Cuando la papisa Isabel exhaló su último suspiro el Dios de los ingleses eligió a su hijo Carlos como CEO.
Habemus Papam. O, mejor dicho, we have a new pope. Llevamos tres días centrados en el fallecimiento de la reina de Inglaterra, pero en pocas ocasiones los comentaristas se han referido a que la anciana era también la papisa de la Iglesia Anglicana, una iglesia que cuenta con cerca de cien millones de creyentes en ciento sesenta y cinco países —para que se hagan una idea comparativa, la religión judía tan sólo ronda los diez millones de fieles—. El papado de la Iglesia Anglicana se transmite por vía sexual, como la sífilis, y por eso los anglicanos no han estado ni un segundo sin autoridad papal. El arzobispo de Canterbury no ha sido papa interino: en el momento en el que la papisa Isabel exhaló su último suspiro el Dios de los ingleses eligió a su hijo Carlos como CEO.
“Cualquiera que repase la historia de Inglaterra desde Enrique VIII convendrá en que ese dios elige en ocasiones como primer representante a gente de comportamientos no siempre modélicos —una invasión por aquí, un genocidio por allá—”
Todos tenemos un infausto recuerdo de aquel “Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios” que los españoles llevamos en los monederos durante cuarenta años, pero aquello era agüita en comparación con el hecho de que el monarca británico sea considerado oficialmente “el primer representante de Dios en la Tierra”, Gobernador Supremo de la Iglesia de Inglaterra. Cualquiera que repase la historia de Inglaterra desde Enrique VIII convendrá en que ese dios elige en ocasiones como primer representante a gente de comportamientos no siempre modélicos —una invasión por aquí, un genocidio por allá—. Es cierto que la cabeza de la Iglesia Católica también es el jefe de un Estado oligarca, pero al menos el Vaticano no disimula su condición de teocracia.
Inglaterra ocupa uno de los últimos lugares del mundo, a la altura de algunos países islámicos, en el Índice Tomás Moro de Separación entre Iglesia y Estado —no existe tal índice, me lo acabo de inventar—. Fliparíamos si conociéramos la profunda identidad y complicidad entre los Estados protestantes y sus iglesias “nacionales”, en comparación con los retrógrados Estados católicos (modo ironía ON). Un paseo por la abadía de Westminster es una confusísima sucesión de monumentos y tumbas de militares, ¡Newton!, literatos, ¡Darwin!, aristócratas, ¡Hawking en una puñetera abadía! La única anécdota cierta de Oscar Wilde, entre todas las que le atribuyen, es que el histrión anticlerical está enterrado ahí. No estamos ante una iglesia y un Estado, sino ante un Estado clerical y una Iglesia estatal.
“Inglaterra ocupa uno de los últimos lugares del mundo, a la altura de algunos países islámicos, en el Índice Tomás Moro de Separación entre Iglesia y Estado —no existe tal índice, me lo acabo de inventar—”
Por todo ello, bienvenido sea Carlos III en su doble naturaleza: rey del terrenal y corruptible Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y gobernador supremo de la divina y eterna Comunión Anglicana. Cuerpos y almas liderados desde el Palacio de Buckingham en una sola figura, Xisus reformado del brazo de la vieja Inglaterra mientras medio mundo babea ante el halo de supuesta innovación, sofisticación y vanguardia de la isla británica. La fumata blanca no salió de la Basílica de San Pedro, sino de Balmoral, y anunció a millones de crédulos creyentes la llegada del nuevo papa de Londres. Viva la modernidad, sobre todo si es medieval. Viva Enrique VIII, con letra de Bernie Taupin y música de Elton John. Dios salve al Rey. El rey salve a Dios.