos percibir como cierto: la ciencia y la filosofía islámica, no sólo está de capa caída, sino que hace mucho, demasiado tiempo, que fue abandonada, no ya por las instituciones, donde nunca estuvo, sino incluso en el reducto privado.
En la misma revista, toda ella dedicada a la cultura islámica actual, y escrita desde su propia cultura, Abdus Salam, Premio Nobel de Física de 1979, en su artículo Hacia un renacimiento científico en el mundo islámico advierte que (y rogamos se nos perdone la cita in extenso):
“«Después del año 1100 la ciencia empezó a decaer en el Islam y hacia 1350 la decadencia era ya absoluta, sin que nadie sepa exactamente por qué. Hubo, desde luego, causas externas como la devastación provocada por los mongoles, pero, por muy grave que ésta fuera, tuvo más bien un carácter de interrupción, pasajera. Sesenta años después de Gengis, su nieto, Halagu, fundó un observa- torio en Maraga. En mi modesta opinión, la decadencia de la ciencia viva en la comunidad islámica se debió sobre todo a causas internas. Quisiera citar al respecto un párrafo de Ibn Jaldún (1332-1406), uno de los mayores exponentes de la historia social de la humanidad y uno de los más brillantes espíritus de todos los tiempos en su especialidad. En su Muquddimah (Prolegómenos), Ibn Jaldún dice lo siguiente:
«Hemos sabido últimamente que en la tierra de los francos y en las orillas septentrionales del Mediterráneo se cultivan intensamente las ciencias filosóficas. Se dice que las estudian nuevamente y que las enseñan en muchas clases, que se hace una exposición sistemática de ellas y que quienes las conocen son muy numerosos y quienes las estudian también… Alá sabe mejor lo que allí existe… Pero es evidente que los problemas de la física carecen de importancia para nosotros en nuestros asuntos religiosos y, por consiguiente, debemos dejarlos de lado«».
Ibn Jaldún no expresa curiosidad ni tristeza, sino simplemente una indiferencia rayana en la hostilidad. Esta indiferencia condujo al aislamiento. Se olvidó la tradición de al-Kindi, es decir la conveniencia de adquirir conocimientos independientemente de su origen y de mejorarlos. El mundo científico musulmán no trató de establecer contactos con Occidente cuando en éste empezaban a desarrollarse las ciencias.” (Abdus Salam, revista citada, página 52, la negrita es nuestra)
Una vez leído todo este capítulo de la revista de UNESCO, así como también en la misma revista “La edad de oro de la ciencia islámica«, de Abdul-Razzak Kaddura, nos puede quedar claro qué pasó, pero no por qué pasó, no el porqué de esa decadencia.
Es decir, podemos afirmar que, enfrentados a la realidad, los intelectuales islámicos de hoy exponen y analizan con serena profundidad lo que pasó, y que, tal y como dicen, si no fue por causas externas, lo fue por internas («Esta indiferencia condujo al aislamiento. Se olvidó la tradición de al-Kindi, es decir la conveniencia de adquirir conocimientos independientemente de su origen y de mejorarlos«), pero no analizan el porqué de esa «indiferencia«, no se enfrentan a que pueda ser producto de limitaciones que no sean coyunturales, sino de alguna manera constitutivas y estructurales de la propia sociedad islámica, y no meramente por islámica, sino en tanto que sociedad religiosa.
Mohamed Allai Sinaceur, filósofo, político y escritor marroquí (1941), detalla en la mentada revista de la UNESCO (Una ética del saber y de la educación, página 34 y ss) los fundamentos ayer y hoy de la búsqueda del conocimiento en el Islam. Basa esa búsqueda en
“un conocimiento que tranquiliza y libera […] que, sin vacilaciones ni reticencias, sabe preservar los derechos de Dios y perseverar en el cumplimiento de sus deberes […] útil, en el sentido más amplio de la palabra, relacionado con las necesidades espirituales, intelectuales o materiales del hombre… [en una] ciencia y técnica [que] deben estar iluminadas por una razón práctica y corresponder al destino humano, a aquello que preserva el patrimonio confiado a la salvaguardia del hombre, lugarteniente de Dios en la tierra, receptáculo de la Revelación y responsable ante Dios… [un] ansia de aprender y de comprender que, a diferencia de los esfuerzos del Renacimiento, eran muy diferentes del ansia de conquistar el espacio e incluso de hacer retroceder, mediante viajes que se convirtieron en verdaderas expediciones, los limites del Mundo… [una] cultura tanto comunitaria como «no masiva», tanto responsable como inventiva, que aúna la ética y la ciencia y que, frente al progreso desordenado, conduce a controlar los cambios.”[3] (la negrita es nuestra)
Difícilmente podemos asumir como éticas (entendidas como reflexiones sobre la moral y la costumbre) las limitaciones expuestas en este último texto, y que, como hemos dicho, deben juzgarse de alguna manera constitutivas y estructurales de la propia comunidad islámica en tanto que actúa como sociedad religiosa.
El veneno y el antídoto
La intuición, y reconocemos que no del todo ajena a un cierto eurocentrismo, de acuerdo, pero que intenta ser intuición consciente de ese sesgo, nos hace decir que los anteriores autores no se enfrentan a que, en una sociedad y una política veteada e infiltrada por la religión (por cualquier religión – la católica incluida, obviamente- que se precie de serlo y que actúe como tal), como ocurre en las sociedades islámicas contemporáneas, esa inspiración que la fe procura (y a la que se está debido y obligado, según Allai Sinaceur) generará un sinfín de barreras a la ciencia y a la filosofía, y motivará la frustración que Abdus Salam muestra casi al final de su texto:
«¿Por qué abogo tan ardientemente por que nos dediquemos a crear saberes? No es simplemente porque Alá nos haya inculcado el afán de saber ni tampoco porque, en las condiciones actuales, el saber sea el poder y las aplicaciones técnicas el instrumento capital del progreso material, sino también porque, como miembros de la comunidad internacional, sentimos en cierto modo el desprecio -implícito pero muy presente- en que nos tienen quienes crean el saber. Mi amor proprio sufre enormemente cuando entro en un hospital y veo que todos los medicamentos que hoy pueden salvar vidas, desde la penicilina hasta el interferón, han sido creados sin participación alguna de nosotros, las gentes del Tercer Mundo y de los países árabes e islámicos.» (la negrita es nuestra)
Incluso al demostrar su frustración, Abdus Salam no puede -o ni siquiera se plantea que pueda querer- evitar citar a Alá como primera motivación para crear saber, siendo así “como aquellos que se han acostumbrado a comer veneno en tanto que era para ellos alimento.” (Averroes).
Pero aún en el caso de que tuviéramos razón, y la religión, y en particular la islámica, fuera veneno para el conocimiento de la ciencia y la práctica de la filosofía, deberíamos tener en cuenta varias e importantes cuestiones antes de pretender convencer, antes de intentar dar el antídoto a los que, de una manera u otra, anteponen su fe, o mejor, quieren -porque sienten que deben- partir de su fe para llegar a ser científicos o para amar el saber.
Conviene saber que la religión importa
La religión importa, sí, pero sobre todo importan las personas que la profesan.
Tal vez, como decíamos, tengamos razón. Tal vez no. En todo caso no sólo debemos obrar de buena fe, sino que estamos obligados a pensar que una inmensa mayoría de los que quieren aumentar el saber desde la religión lo hacen obrando también de buena fe. Así que, no sólo porque debamos concederles el beneficio de la duda, no sólo porque, aún si fuera cierto que tenemos razón, no por ello somos moralmente mejores: es posible que sea cuestión de suerte, sino que, en atención a lo que con perspicacia intuyó Giordano Bruno: “el mismísimo antídoto les resulta mortífero”, tendrán razón de sentirse molestos si les entramos como elefante en cacharrería, pues cuando el veneno te alimenta, el antídoto te daña, y para quien actúa de buena fe, el dolor no es algo comprensible, y sí tremendamente injusto.
La filosofía, el amor por el saber, a diferencia de cómo lo interpretaba aquel filósofo que intentó agredir con un atizador a un compañero de fatigas epistemológicas, debe ser el absoluto campo de libertad de pensamiento y de tránsito: que entre quien quiera y que entre como mejor le plazca, y cuando no le convenga, que salga sin tener que dar cuentas. Si esto es lo que pedimos que cumplan las religiones ¡Cómo no vamos a pedírselo a la filosofía!
¿Desde cuándo hemos dejado de querer ser corteses y amablemente didácticos, especialmente con el ejemplo, para pasar a ser burlones y agresivos, cuando no sardónicos? Está bien que el bufón, personaje muy necesario -y de azarosa vida debemos reconocer-, y los que ejercen de bufones no dejen títere con cabeza. Está bien que defendamos que lo hagan, sin necesidad de defender lo que hagan.
Porque la religión y sus profesantes importan. Que tengamos el derecho a expresar lo que nos venga a bien no conlleva que tengamos la obligación de hacerlo en todo lugar y momento, y aún menos si ejercemos ese derecho donde esa libertad de pensamiento y expresión no sólo se respeta, sino que se protege. Por mucho que busquemos, no encontraremos justificación alguna para que, en lugar de convencer a la manera platónica, de forma tangencial, con antídoto en pequeñas dosis para que no se vuelva veneno, con circunloquios, ejemplos y práctica -sobre todo, a través de la práctica y el ejemplo-, queramos vencer con ácidas bufonadas, poses soberbias y fatuos desprecios. El bufón sí debe hacerlo, con ellos y con nosotros, pero desde la política y desde la sociedad, aunque tengamos ese derecho fundamental, no tenemos la obligación de comportarnos así. Y tampoco nos procurará ventajas o beneficio.
Si nosotros tenemos la suerte de poder vivir en una sociedad abierta, suerte no ganada por nosotros, sino por ascendientes más o menos lejanos y de cuyas penalidades y contradicciones apenas si estamos enterados, aceptemos con humildad, y reguemos con amabilidad, los esfuerzos -necesariamente- contradictorios que reconocen cuánto y en qué sentido es preciso cambiar su sociedad:
“Mi […] llamamiento va destinado a quienes están modelando nuestras sociedades con sus enseñanzas: les pido que no olviden [las] palabras del Libro sagrado ni lo que suponen para los objetivos que persigue nuestra sociedad. Permítaseme señalar humildemente que una consecuencia de ello es que los seminarios islámicos deben incorporar a sus programas de estudios las nociones de las ciencias modernas y no simplemente la ciencia tal como era en la época de Avicena.
Finalmente […] la ciencia es importante por los conocimientos que nos brinda sobre el mundo que nos rodea y los designios de Alá […] Hemos contraído en el Islam una deuda con la ciencia internacional y debemos enjugarla con un espíritu de amor propio.” (Abdus Salam, revista citada, página 55, la negrita es nuestra)
Aristóteles y toda la ciencia griega fue reintroducido en nuestro Occidente de la mano del Islam, así que no olvidemos que fue gracias a la cultura árabe que hoy sabemos que “El éxito de las lecciones depende de los hábitos [del auditorio, y] las que se dicen de otra manera no parecen las mismas, sino más difíciles de conocer y más extrañas, al no ser habituales”. En nuestras manos está mirar de devolver el favor que siete siglos atrás nos hicieron, porque más que la religión o la filosofía, importan los que la profesan.
[1] Todas las referencias a textos, citas o libros referidos a pensadores del mundo clásico en el presente artículo, con excepción de lo referido en la nota 2 (documento de la UNESCO), lo son por gracia de la documentación aportada por el catedrático emérito de la UB, don Miguel Ángel Granada, en su curso de “Historia de la Filosofía 1” (Universitat de la Experiencia, UB, 2022/2023)”
[2] Ver documento consultable en: https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000074748_spa
[3] Allai Sinaceur no debió leer la traducción que de Heródoto hicieron sus antepasados, si lo hubiera leído sabría que no fue el Renacimiento sino los mismos griegos quienes ya practicaban esos por él denostados “viajes que se convirtieron en verdaderas expediciones”: “Es preciso recordar que hay mucho que recordar. Heródoto planteó la siguiente cuestión: «Todos los años enviamos nuestros barcos con gran peligro para las vidas y grandes gastos a África para preguntar: “¿Quiénes sois? ¿Cómo son vuestras leyes? ¿Cómo es vuestra lengua?”. Ellos nunca enviaron un barco a preguntarnos a nosotros». No hay corrección política ni liberalismo a la moda que pueda destruir esa cuestión.” (G. Steiner, La idea de Europa, Siruela, 2005, página 47)