Descargo de responsabilidad
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«Cuando las chicas que justifican los insultos de putas y ninfómanas no aparezcan en la foto con sus compañeros de empresa, a lo mejor se acordarán del ‘hermano’ que les gritaba que salieran de su madriguera», escribe la autora.
Uno de los múltiples motivos –quizás el más doliente– que perpetúan el machismo en esta sociedad supuestamente avanzada es la asimilación del mismo por nuestra parte, que es, precisamente, la agraviada, la de las mujeres. Es imposible extinguir una conducta inapropiada si no se es capaz de discernir si está bien o está mal. Y esto, la inacción crítica, tiene su causa en una absoluta falta de educación sexual basada en la igualdad y el respeto. Su putrefacto enraizamiento radica en una cultura de la violación que siempre ha campado a sus anchas.
Es ahora, con la recién aprobada ley de libertad sexual, demonizada por la derecha y la ultraderecha de este país, cuando se le está intentando poner realmente fin a conductas tan repugnantes como la que practican los residentes del colegio mayor Elías Ahuja de Madrid, uno de los centros elitistas del país. “¡Putas, salid de vuestras madrigueras, sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea!”, es el himno de inauguración de curso en el colegio madrileño, de titularidad religiosa. Al himno lo acompaña una elaborada coreografía que hiela la sangre, en la que los chicos, ya de noche y desde sus habitaciones, suben las persianas al unísono en un acto intimidatorio hacia las alumnas de la residencia femenina de enfrente, a las que dirigen las vejaciones. Una práctica conocida como “la granja”, ya que comienza con los universitarios reproduciendo ruidos de animales.
A esto lo llaman tradición. Una tradición, por cierto, negada por los responsables de la institución, que primero han afirmado que se trataba de un hecho puntual para, unas horas después, tras la aparición de más vídeos de años anteriores, admitir que quizá no era no era algo aislado. La guinda a la chapuza ha corrido a cuenta del propio director del colegio, que en una entrevista radiofónica achacaba el comportamiento de sus residentes a “una forma que tienen de expresarse”.
Pero lo que más pena me produce del vídeo no son los cánticos machistas, fomentados por esa cultura de la violación en la que la mujer es reducida a un simple trozo de carne hipersexualizado, sino la reacción de algunas de las chicas de las residencias de al lado que, lejos de condenar el comportamiento de sus compañeros, lo justifican: “es una broma”, “se ha sacado de contexto”, “los medios lo habéis exagerado”, “son como hermanos, nos tratan fenomenal”. Fenómeno, pues.
Lo que quizá aún desconocen es que cuando superen la etapa universitaria y accedan al mercado laboral, algunas –me atrevería a decir que muchas– se toparán con un techo de cristal que aún no llegan a atisbar desde el borde de su inmaculado pupitre privado. En cambio, a ellos los acogerán en sus cúpulas de hegemonía masculina, labradas en el interior de esa residencia, donde compadrearán y despacharán a gusto con las piernas bien abiertas entre chistes machistas y comentarios sobre el partido de la noche anterior. Mientras tanto, nosotras, que jamás gozaremos de ese originario privilegio de aceptación, nos romperemos la cabeza por lograr el mismo reconocimiento con el triple de esfuerzo.
La representación de las mujeres en las cúpulas directivas es más quimera que realidad. La propia Unión Europea ha tenido que legislar para obligar a las empresas que cotizan en bolsa a alcanzar de aquí a junio de 2026 una cuota mínima del 40% de mujeres en sus consejos de administración. Pero nuestra invisibilización termina no cuando unos deciden que no salgamos en la foto, sino cuando somos nosotras las que cogemos las riendas y decidimos no salir. Termina cuando una vicepresidenta del Gobierno de España decide que no va a volver a posar en un photocall plagado de hombres encorbatados si no hay más mujeres que posen con ella. No podemos ser partícipes de una invisibilización que nos expulsa de la foto.
En El último hombre blanco, Nuria Labari explica a la perfección la desamortización de la feminidad de la mujer en el ámbito laboral para lograr prosperar desde las mismas cuotas de aceptación con las que lo hacen sus coetáneos masculinos. “Hay un varón dentro de mí. Está aquí dentro desde que recuerdo, ese rugido de varón”. Pero el camino a recorrer no debe ser el de parecernos a ellos.
Cuando las chicas que justifican los insultos de putas y ninfómanas no aparezcan en la foto con sus compañeros de empresa mientras ellos aparecen erguidos y sonrientes, cuando se den cuenta de que hay que rebelarse en la granja, entonces, a lo mejor, se acordarán del “hermano” que les gritaba que salieran de su madriguera para follarlas, porque ellos son los mejores y nosotras unas ninfómanas. Pero de buen rollo, “hermana”.